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Salazar: el dictador que se negó a morir

Era un niño pequeño cuando oí hablar por primera vez de Salazar, el dictador portugués. Fue a principios de los años sesenta, cuando empecé a acompañar a mi padre en los viajes por carretera que hacía con nuestra familia una o dos veces al año a Lisboa para visitar y supervisar el funcionamiento de la sucursal portuguesa del negocio de seguros de vida de nuestra familia. Nunca olvidaré la fascinación que estos viajes ejercían sobre mi joven mente: la sensación de aventura que me invadía al recorrer media España con mis padres y hermanos por carreteras en mal estado; nuestras estancias en el Parador de Mérida, uno de los primeros de España (1933); el engorroso y burocrático paso de la frontera con Portugal entre Badajoz y Elvas; y, por último, la llegada a un país diferente, con autopistas e infraestructuras que superaban claramente a las de España en aquella época, cuando (al contrario de lo que ocurre ahora), desde la frontera hasta Lisboa, Cascais y Estoril (donde nos alojábamos habitualmente), Portugal parecía un país más rico, limpio y próspero que el nuestro. Mirando ahora hacia atrás, quizás podría atribuir estas reminiscencias a una imagen idealizada en la mente del niño que era entonces, pero mi padre se esforzaba en explicarnos que poco más de veinte años antes, España había sufrido una sangrienta y destructiva guerra civil, seguida de años de autarquía militarista e intervencionismo económico que difícilmente podían compararse con nada de lo que había ocurrido en Portugal. En definitiva, para que lo entendiéramos, nos dijo que en Portugal mandaba un profesor llamado Salazar que era «mejor y no tan malo» como el general Franco, que había ganado la guerra y mandaba en España. Y aunque, en aquel momento, yo no era capaz de comprender del todo lo que mi padre quería comunicarnos, para mis hermanos y para mí, como niños ingenuos que éramos, se hizo casi inevitable asociar las ideas de Salazar, prosperidad y Portugal. La fascinación que sentíamos por el país es aún más fácil de entender a la luz de dos consideraciones: primero, la explicación de mi padre de que, durante la guerra civil, mi familia había podido sobrevivir en Francia gracias a la lealtad que los de la sucursal portuguesa de nuestra empresa habían mostrado hacia su fundador, mi abuelo, Jesús Huerta Peña; y en segundo lugar, el hecho de que Don Juan de Borbón vivía exiliado en Estoril, y mi padre, que le apoyaba, había sido desde su juventud un gran liberal «monárquico donjuanesco» (y, con sólo dieciocho años, había sido encarcelado durante varios días y multado por Franco por ese mismo motivo). La fascinación que compartíamos mis hermanos y yo se unía a la alegría con la que cada uno recibía, como regalo de nuestro padre y de nuestro abuelo, una pequeña moneda de oro. En aquella época, a diferencia de lo que ocurría en España, donde estaba totalmente prohibido, estas monedas podían adquirirse libremente en las tiendas de metales preciosos que abundaban en muchas calles portuguesas, sobre todo en la «Rua d’Ouro» y en la «Rua da Prata» (calles del oro y de la plata) de la «Baixa» (centro de la ciudad) de Lisboa.

Pasaron los años y, más tarde, como joven adulto, pude seguir de cerca la evolución de nuestro país vecino, sobre todo a partir de los años setenta, con la «Revolución de los Claveles» del 25 de abril de 1974, que instauró la democracia en Portugal y supuso el derrumbe definitivo de cuatro décadas de salazarismo. Durante los años, e incluso décadas, que siguieron a la revolución -años frenéticos de inestabilidad económica y social en los que Portugal coqueteó con el socialismo/comunismo, acosó a su clase empresarial y consumió el capital acumulado durante la etapa anterior- la situación se invirtió radicalmente, y Portugal se convirtió en un país más sombrío y empobrecido que contrastaba cada vez más con la vecina España, cada vez más fuerte y próspera. Durante esos años, se fue formando en mi mente libertaria una imagen borrosa y ambivalente respecto al dictador portugués Salazar: por un lado, rechazaba el «Estado Novo» corporativista y paternalista que había creado; pero, por otro lado, nunca olvidé las palabras que mi padre, un verdadero amante de la libertad, había pronunciado sobre el dictador Salazar.

Esta imagen permaneció en mi mente hasta hace muy poco, cuando, al leer una intrigante reseña en la revista americana Reason, pedí y recibí de Amazon un ejemplar de Salazar: The Dictator Who Refused to Die (Londres: Hurst, 2020) —una biografía y valoración de la vida de António de Oliveira Salazar— escrita por el profesor escocés Tom Gallagher, especializado en la historia política de la Península Ibérica. La lectura de este libro me pareció tan apasionante que, probablemente espoleado por mis recuerdos de la infancia, la experiencia posterior y el genuino afecto que he ido sintiendo a lo largo de los años por Portugal y sus gentes, me leí el libro de corrido en diez días en un estado casi febril de excitación intelectual. Tom Gallagher ha conseguido llenar un vacío intelectual que sentía en mi interior desde hacía tiempo. Casi sin darme cuenta, anhelaba emprender la ardua tarea de investigar en profundidad la historia de Portugal y sus principales figuras, que, empezando por Salazar, explican en qué se ha convertido este gran país hermano a lo largo del último casi siglo. En este sentido, siempre estaré agradecido a Tom Gallagher por haberme ahorrado este esfuerzo con su minuciosa investigación histórica, su análisis y su ponderada valoración de los acontecimientos que recoge en su excelente libro. De hecho, todo el mundo -incluso aquellos que no tienen un interés particular en Portugal- encontrará el libro cautivador y se beneficiará enormemente de su lectura.

Naturalmente, el objetivo de una reseña no es resumir el contenido de un libro, sino esencialmente identificar sus virtudes y sus posibles debilidades y, sobre todo, en su caso, animar a la gente a leerlo. No obstante, voy a tocar un par de puntos que me parecen importantes. En primer lugar, señalaré que Tom Gallagher confirma plenamente que mi padre tenía toda la razón (y de qué manera) cuando compara favorablemente a Salazar con el otro dictador ibérico, Francisco Franco. En segundo lugar, mencionaré las conexiones o puntos de contacto que se pueden encontrar entre Salazar y la escuela austriaca de economía. Aunque Tom Gallagher no menciona este tema, sin duda será de interés para los lectores de esta reseña.

Comenzaré comparando a Salazar con Franco, y la disimilitud no puede ser más sorprendente. Franco fue militar de carrera con el grado de general, y se curtió tanto en la Guerra del Rif como en la Guerra Civil española. En cambio, Salazar nunca fue militar, sino un prestigioso profesor de economía y hacienda pública en la Universidad de Coimbra. En 1928, a la edad de treinta y nueve años, entró por primera vez en el gobierno portugués como ministro de Hacienda (y, de hecho, fue quien, en 1929, autorizó a nuestra compañía de seguros de vida a operar en Portugal). La Junta Militar había recurrido desesperadamente a Salazar con el reto de poner en orden las cuentas públicas, lo que consiguió plenamente. Este éxito le proporcionó un inmenso prestigio político, hasta el punto de convertirse en primer ministro (y adquirir el poder absoluto) en 1933. Así, a diferencia de Franco, Salazar llegó al poder por medios pacíficos, a una edad más temprana (aunque era tres años mayor que Franco), y con una bien ganada reputación como académico y gestor. Gracias a mi amigo Pedro Almeida Jorge, he podido leer detenidamente las obras económicas de Salazar publicadas por el Banco de Portugal y comprobar su (para la época) alto nivel de formación académica y sus convicciones teóricas. Aunque eclécticas en muchos aspectos, éstas le llevaron a ser, a lo largo de su vida, un firme defensor (de nuevo, en fuerte contraste con Franco) del equilibrio presupuestario, de un escudo fuerte (la moneda portuguesa, que siempre fue mucho más fuerte que la peseta española antes de la Revolución de 1974) y del patrón oro. (De hecho, Salazar acumuló 385 toneladas de oro en las reservas del Banco de Portugal, situando a su país entre los primeros del mundo en términos de oro per cápita. A pesar de todas las vicisitudes políticas, Portugal ha conseguido mantener esta posición hasta la actualidad. En este sentido, supera a la vecina España, que, aunque tiene una población y una economía cuatro veces mayor que la de Portugal, tiene unas reservas de oro mucho menores).

A diferencia de Franco, Salazar fue muy crítico con Hitler y Mussolini, nunca pretendió crear un estado totalitario y era muy reacio a ser objeto de un culto a la personalidad. Llevó siempre una vida muy sencilla y austera y se resistió a los honores, monumentos, distinciones y tratos especiales, incluso en su propia parroquia natal (Vimieiro), donde tenía un pequeño viñedo y le gustaba retirarse a cuidarlo en vacaciones. Salazar poseía un gran encanto personal, sabía escuchar, y su capacidad de trabajo y atención al detalle eran admirables. Es cierto que siempre criticó y desconfió de la democracia y que fomentó la creación de un estado gremial corporativista, el «Estado Novo», muy influenciado por la doctrina social que defendía la Iglesia Católica de la época. Sin embargo, los puntos clave de la gestión económica de Salazar eran bastante ortodoxos, aunque sólo fuera (como le gustaba bromear) para que sus alumnos de Coimbra no pudieran decir que no practicaba lo que predicaba. Así, es fácil entender la gran amabilidad y el apoyo que Salazar siempre recibió de los líderes alemanes Adenauer y Erhard, así como del general Charles André Joseph Marie de Gaulle. En el caso de De Gaulle, esta cordialidad se incrementó aún más por la oposición sistemática de Salazar a la política exterior inflacionista del mundo anglosajón en general, y de los Estados Unidos en particular. Por lo tanto, podemos concluir (como señala Tom Gallagher en la página 271, parafraseando a la ex secretaria de Estado de EEUU Madeleine Albright) que Salazar no era un dictador fascista, sino un líder paternalista y autoritario que siempre consideró el nazismo como algo intrínsecamente inmoral.

Si tenemos en cuenta el grado de represión infligido a los opositores políticos, Salazar vuelve a estar en marcado contraste con Franco. En el Portugal de Salazar se había abolido la pena de muerte. De hecho, los que intentaron asesinarle en 1937 volvieron a la vida normal tras cumplir sus condenas. Y aunque en Cabo Verde se mantenía un espantoso campo de concentración para disidentes, al líder del ilegal Partido Comunista Portugués, Álvaro Cunhal, se le permitió, tras su detención y condena a prisión, defender su tesis y doctorarse en la Universidad de Coimbra antes de ser encarcelado. Por otra parte, la PIDE —fuerza de policía política creada por Salazar— ha sido calificada de «terrible», pero tal vez esta descripción esté influida por la propia tendencia portuguesa a la exageración (»A boca do inferno», «O terror dos mares», etc.). Esto parece especialmente probable cuando se pretende comparar a la PIDE con otras agencias mucho más terribles del pasado, como la Stasi, la Gestapo o el KGB. La PIDE fue muy diferente a éstas, no sólo en términos de víctimas, torturas y atrocidades, sino también de eficiencia. Prueba de ello es el chapucero asesinato del general Humberto Delgado y de su secretaria y amante en territorio español por agentes de la PIDE en 1965. Este crimen dio lugar a una condena de apenas ocho años de cárcel para el principal responsable. La sentencia se dictó después de la Revolución de los Claveles y la instauración de la democracia, y el propio tribunal supremo portugués anuló posteriormente la sentencia. Como resultado, el asesino pudo volver del exilio y morir tranquilamente en Portugal. Y la única implicación de Salazar que se pudo probar en todo el asunto fue el intento de encubrir a los autores obstaculizando de todas las maneras a los jueces y fiscales de Franco, con los que, por cierto, y a pesar de las apariencias, Salazar nunca mantuvo unas relaciones verdaderamente fluidas y cordiales.

Sin embargo, en dos áreas, Franco fue quizás un político más astuto que Salazar. En primer lugar, podría mencionar la política de alianzas y la apertura de la España de Franco a los Estados Unidos durante la Guerra Fría. Estos cambios dieron a España un apoyo internacional y un gran impulso económico que, a partir del Plan de Estabilización de 1959, puso a España en la senda de un intenso desarrollo económico. Como resultado, en sólo dos décadas, España superó con creces a Portugal en su nivel de desarrollo económico. Por aquel entonces, el Portugal de Salazar, decidido a mantener sus colonias africanas a cualquier precio, empezó a agotar sus recursos en las guerras coloniales de Angola y Mozambique (guerras que —por increíble que parezca hoy— fueron, de hecho, en gran medida avivadas por Estados Unidos). En segundo lugar, Franco superó a Salazar en el área clave de preparar a su sucesor como jefe de Estado. Al hacerlo, Franco hizo posible una transición a la democracia bajo un monarca que él mismo había nombrado, una transición que ha sido elogiada en todo el mundo por su carácter pacífico y ejemplar. En cambio, Salazar no se molestó en trazar una hoja de ruta para un sucesor o para la llegada pacífica de la democracia a Portugal. Esto explica el ambiente turbulento y revolucionario que durante muchos años, y a diferencia de España, impregnó el restablecimiento de la democracia en el vecino Portugal. No habría sido difícil para Salazar planificar una transición a la democracia siguiendo las líneas descritas, por ejemplo, por F.A. Hayek en el volumen 3 de Derecho, Legislación y Libertad, y hacerlo habría permitido a Salazar coronar su contribución histórica y política a Portugal.

Para terminar, no puedo dejar de mencionar el estimulante relato de las semanas que Ludwig von Mises pasó en Lisboa en el verano de 1940, tras su viaje huyendo de Hitler y de camino al exilio en Estados Unidos. Podemos leer todos los detalles en el libro Mis años con Ludwig von Mises, publicado por su esposa, Margit von Mises, en 1976. Margit nos cuenta que durante esos días, Mises se reunió varias veces con el ministro de economía Moisés Bensabat Amzalak e incluso impartió un seminario en su ministerio y se entrevistó personalmente con el propio Salazar. ¿De qué habrán hablado? Nunca lo sabremos. Pero es muy probable que Mises aprovechara la ocasión para recordarle al siempre paciente y cortés Salazar sus críticas al intervencionismo económico en general y, en particular, a los controles de precios que, a partir de esos años, fueron establecidos por Salazar (con el pretexto de las penurias causadas por la Segunda Guerra Mundial) y produjeron los efectos negativos que tales medidas invariablemente producen. Esto explicaría la aparición pocos años después, en 1944, de una traducción al portugués (del alemán) realizada por el entonces joven y luego camaleónico profesor José Joaquim Teixeira Ribeiro del único artículo de Mises publicado en Portugal (por la Universidad de Coimbra, alma mater de Salazar): el clásico ensayo crítico sobre el intervencionismo que escribió en 1926 y que fue publicado ese mismo año en el Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik.

Las relaciones de Hayek con Salazar son aún más interesantes. Para empezar, Hayek envió a Salazar una carta en 1962 junto con un ejemplar de su libro recién publicado La Constitución de la Libertad y la esperanza de que Salazar encontrara el libro útil para diseñar una constitución democrática para Portugal, que evitara los peores abusos de la democracia: «Este esbozo preliminar de nuevos principios constitucionales puede ayudar [a Salazar] en su esfuerzo por diseñar una constitución a prueba de los abusos de la democracia» (carta contenida en la caja 47, carpeta 29 de los papeles de Hayek archivados en la Institución Hoover, Universidad de Stanford). También está la carta que Hayek publicó en The Times de Londres el 3 de agosto de 1978, titulada «Freedom of Choice», en la que afirma expresamente que ha habido «muchos casos de gobiernos autoritarios bajo los que la libertad personal era más segura que bajo muchas democracias. Nunca he oído nada en contra de los primeros años del primer gobierno del Dr. Salazar en Portugal, y dudo que haya hoy en ninguna democracia de Europa del Este o de los continentes de África, Sudamérica o Asia (con la excepción de Israel, Singapur y Hong Kong), una libertad personal tan bien asegurada como lo estaba entonces en Portugal» (p. 15). Esto puede explicar por qué Portugal, bajo el liderazgo de Salazar, se convirtió en una isla de paz y libertad en Europa durante los oscuros años de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias, y por qué, por ejemplo, Calouste Gulbenkian decidió dejar su fortuna al pueblo y al Estado portugués, en agradecimiento por sus años de exilio y asilo en Lisboa. También puede explicar por qué, como indica Tom Gallagher (p. 270), tan recientemente como en 2007, con la democracia bien establecida en Portugal, Salazar fue elegido (con el 41% de cientos de miles de votos) como la mayor figura portuguesa de la historia por los multitudinarios seguidores de una serie de televisión nacional enormemente popular dedicada a las principales figuras históricas portuguesas ...

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