[The Anti-Capitalistic Mentality (1954)]
Los críticos acusan al capitalismo de dos cosas: Primero dicen que la posesión de aun automóvil, un televisor y una nevera no hace feliz a un hombre. En segundo lugar, añaden que sigue habiendo gente que no tiene estos aparatos. Ambas proposiciones son correctas, pero no echan la culpa al sistema capitalista de cooperación social.
La gente no se esfuerza para conseguir la felicidad perfecta, sino para eliminar tanta cantidad posible de incomodidad percibida y por tanto para hacerse más feliz que antes. Un hombre que compra un televisor da así evidencias al efecto de que piensa que la posesión de este artilugio aumentará su bienestar y le hará sentirse más contento de lo que estaría sin él. Si fuera de otra manera, no lo habría comprado. La tarea del doctor no es hacer feliz al paciente, sino eliminar su dolor y ponerle en mejor estado físico para la búsqueda de la principal preocupación de todo ser viviente, la lucha contra todos los factores perniciosos para su vida y desahogo.
Puede ser verdad que entre los mendicantes budistas, que viven de las limosnas en la suciedad y la penuria, algunos se sientan perfectamente felices y no envidien a ningún pachá. Sin embargo, es un hecho que para la mayoría de la gente una vida así les parecería insoportable. En ellos está muy arraigado el impulso hacia un objetivo incesante de mejora en las condiciones externas de la existencia. ¿Quién supondría que un mendigo asiático sería un ejemplo para el estadounidense medio? Uno de los logros más notables del capitalismo es la caída en la mortalidad infantil. ¿Quién quiere negar que este fenómeno ha eliminado al menos una de las causas de infelicidad de mucha gente?
No menos absurdo es el segundo reproche lanzado contra el capitalismo (es decir, que las innovaciones tecnológicas y terapéuticas no benefician a todos). Los cambios en las condiciones humanas las producen los pioneros de entre los hombres más inteligentes y activos. Toman la delantera y el resto de la humanidad les sigue poco a poco. La innovación es primero un lujo para solo unas pocas personas, hasta que gradualmente llega al alcance de muchas. No es una objeción importante al uso de zapatos o de tenedores que se extienda lentamente y que todavía hoy haya millones de personas sin ellos. Las refinadas damas y caballeros que empezaron a utilizar el jabón fueron los precursores de la producción a gran escala de jabón para el hombre común. Si quienes hoy tienen los medios para comprar un televisor se abstuvieran de su compra porque algunos no pueden adquirirlos, no impulsarían, sino dificultarían, la popularización de este artilugio.
También hay gruñones que echan la culpa al capitalismo de lo que llaman su materialismo. No pueden dejar de admitir que el capitalismo tiene la tendencia a mejorar las condiciones materiales de la humanidad. Pero dicen que ha desviado al hombre de los objetivos más altos y nobles. Alimenta a los cuerpos, pero mata de hambre las almas y las mentes. A producido una decadencia en las artes. Pasaron los tiempos de los grandes poetas, pintores, escultores y arquitectos. Nuestra época solo produce basura.
El juicio acerca de los méritos de una obra de arte es completamente subjetivo. Alguna gente alaba lo que otros desdeñan. No hay vara de medir el valor estético de un poema o una edificación. Quienes se deleitan con la catedral de Chartres y las meninas de Velázquez pueden pensar que quienes no se conmueven por estas maravillas son bárbaros. Muchos estudiantes se aburren soberanamente cuando la escuela les obliga a leer Hamlet. Solo la gente dotada con la chispa de la mentalidad artística está capacitada para apreciar y disfrutar de la obra de un artista.
Entre quienes fingen apelar a los hombres educados hay mucha hipocresía. Ponen un aire de conocimiento y fingido entusiasmo por el arte del pasado y los artistas muertos hace mucho tiempo. No muestran ninguna simpatía similar por el artista contemporáneo que aún lucha por su reconocimiento. La disimulada adoración por los viejos maestros es en ellos una forma de desdeñar y ridiculizar a los que se desvían de los cánones tradicionales y crean unos propios.
John Ruskin será recordado (junto con Carlyle, los Webb, Bernard Shaw y algunos otros) como uno de los enterradores de la libertad, la civilización y la prosperidad británicas. Un personaje despreciable tanto en su vida privada como en la pública, glorificó la guerra y el derramamiento de sangre y calumnió las enseñanzas de la economía política que no podía entender. Fue un fanático detractor de la economía de mercado y un elogiador romántico de los gremios. Homenajeaba las artes de siglos pasados. Pero cuando afrontó la obra de un gran artista vivo, Whistler, la criticó con un lenguaje tan infecto y duro que fue demandado por difamación y encontrado culpable por el jurado. Fueron los escritos de Ruskin los que popularizaron el prejuicio de que el capitalismo, aparte de ser un mal sistema económico, ha sustituido la belleza por la fealdad, la grandeza por la pequeñez, el arte por la basura.
Al estar la gente muy en desacuerdo en la apreciación de las obras artísticas, no es posible rebatir lo que se dice acerca de la inferioridad artística de la era del capitalismo de la misma forma apodíctica en que uno puede refutar los errores en el razonamiento lógico o en el establecimiento de los hechos de la experiencia. Aún así, ningún hombre sensato sería tan insolente como para rebajar la grandeza de las obras artísticas de la época del capitalismo.
El arte más eminente de esta época de “materialismo y hacer dinero” fue la música. Wagner y Verdi, Berlioz y Bizet, Brahms y Bruckner, Hugo Wolf y Mahler, Puccini y Richard Strauss, ¡qué ilustre cabalgata! ¡Qué época aquella en la que maestros como Schumann y Donizetti se vieron oscurecidos por genios aún superiores!
Luego estuvieron las grandes novelas de Balzac, Flaubert, Maupassant, Jens Jacobsen, Proust y los poemas de Victor Hugo, Walt Whitman, Rilke, Yeats. Qué pobres serían nuestras vidas si no hubiéramos tenido la obra de estos gigantes y muchos otros autores no menos sublimes.
No olvidemos a los pintores y escultores franceses que nos enseñaron nuevas formas de mirar al mundo y a disfrutar de la luz y el color.
Nadie ha negado nunca que esta época haya animado todas las ramas de actividades científicas. Pero, dicen los gruñones, esto fue principalmente obra de especialistas, mientras que faltaba una “síntesis”. Difícilmente pueden expresarse más erróneamente las enseñanzas de la matemática, la física y la biología modernas. ¿Y qué hay de los libros de filósofos como Croce, Bergson, Husserl y Whitehead?
Cada época tiene su propio carácter en sus expresiones artísticas. La imitación de las obras maestras del pasado no es arte: es rutina. Lo que da valor a una obra con aquellas características en las que difiere de otras obras. Es lo que se llama el estilo del periodo.
Hay un aspecto en el que parecen estar justificados los elogiadores del pasado. Las últimas generaciones no legaron al futuro monumentos como las pirámides, los templos griegos, las catedrales góticas y las iglesias y palacios del Renacimiento y el Barroco. En los últimos cien años se construyeron muchas iglesias e incluso catedrales y muchos edificios públicos, escuelas y bibliotecas. Pero no muestran ninguna concepción original: reflejan o hibridan diversos viejos estilos. Solo en los edificios de viviendas, oficinas y casas privadas hemos visto desarrollarse algo que pueda calificarse como un estilo arquitectónico de nuestra época. Aunque sería mera pedantería no apreciar la grandeza de vistas como la skyline de Nueva York, puede admitirse que la arquitectura moderna no ha alcanzado la distinción de la de siglos pasados.
Las razones son diversas. En lo que se refiere a los edificios religiosos, el acentuado conservadurismo de las iglesias rechaza cualquier innovación. Con el paso de dinastías y aristocracias, desaparece el impulso de construir nuevos palacios. La riqueza de empresarios y capitalistas es, por mucho que pueden fabular los demagogos anticapitalistas, muy inferior a la de reyes y príncipes, por lo que no pueden permitirse construcciones tan lujosas. Nadie es hoy tan rico como para planear palacios como los de Versalles o El Escorial. Las órdenes de construcción de edificios públicos ya no vienen de déspotas que puedan libremente, desafiando a la opinión pública elegir a un maestro al que estimen y patrocinar un proyecto que escandalice a la gris mayoría. No es probable que comités y consejos adopten las ideas de los grandes pioneros. Prefieren quedarse en el lado seguro.
Nunca ha habido una época en que los muchos estuvieran preparados para hacer justicia al arte contemporáneo. La reverencia por los grandes autores y artistas siempre se ha limitado a grupos pequeños. Lo que caracteriza al capitalismo no es el mal gusto de las masas, sino el hecho de que estas masas, prósperas gracias al capitalismo, se convirtieron en “consumidores” de literatura (por supuesto, de mala literatura). El mercado del libro está inundado por un aguacero de ficción trivial para los semibárbaros. Pero esto no impide a los grandes autores la creación de obras imperecederas.
Los críticos lloran por la supuesta decadencia de las artes industriales. Comparan, por ejemplo, los antiguos mobiliarios conservados en lo castillos de las familias aristocráticas europeas y en las colecciones de los museos con las cosas baratas fabricadas a gran escala. No se dan cuenta de que esos objetos de coleccionista se hicieron exclusivamente para los pudientes. Los arcones cincelados y las mesas taraceadas no podían encontrarse en las miserables cabañas de los estratos más pobres. Quienes ponen reparos al mobiliario barato del asalariado estadounidense deberían cruzar el Río Grande del Norte y ver las moradas de los peones mexicanos que no tienen ningún mueble. Cuando la industria moderna empezó a proporcionar a las masas la parafernalia de una vida mejor, su principal preocupación era fabricar tan barato como fuera posible sin considerar los valores estéticos. Posteriormente, cuando el progreso del capitalismo había aumentado el nivel de vida de las masas, pasaron poco a poco a fabricar cosas a las que no les falta refinamiento y belleza. Solo el prejuicio romántico puede inducir a un observador a ignorar el hecho de que cada vez más ciudadanos de los países capitalistas viven en un entorno que sencillamente no puede desecharse por feo.