Los asesinatos de decenas de venezolanos por parte de la administración Trump están provocando indignación en todo el hemisferio occidental. El secretario de Guerra, Pete Hegseth, proclamó recientemente: «Apenas hemos comenzado a matar narco-terroristas». El presidente Trump y Hegseth están cobrando un cheque en blanco para la carnicería que fue escrito años antes por el presidente Barack Obama.
En su discurso de despedida de 2017, Obama se jactó: «Hemos eliminado a decenas de miles de terroristas». Los ataques con drones se multiplicaron por diez bajo el mandato de Obama, lo que contribuyó a alimentar las reacciones contra EEUU en varios países.
Durante su campaña presidencial en 2007, el senador Barack Obama declaró: «Volveremos a dar ejemplo al mundo de que la ley no está sujeta a los caprichos de gobernantes obstinados». Muchos americanos que votaron por Obama en 2008 esperaban un cambio radical en Washington. Sin embargo, desde sus primeras semanas en el cargo, Obama autorizó ataques secretos generalizados contra sospechosos extranjeros, algunos de los cuales acapararon los titulares cuando los drones masacraron a invitados a bodas u otros inocentes.
El 3 de febrero de 2010, Dennis Blair, director de Inteligencia Nacional de Obama, sorprendió a Washington al anunciar que la administración también tenía como objetivo matar a americanos. Blair reveló a un comité del Congreso la nueva norma para las ejecuciones extrajudiciales: «Si ese americano está involucrado en un grupo que intenta atacarnos, si ese americano es una amenaza para otros americanos. No atacamos a personas por su libertad de expresión. Las atacamos por realizar acciones que amenazan a los americanos». Pero «implicado» es un criterio vago, al igual que «acciones que amenazan a los americanos». Blair afirmó que «si creemos que una acción directa implicará matar a un americano, obtenemos un permiso específico para hacerlo». ¿Permiso de quién?
El primer objetivo americano de alto perfil de Obama fue Anwar Awlaki, un clérigo nacido en Nuevo México. Tras los atentados del 9-11, Awlaki fue presentado como un musulmán moderado modelo. El New York Times señaló que Awlaki «concedió entrevistas a los medios de comunicación nacionales, predicó en el Capitolio de Washington y asistió a un desayuno con funcionarios del Pentágono». Se radicalizó después de llegar a la conclusión de que la guerra contra el terrorismo de la administración Bush era en realidad una guerra contra el islam. Después de que el FBI intentara presionarlo para que se convirtiera en informante contra otros musulmanes, Awlaki huyó del país. Llegó a Yemen, donde fue detenido y, según se informa, torturado a instancias del gobierno de los EEUU. Cuando salió de prisión 18 meses después, su actitud había empeorado y sus sermones se habían vuelto más sanguinarios.
Después de que la administración Obama anunciara sus planes de matar a Awlaki, su padre contrató a un abogado para presentar una demanda ante una corte federal. La ACLU se unió a la demanda, con el fin de obligar al gobierno a «revelar el criterio legal que utiliza para incluir a ciudadanos americanos en las listas de personas a eliminar del gobierno». La administración Obama calificó todo el caso como «secreto de Estado». Esto significaba que la administración ni siquiera tenía que explicar por qué la ley federal ya no limitaba sus asesinatos. La administración podría haber acusado a Awlaki de numerosos cargos, pero no quería darle ninguna ventaja en una corte federal.
En septiembre de 2010, el New York Times informó de que «existe un amplio consenso entre el equipo jurídico de la administración en que es legal que el presidente Obama autorice el asesinato de alguien como el Sr. Awlaki». Era reconfortante saber que los altos cargos políticos coincidían en que Obama podía matar a americanos de forma justificada. Pero ese era el mismo «criterio jurídico» que utilizó el equipo de Bush para justificar la tortura.
La administración Obama reivindicó el derecho a matar a ciudadanos de EEUU sin juicio, sin previo aviso y sin que los condenados tuvieran la posibilidad de oponerse legalmente. En noviembre de 2010, el abogado del Departamento de Justicia Douglas Letter anunció en una corte federal que ningún juez tenía autoridad legal para «vigilar» los asesinatos selectivos de Obama. Letter declaró que el programa implicaba «las facultades fundamentales del presidente como comandante en jefe».
Al mes siguiente, el juez federal John Bates desestimó la demanda de la ACLU porque «hay circunstancias en las que la decisión unilateral del Ejecutivo de matar a un ciudadano americano en el extranjero» es «judicialmente irrevisable». Bates declaró que los asesinatos selectivos eran una «cuestión política» fuera de la jurisdicción de la corte. Su deferencia fue sorprendente: ningún juez había presumido jamás que matar a americanos fuera simplemente otra «cuestión política». La postura de la administración Obama «permitiría al ejecutivo una autoridad no revisable para atacar y matar a cualquier ciudadano americano que considere sospechoso de terrorismo en cualquier lugar», según el abogado del Centro para los Derechos Constitucionales, Pardiss Kebriae.
El 30 de septiembre de 2011, un ataque con drones de EEUU mató a Awlaki junto con otro ciudadano americano, Samir Khan, que editaba una revista online de Al Qaeda. Obama se jactó de la operación letal en una base militar más tarde ese mismo día. Unos días después, funcionarios de la administración dieron a un reportero del New York Times extractos del memorándum secreto de 50 páginas del Departamento de Justicia. El Times señaló: «El documento secreto proporcionaba la justificación para [matar a Awlaki] a pesar de una orden ejecutiva que prohíbe los asesinatos, una ley federal contra el asesinato, las protecciones de la Carta de Derechos y varias restricciones de las leyes internacionales de guerra, según personas familiarizadas con el análisis». El caso legal para matar a Awlaki era tan sólido que ni siquiera fue necesario revelarlo al público americano.
Dos semanas después de matar a Awlaki, Obama autorizó un ataque con drones que mató a su hijo y a otras seis personas mientras estaban sentados en una cafetería al aire libre en Yemen. Funcionarios anónimos de la administración aseguraron rápidamente a los medios de comunicación que Abdulrahman Awlaki era un combatiente de Al Qaeda de 21 años y, por lo tanto, un objetivo legítimo. Cuatro días después, el Washington Post publicó un certificado de nacimiento que demostraba que el hijo de Awlaki solo tenía 16 años y había nacido en Denver. El chico tampoco tenía ninguna conexión con Al Qaeda ni con ningún otro grupo terrorista. Robert Gibbs, exsecretario de prensa de la Casa Blanca de Obama y principal asesor de la campaña de reelección de Obama, se encogió de hombros más tarde y dijo que el joven de 16 años debería haber tenido «un padre mucho más responsable».
Independientemente del asesinato de ese niño, los medios de comunicación a menudo describían a Obama y sus drones como infalibles. Una encuesta realizada por el Washington Post unos meses más tarde reveló que el 83 % de los americanos aprobaba la política de asesinatos con drones de Obama. No importaba si los sospechosos de terrorismo eran ciudadanos americanos: el 79 % de los encuestados aprobaba el asesinato preventivo de sus compatriotas, sin necesidad de formalidades judiciales. El Post señaló que «el 77 % de los demócratas liberales respaldan el uso de drones, lo que significa que es poco probable que Obama sufra consecuencias políticas como resultado de su política en este año electoral». Los resultados de la encuesta fueron en gran medida un eco de la propaganda oficial. La mayoría de la gente «sabía» solo lo que el gobierno quería que oyeran sobre los drones. Gracias al secretismo generalizado, los altos funcionarios del gobierno podían matar a quien quisieran y decir lo que les apetecía. El hecho de que el gobierno federal no hubiera podido demostrar más del 90 % de sus acusaciones de terrorismo desde el 9-11 era irrelevante, ya que el presidente era omnisciente.
El 6 de marzo de 2012, el fiscal general Eric Holder, en un discurso sobre los asesinatos selectivos ante un público universitario, declaró: «El debido proceso y el proceso judicial no son lo mismo, especialmente cuando se trata de la seguridad nacional. La Constitución garantiza el debido proceso, no garantiza el proceso judicial». El cómico de televisión Stephen Colbert se burló de Holder: «¿Juicio con jurado, juicio por fuego, piedra, papel o tijera, a quién le importa? El debido proceso solo significa que hay un proceso que se sigue». Uno de los objetivos del debido proceso es permitir que las pruebas se examinen de forma crítica. Pero no hubo oportunidad de desmentir las declaraciones de funcionarios anónimos de la Casa Blanca. Para la administración Obama, el «debido proceso» significaba poco más que recitar ciertas frases en memorandos secretos antes de las ejecuciones.
Holder declaró que los ataques con drones «no son [asesinatos], y el uso de ese término cargado de significado es inapropiado; los asesinatos son homicidios ilegales. En este caso, por las razones que he expuesto, el uso de la fuerza letal por parte del gobierno de los EEUU es en defensa propia». Cualquier eliminación aprobada en secreto por el presidente o sus principales asesores era automáticamente un «homicidio legal». Holder aseguró a los americanos que el Congreso supervisaba el programa de asesinatos selectivos. Pero nadie en el Capitolio exigió una audiencia o una investigación después de que los drones de EEUU mataran a ciudadanos americanos en Yemen. La actitud predominante quedó ejemplificada por el presidente del Comité de Seguridad Nacional de la Cámara de Representantes, Peter King (Republicano por Nueva York): «Los drones no son malvados, las personas son malvadas. Somos una fuerza del bien y utilizamos esos drones para llevar a cabo la política de la justicia y la bondad».
Obama dijo a los asesores de la Casa Blanca que «resulta que se me da muy bien matar gente. No sabía que iba a ser uno de mis puntos fuertes». En abril de 2012, el New York Times obtuvo acceso para realizar un elogioso reportaje sobre las reuniones del «martes del terror» en la Casa Blanca: «Cada semana, más de 100 miembros del extenso aparato de seguridad nacional del Gobierno se reúnen, mediante videoconferencia segura, para examinar minuciosamente las biografías de los sospechosos de terrorismo y recomendar al presidente quién debe ser el próximo en morir». Era un desfile de la muerte en PowerPoint. El Times destacó que Obama seleccionaba personalmente a quién matar a continuación: «El control que ejerce también parece reflejar la sorprendente confianza en sí mismo del Sr. Obama: según varias personas que han trabajado estrechamente con él, cree que su propio criterio debe influir en los ataques». Comentando las revelaciones del Times, el autor Tom Engelhardt observó: «Sin duda nos encontramos en una nueva etapa en la historia de la presidencia imperial, en la que un presidente (o su equipo electoral) reúne a sus ayudantes, asesores y asociados para fomentar una historia destinada a difundir el orgullo colectivo del grupo por la nueva posición de asesino en jefe».
El 23 de mayo de 2013, Obama, en un discurso sobre su programa de asesinatos selectivos en la Universidad Nacional de Defensa en Washington, dijo a sus compatriotas americanos que «sabemos que hay que pagar un precio por la libertad», como permitir que el presidente mate a cualquiera que considere una amenaza para la libertad. El presidente declaró que «antes de llevar a cabo cualquier ataque, debe haber una certeza casi absoluta de que no habrá civiles muertos o heridos, el estándar más alto que podemos establecer».
Dado que casi todos los datos sobre las víctimas eran confidenciales, era difícil demostrar lo contrario. Pero NBC News obtuvo documentos clasificados que revelaban que la CIA a menudo no tenía ni idea de a quién estaba matando. NBC señaló: «Aun admitiendo que se desconocía la identidad de muchas de las personas asesinadas por drones, los documentos de la CIA afirmaban que todos los fallecidos eran combatientes enemigos. La lógicamente es retorcida: si te matamos, entonces eras un combatiente enemigo». Los asesinatos también se exoneran contando «a todos los varones en edad militar en una zona de ataque como combatientes... a menos que haya información explícita que demuestre póstumamente su inocencia». Y los burócratas de EEUU no tienen ningún incentivo para buscar pruebas que revelen sus errores fatales. El New York Times reveló que los «funcionarios antiterroristas de EEUU insisten en que... las personas que se encuentran en una zona de conocida actividad terrorista... probablemente no traman nada bueno». El criterio de «probablemente no traman nada bueno» absolvió casi todos los asesinatos con drones en miles de kilómetros cuadrados de Pakistán, Yemen y Somalia. Daniel Hale, un exanalista de inteligencia de la Fuerza Aérea, filtró información que revelaba que casi el 90 % de las personas asesinadas en ataques con drones no eran los objetivos previstos. El Departamento de Justicia de Biden respondió coaccionando a Hale para que se declarara culpable de «retención y transmisión de información de seguridad nacional», y fue enviado a prisión en 2021.
La inmunidad soberana da derecho a los presidentes a matar con impunidad. O al menos eso es lo que los presidentes han supuesto durante la mayor parte del siglo pasado. Si la administración Trump puede establecer la prerrogativa de matar preventivamente a cualquier persona sospechosa de transportar narcóticos ilícitos, millones de americanos podrían estar en el punto de mira federal. Pero la administración Trump ya está teniendo problemas para mantener el secreto total debido a las controversias sobre quién ordenó los presuntos crímenes de guerra. ¿Acabará la carnicería antidroga de Trump torpedeando a su querido secretario de Guerra Hegseth y su propia credibilidad ante el Congreso, el poder judicial y cientos de millones de americanos que no consideran las declaraciones de la Casa Blanca como revelaciones divinas transmitidas desde el monte Sinaí?