La Primera Guerra Mundial tiene un significado especial en la historia de la economía austriaca. No solo simbolizó el triunfo del militarismo y el nacionalismo sobre el demasiado corto florecimiento del liberalismo, sino que también sembró las semillas de fascismo, el socialismo y la Segunda Guerra Mundial que acabaron obligando a la emigración de los austriacos de su propio país. Los primeros austriacos fueron testigos directos de la Gran Guerra y Mises escribió sobre ella con detalle en uno de sus primeros libros, Nación, estado y economía (1919), en el que trataba de explicar las causas ideológicas y económicas del conflicto.
Sin embargo, más allá de sus consecuencias globales, la guerra también tuvo importancia personal para los austriacos, muchos de los cuales tomaron parte activa en ella a través del trabajo público o el servicio militar. De hecho, los economistas asociados con la Escuela Austriaca estuvieron implicados en la guerra en ambos lados. Sus experiencias en ella no se explican mucho, comparadas con su trabajo intelectual, pero aun así les influyeron profundamente y ayudaron a determinar la fortuna de la Escuela Austriaca.
Los primeros austriacos
En 1914, la escuela austriaca estaba pasando de liderazgo de Menger, Böhm-Bawerk y Wieser a una nueva generación inspirada por economistas más jóvenes como Mises y Schumpeter. Menger, aunque todavía vivo, estaba jubilado y vivía tranquilamente y Böhm-Bawerk murió varias semanas después del inicio de las hostilidades. Así que, de entre los fundadores, solo Wieser fue capaz de tener un papel la guerra. Eso es lo que hizo y, entre otras tareas públicas, fue ministro de comercio en el gobierno austriaco hasta el final del conflicto (Schulak y Unterköfler, 2011, p. 42).
Muchos de los primeros alumnos menos conocidos de Menger eran también demasiado viejos para servicio militar, pero varios (incluyendo a Gustav Gross, Viktor Mataja y Eugen Schwiedland) resultaron útiles al gobierno ayudando en su planificación económica y administración pública en tiempo de guerra (Schulak y Unterköfler, 2011, pp. 54-59). Esto presagiaba la Segunda Guerra Mundial, en la que los economistas asumieron múltiples papeles en la planificación nacional y ayudaron así a dar forma a la profesión económica moderna. En el otro lado del Atlántico, el economista estadounidense Frank Fetter ofrecía un caso ligeramente distinto: sus creencias cuáqueras le impedían desempeñar parte activa en el conflicto, así que en su lugar trabajó durante varios años para el Servicio de la Comunidad de Campos de Guerra, una organización en apoyo de las tropas.
Ludwig von Mises
Varios economistas austriacos más jóvenes estuvieron implicados en el servicio militar activo, incluyendo a Mises. Aunque se oponía con vigor a las crecientes mareas del nacionalismo y colectivismo, creía que no había otra alternativa que tomar las armas en defensa de Austria-Hungría en contra de Rusia. Fue reclutado en la movilización general de agosto de 1914, aceptando el rango de teniente (y luego capitán) en la artillería (la mayoría de los austriacos que presenciaron acciones de guerra sirvieron en la artillería).
Los primeros meses de la guerra fueron particularmente difíciles, ya que el ejército austriaco pronto se vio trabado en una campaña dilatoria contra los rusos. Mises vio por sí mismo la muerte y la destrucción de la guerra, ya que él y su unidad estuvieron expuestos al enemigo y a los elementos durante varios extenuantes meses. Las condiciones de vida eran también complicadas y presagiaban las del frente occidental:
La batería de Mises tenía que cambiar constantemente de posición, a menudo bajo el fuego. Se produjeron fuertes lluvias, que dificultaban sus movimientos y resultó que los uniformes k.u.k. no eran impermeables. No había esperanza D socorro a corto plazo de la burocracia militar, así que Mises recurrió a la iniciativa privada: hizo que su madre enviara ropas para sus hombres. (Hülsmann, 2007, p. 260)
Después de meses de batalla, Mises abandonó el frente en 1915, con una lesión en la cadera, recibiendo dos menciones por su rendimiento ante el enemigo y varias otras medallas. Dedicó buena parte del resto del conflicto a trabajar para el ministerio de guerra en Viena. Sin embargo, vio de nuevo acción en el frente oriental de Rumanía en 1916-17, después de lo cual fue enviado al frente del sur en Italia. Allí sus problemas eran menos los peligros de la batalla y más las terribles condiciones de vida en las congeladas tierras montañosas (Hülsmann, 2007, pp. 257-298).
F. A. Hayek
F.A. Hayek no tenía ni siquiera dieciocho años cuando se unió a un regimiento de artillería de campo en 1917 y, después de varios meses de formación, fue enviado al frente italiano. Posteriormente comentaría que aunque no tenía ninguna “aptitud natural” para el trabajo, siguió estando de entre los mejores cadetes de su grupo (Hayek, 1994, pp. 45-47). En Italia se perdió la batalla de Caporetto y pasó un año relativamente tranquilo cerca del río Piave, hasta que el ejército austriaco se derrumbó en octubre de 1918 y empezó a retirarse. Entonces Hayek experimentó sus propios peligros reales. Por ejemplo, durante una marcha, se le obligó a ir al frente de la vanguardia y luego atacar una ametralladora. Hayek dice que la ametralladora había desaparecido para cuando él y sus hombres la alcanzaron, pero que la operación fue en todo caso una “experiencia desagradable”.
Contrajo malaria durante la retirada, lo que hizo que acabara su contribución en la guerra. Sin embargo, la experiencia sí le dejó una impresión duradera: de hecho, Hayek atribuía su interés por las ciencias sociales a su tiempo en el ejército. Como explicaba:
Creo que la influencia decisiva fue realmente la Primera Guerra Mundial, particularmente la experiencia de formar parte de un ejército multinacional, el ejército austrohúngaro. Es entonces cuando vi, más o menos, al gran imperio derrumbarse por el problema nacionalista. Estuve en una batalla en la que se hablaban once idiomas distintos. Esto tiene que atraer tu atención hacia los problemas de la organización política. (Hayek, 1994, p. 48)
Lionel Robbins
El futuro amigo y colega de Hayek, Lionel Robbins, también luchó en la guerra, aunque naturalmente en el otro bando. De todos los economistas austriacos, su relato de sus experiencias bélicas es realmente el más detallado (Robbins, 1971, pp. 33-53). Robbins provenía de una familia liberal que creía, como muchos, que los avances de la sociedad moderna estaban haciendo imposible la guerra. La sorpresa de esta afectó gravemente a su visión optimista del mundo. Robbins recordaba posteriormente un día a principios del verano de 1914, cuando “tenía la sensación de que algo se estaba quebrando y derrumbando, de la desaparición una base sólida para la vida y las previsiones y que no iba a restablecerse nunca” (Robbins, 1971, p. 34).
Sin embargo, ansioso por tomar parte, Robbins consiguió alistarse a pesar de estar por debajo de la edad legal y acabó siendo enviado a Francia como segundo teniente de artillería. Pronto llegó al saliente de Ypres, después de que se hubiera acabado la batalla principal, pero a tiempo para ver sus espantosas consecuencias:
Una extensión llana y desolada de cráteres llenos de agua, ruinas, pasarelas y barro. Barro sin fin, barro contaminado donde los mejores cerebros, con sus excepciones, del personal general no podían pensar en una mejor manera de ganar la guerra que mandar a la flor de la juventud británica contra las alambradas y ametralladoras para perecer ahogándose los pantanos (…) No sorprende que lo que ha quedado de mi generación tienda a ser cínica. (Robbins, 1971, pp. 46-47)
Su verdadero un “bautismo de miedo” se produjo una noche en que su unidad sufrió un fuerte bombardeo y después de luchar intensamente por ayudar a un amigo herido, se encontró cubierto por la sangre y los sesos del hombre.
Los acontecimientos empeoraron a partir de aquí. La posición de Robbins fue superada durante la ofensiva alemana de marzo de 1918 y, junto con su unidad, perdió contacto con el puesto de mando durante tres días mientras se veían obligados a retirarse. Al tercer día, al volver de una misión de reconocimiento, su grupo quedó expuesto al fuego de tiradores alemanes y Robbins fue herido en el brazo. Volvió a Inglaterra y acabó recuperándose completamente, al contrario que muchos otros de su generación.
Robbins se convertiría en un firme defensor de la paz, especialmente en el periodo de entreguerras. Sin embargo, en sus últimos años reflexionaba sobre su tiempo en la guerra y llegaba una conclusión sorprendente:
La guerra de trincheras, sentarse esperando a que te maten (…) nunca pudo enseñarme que la guerra, la guerra en movimiento, puede ser excitante e incluso disfrutable, por muy desagradable que sea al mirar atrás. Pudo decir honradamente que disfrute cada minuto y que cuando finalmente fui herido y tuve que abandonar el campo de batalla, tuve una sensación de amarga privación. Indudablemente esto se debió en parte al mero alivio frente a la espera de lo desconocido: era algo tangible. Pero en parte, estoy seguro, se perdía algo mucho más profundo: el atractivo intelectual y emocional de ciertos tipos de guerra como tales. Indudablemente me permitió entender (…) por qué la guerra, con todos sus horrores e injusticias y su peligro para toda la civilización, ha seguido persistiendo tanto tiempo. Si las guerras hubieran sido guerras de trincheras del tipo del saliente de Ypres, es seguro que podríamos decir que habrían sido eliminadas hace mucho tiempo: el espíritu del hombre no habría encontrado nada atractivo en ellas, nada más que pura mugre. Es porque la mayoría de las guerras ha habido un elemento de aventura, de juego, de algo que estira todos los poderes del valor y la resolución hasta el máximo, por lo que la costumbre ha persistido tanto tiempo. (Robbins, 1971, p. 51)
Dados los horrores de los que fue testigo, sus comentarios podrían parecer sorprendentes; sin embargo, proporcionan una serena observación acerca de la guerra. Es decir, entender el poder de los estados para organizar la destrucción masiva de la vida humana e instilarla un tipo de atractivo primitivo es vital para explicar el cataclismo de la Primera Guerra Mundial (y de la guerra en general) y para impedir guerras futuras. Sobre los millones que murieron víctimas de ese poder, Hunt Tooley lo explicó de la mejor manera posible: “El estado no los merecía”.