Hasta junio de 2025, Bolivia se enfrentaba de nuevo a una crisis demasiado familiar: interminables colas para comprar gasolina que se extendían durante horas por las principales ciudades, distribución racionada de gasóleo y precios en el mercado negro que se disparaban muy por encima de la tarifa oficial. Funcionarios del gobierno dicen que se trata de una «escasez temporal» causada por retrasos logísticos. Pero los bolivianos que hacen cola durante tres horas bajo el sol saben que no es así. No se trata de una crisis del transporte, sino de una crisis de planificación central.
Sin inmutarse ante la realidad, el gobierno insiste en que «Hemos hecho todos los esfuerzos, y a partir del lunes 26 de mayo regularemos totalmente el abastecimiento de combustible». A pesar de ello, la escasez sigue muy presente después del 26. El gobierno culpa a todos menos a sí mismo: desde los «malvados especuladores» hasta las mareas. Pero la verdad es dolorosamente obvia para cualquiera que entienda de economía básica: cuando el precio de un bien se fija por debajo de los niveles de equilibrio del mercado y el acceso se regula políticamente, la demanda supera a la oferta. ¿Cuál es el resultado? Escasez artificial, caos burocrático y sufrimiento del ciudadano de a pie.
Una bomba de relojería subvencionada
El gobierno de Evo Morales nacionalizó el sector de los hidrocarburos de Bolivia en 2006 con el Decreto Supremo 28701, recuperando el control casi total de las industrias del gas natural y el petróleo del país. Durante años, el Estado alimentó su creciente déficit con las exportaciones de gas natural, sin realizar nuevas exploraciones, sin incentivos privados para mantener la eficiencia de la industria y sin planificación a largo plazo. Incluso el presidente Arce dijo lo siguiente:
En 14 años (del gobierno de Morales), no se habían perforado más de cuatro pozos exploratorios de gas en el país, ninguno de ellos exitoso, y agregó que la nación «se había estado comiendo su gas».
Y no es de extrañar que con el tiempo, las reservas de gas natural —que habían estado alimentando el gasto insostenible e ineficiente del gobierno durante años— se agotaran.
Esto nos lleva al problema de los precios subvencionados. Bolivia ha subvencionado el combustible durante décadas. El gobierno importa gasolina y gasóleo refinados, los vende en el país a un precio bajo fijo y absorbe la diferencia. De hecho, una nota oficial del gobierno señalaba que gastaron alrededor de 2.000 millones de dólares en subvenciones a los combustibles en 2023.
Durante años, las elevadas exportaciones de gas natural pagaron esta indulgencia política. Pero ahora que el dinero se ha acabado y el gas natural se ha agotado, es el pueblo quien paga las consecuencias.
El gobierno pretende que puede mantener los controles de precios para siempre, pero la realidad tiene una forma de ponerse al día. Las reservas de divisas del banco central están casi agotadas. El boliviano cotiza oficialmente a 6,96 por dólar, pero en el mercado negro ya roza los 17-20 dólares. A medida que el gobierno se queda sin dólares para importar combustible, la escasez se agudiza. Ludwig von Mises lo advirtió:
La economía no dice que la interferencia aislada del gobierno en los precios de una sola mercancía o de unas pocas sea injusta, mala o inviable. Dice que tal interferencia produce resultados contrarios a su propósito, que empeora las condiciones, no las mejora, desde el punto de vista del gobierno y de quienes respaldan su interferencia.
Precios máximos y cobardía política
En un mercado libre, el aumento de los precios señalaría la escasez, incentivaría las importaciones y asignaría el combustible a quienes más lo valoran. Pero el gobierno de Bolivia prefiere sacrificar la economía a perder la cara, en lugar de arreglar la causa, los políticos atacan los síntomas.
En lugar de liberalizar los mercados de combustible o levantar las restricciones, el gobierno culpa a los acaparadores, contrabandistas y «neoliberales». Con constantes disculpas, ninguna solución y muchas excusas, el gobierno se niega a ver el meollo del problema. El ministro de Hidrocarburos lamentó los «Factores adversos, la especulación, que genera psicosis, porque hay conductores que, aún con un cuarto o medio tanque de combustible, van a las estaciones, y eso afecta la normalización del abastecimiento.» Y, claro, ahora estar en incertidumbre económica, no poder manejar al trabajo o tener que hacer 3 horas de fila para poder conseguir gasolina es «psicosis».
Los especuladores —chivos expiatorios de las autoridades— no son villanos sino agentes necesarios del ajuste. Sus acciones no sólo son naturales, sino que son una señal necesaria de los precios reales y las limitaciones de la oferta. Los precios del mercado negro aumentan y la gasolina se revende a precios más altos. En un mercado libre, no constreñido por el Estado, éste sería el sistema natural de señalización, a medida que los precios aumentan la oferta les sigue. Pero con un sistema que no tiene libre importación de combustibles, cuando el único aumento de la oferta puede venir de un gobierno que no tiene dinero para comprar e importar combustible, el sistema natural de señalización de los precios es condenado como «especulación maligna» y «psicosis» cuando en realidad es el mercado el que grita por un cambio.
Las autoridades incluso culpan a las mareas oceánicas y al clima de los irregulares y retrasados envíos de combustible. El gerente de YPFB (Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos) declaró:
Se hizo un primer intento, pero la corriente oceánica y los vientos impidieron que el buque se posicionara de forma adecuada y segura. Se hicieron dos intentos más que permitieron posicionar la embarcación de manera segura para poder conectar los accesorios a tierra y transportar el combustible a los tanques de la ciudad.
Cuando el régimen echa la culpa al mar, sabes que la burocracia está funcionando a toda máquina.
Una crisis de control, no de capacidad
Para los bolivianos, este caos no es teórico. Es la madre que espera cuatro horas para llenar un depósito y poder llevar a su hijo al colegio. Es el taxista que pierde el salario de un día en la cola. Es el agricultor cuyos productos se pudren mientras espera el gasóleo para transportarlos. No se trata sólo de ineficacia, sino de robo de tiempo, energía y dignidad humana.
La crisis de la gasolina en Bolivia no se debe a la falta de combustible. Se debe a la falta de libertad. El Estado insiste en gestionar el suministro, controlar los precios y dictar quién recibe qué. Pero cuanto más aprieta, más se desmorona el sistema.
En una crisis económica cada vez más grave, con una inflación que se acelera y una escasez múltiple, la imposibilidad de conseguir combustible básico se convierte en un síntoma más del derrumbe del sistema socialista.
Sólo hay una solución a largo plazo: liberalizar las importaciones de combustible, eliminar los controles de precios y dejar que los mercados hagan lo que los gobiernos no pueden —coordinar eficazmente la oferta y la demanda. Hasta entonces, Bolivia seguirá atrapada en un ciclo de intervención, crisis y decadencia. Como escribió Henry Hazlitt en «Los peligros de los controles de precios»:
La fijación de precios y salarios hace daño incluso si no hay inflación. En una economía libre, los precios cambian constantemente. Cambian para reflejar los cambios en la oferta y la demanda, en los costes y en cientos de otras condiciones. Algunos precios suben, otros bajan. Si se hace un esfuerzo por congelar estos precios, salarios y costes exactamente donde están, se altera inmediatamente la relación de precios y márgenes de beneficio comparativos que decide qué cosas se fabricarán y en qué cantidades. Altera el proceso por el que el libre mercado decide cómo se van a fabricar miles de productos y servicios diferentes en las proporciones en que la gente los quiere.
Las colas en las gasolineras de Bolivia no son un misterio. Son el resultado previsible de la mala economía, la cobardía populista y la ilusión socialista. Cuanto antes abandone el país estos mitos, antes podrá empezar a reconstruirse.