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El fin del socialismo boliviano: ¿Libertad o estatismo renovado?

El 17 de agosto de 2025 marca el fin de una era: por primera vez en dos décadas, el MAS (Movimiento al Socialismo) ha quedado excluido de la segunda vuelta presidencial. El país se dirige ahora a una segunda vuelta en octubre 19 entre Rodrigo Paz del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y Jorge «Tuto» Quiroga de la alianza Libertad y Democracia (Libre), tras una primera vuelta que castigó al socialismo estatista por la inflación, la escasez de combustible y el agotamiento del viejo modelo rentista y criminal.

No se trata de una percepción. Los resultados oficiales preliminares de y la cobertura internacional unánime, con más del 90% de las papeletas escrutadas, muestran que Paz lideraba con algo más del 32%, Quiroga quedaba segundo con el 27%, forzando una segunda vuelta y poniendo fin simbólicamente a 20 años de hegemonía del MAS. El candidato oficial del MAS, Eduardo del Castillo, apenas obtuvo el 3,2%, Andrónico Rodríguez —considerado por muchos el sucesor de Evo Morales— alrededor del 8%, y Samuel Doria Medina, vicepresidente de la Internacional Socialista, aproximadamente el 20%.

Se trataba de una ruptura histórica: el socialismo había gobernado durante los últimos 20 años. El propio Evo Morales —descalificado y escondido como prófugo— llamó a los electores a votar nulo, intentando apropiarse de un bloque de votos que no eran suyos. Pero ni siquiera este voto alcanzó el 20%. En otras palabras, aunque todos los votos nulos hubieran sido para Morales, éste no habría alcanzado el tercer lugar.

El MAS no perdió por un «golpe mediático», sino por la realidad económica. Décadas de despilfarro, corrupción y crímenes contra los bolivianos de a pie cansaron a los ciudadanos de las políticas izquierdistas que trajeron una inflación de dos dígitos, un mercado paralelo del dólar y escasez de combustible. El castigo en las urnas y la deserción de sus bases sellaron una derrota histórica. Las crónicas del día de las elecciones fueron inequívocas: la era del MAS ha terminado; la segunda vuelta es Paz contra Tuto.

Para el observador casual, esto puede sonar como un giro hacia el liberalismo. Sin embargo, debemos detenernos a considerar quién está preparado para entrar en el gobierno, porque hay un largo camino entre derrotar al socialismo y abrazar la libertad. El régimen criminal socialista se ha derrumbado, y eso merece un aplauso. Pero la pregunta crucial sigue siendo: ¿qué viene ahora?

¿Qué proponen los finalistas?

Rodrigo Paz ha sido la gran sorpresa de las elecciones: un candidato que hace unos meses apenas alcanzaba el 5% en las encuestas y que ahora aparece en primer lugar. Hijo del ex presidente Jaime Paz Zamora, se le ha situado varias veces en el centro-izquierda o en el centro-derecha, aunque su discurso busca trascender las etiquetas. Su plan de gobierno, apodado «Agenda 50/50», se presenta como una cruzada contra el «Estado tranca», aparato centralista al que culpa de la parálisis económica. Promete racionalizar el gasto con una norma de déficit cero para los gobiernos subnacionales, congelar las nuevas contrataciones a nivel central y poner fin a las empresas públicas que operan con pérdidas. También aboga por simplificar el régimen fiscal de las pequeñas empresas, sustituir las licencias y permisos burocráticos por declaraciones juradas y liberalizar las exportaciones.

Propone además ajustar los precios de los carburantes para reducir el déficit, unificar el tipo de cambio mediante un «Fondo de Estabilización Monetaria» financiado por bancos multilaterales y la «regularización de activos», y fomentar las pequeñas y medianas empresas mediante créditos e incentivos fiscales. Su plan también menciona la lucha contra el contrabando, la formalización del empleo, el aumento progresivo de los salarios, la inversión sostenida en investigación y desarrollo y la explotación de nuevos yacimientos estratégicos.

En su retórica, Paz complementa estas ideas con un guiño al sector informal, que estima en el 85% de la economía. Reconoce que la persecución fiscal y las marañas regulatorias han empujado a millones de personas fuera de la legalidad, y dice querer una «formalidad barata» que reduzca trámites y elimine barreras en lugar de criminalizar a los pequeños productores. Lo ha resumido bajo el lema «Capitalismo para todos»: acabar con las aduanas corruptas, abaratar la entrada en el sistema y ampliar las oportunidades de los comerciantes y transportistas marginados. De este modo pretende distinguirse de Quiroga, subrayando que no recurrirá al FMI, sino que reordenará las finanzas internas reduciendo el peso del Estado y descentralizando competencias.

Sin embargo, detrás de este discurso modernizador persisten contradicciones fundamentales. El núcleo de su plan sigue siendo estatista. El llamado «Fondo de Estabilización Monetaria» no es más que un nuevo disfraz del control de cambios. Unificar el tipo de cambio por decreto es una ilusión, que traslada las distorsiones del banco central a la deuda con los bancos multilaterales. La verdadera estabilidad sólo puede venir de la liberación del mercado de divisas y del fin de la expansión monetaria. Del mismo modo, su política de subvenciones a los carburantes evita el único remedio real: la liberalización inmediata de los precios y un fuerte recorte del gasto que desangra miles de millones. Habla de gradualismo, cuando lo que se necesita es cirugía de mercado. Sus propuestas de inversión estatal en sanidad, deportes o innovación no son una ruptura con el modelo del MAS, sino su continuación con ropaje tecnocrático: todo hospital estatal es presa de la corrupción, todo incentivo fiscal «selectivo» es un privilegio arbitrario y todo programa de innovación se convierte en despilfarro improductivo.

En resumen, Rodrigo Paz ofrece un Estado más ordenado, más descentralizado y quizá menos grotescamente corrupto que el del MAS, pero no un Estado más pequeño. No propone privatizaciones, liberalización inmediata de precios ni recortes drásticos del gasto. Su única mención a la inflación es una vaga promesa de «restablecer los equilibrios macroeconómicos para detener el deterioro del poder adquisitivo de la moneda». Su «Agenda 50/50» contiene tímidos pasos hacia unas condiciones más libres —liberalización de las exportaciones, recortes en las empresas públicas deficitarias, simplificación fiscal—, pero su núcleo sigue siendo estatista. En el mejor de los casos, su victoria significaría un alivio parcial del desastre socialista; en el peor, otro ciclo de vagas promesas que posponen las reformas estructurales que Bolivia necesita urgentemente.

Jorge «Tuto» Quiroga

Jorge «Tuto» Quiroga —ex presidente de Bolivia y candidato de la alianza Libre— se presenta como el rostro de la «seriedad económica» frente al caos del MAS. Su programa comienza reconociendo una triple crisis —balanza de pagos, déficit fiscal y colapso energético— y llama a un giro hacia la disciplina con apoyo externo. Propone un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional de entre 2.000 y 4.000 millones de dólares, junto con la reestructuración de la deuda y la reanudación de los desembolsos internacionales. Su objetivo declarado es reducir el déficit de al 3% del PIB sin recurrir al banco central, restaurando su independencia y prohibiéndole financiar al Tesoro, una ruptura brusca con la práctica socialista.

En cuanto a la política cambiaria, Quiroga aboga por un sistema de «Bolsín»: un tipo de cambio único, real y flexible, fijado por la oferta y la demanda en lugar de la manipulación del banco central. Esto significaría dejar que el boliviano encuentre su verdadero valor —hoy apuntalado por unas reservas que ya no existen— y liberalizar el mercado de divisas, poniendo fin a la persecución de los ciudadanos que compran dólares en el mercado paralelo. En un contexto de inflación reprimida, estas medidas podrían restablecer cierta confianza monetaria.

Otro eje central es la reforma energética. Quiroga reconoce el colapso del modelo gasífero y propone atraer la inversión privada en hidrocarburos mediante contratos de servicios y estabilidad jurídica. También promete desmantelar gradualmente los subsidios a la importación de combustibles, sustituyéndolos por un esquema de «propiedad popular» y bonos de compensación temporal. En electricidad y telecomunicaciones, propone privatizaciones parciales de ENDE y ENTEL bajo esquemas mixtos, manteniendo la participación estatal. Además, aboga por la renegociación de la deuda y nuevas líneas de crédito para infraestructuras y transición energética.

En el lado positivo, reconocer que el banco central no debe financiar al gobierno y liberalizar el tipo de cambio son rupturas saludables con el socialismo. La apertura de los hidrocarburos al capital privado podría reactivar la inversión y frenar el declive de la producción. Sin embargo, su disciplina fiscal se basa en la deuda externa y no en recortes reales del gasto, limitándose a cambiar los impuestos sobre la inflación por impuestos futuros. Vivir perpetuamente de la deuda equivale a vivir de una tarjeta de crédito. El acuerdo con el FMI proporcionaría liquidez temporal a costa de nuevos impuestos y regulaciones, el clásico paquete tecnocrático que pospone las reformas profundas. Lo mismo ocurre con los subsidios: al desmantelarlos sólo gradualmente y con bonos compensatorios, se arriesga a perpetuar tanto los subsidios como el nuevo gasto.

Su plan de «propiedad popular» es otra contradicción. Comercializado como inclusivo, no es más que un eufemismo para mantener las empresas estatales bajo control político, distribuyendo acciones simbólicas que no confieren ni poder de decisión ni auténtica propiedad. El ciudadano recibe un trozo de papel, pero el burócrata mantiene el control. Es la lógica paternalista del socialismo, reenvasada para crear la ilusión de la propiedad privada.

En resumen, Quiroga ofrece un programa macroeconómico más coherente que Paz, pero sigue atrapado en la idea de un Estado fuerte que administre la transición. Su discurso es conservador y keynesiano, estancado en el fracaso gradual. No liberalizará inmediatamente los precios de los combustibles ni desmantelará la red de controles que estrangula a los empresarios. En el mejor de los casos, Bolivia obtendría un respiro temporal y una gestión más seria; en el peor, otro ciclo de deuda, subsidios encubiertos y estatismo reformista.

El fin del mito

Bolivia no ha «virado a la derecha». Ha vuelto al sentido común. Quince años de controles de precios, empresas estatales «estratégicas» y un banco central al servicio del Tesoro acabaron como siempre: con colas, mercados negros y desindustrialización bajo tipos de cambio ficticios. Las elecciones lo dejaron claro: cuando la realidad se vuelve innegociable, la narrativa se derrumba. El 19 de octubre decidirá qué tan rápido Bolivia escapa del pantano.

Con Paz, un reordenamiento administrativo que contiene los daños pero ignora la inflación galopante. Con Quiroga, una corrección monetaria y cambiaria más aguda, pero con la tentación del endeudamiento y el fuerte estatismo.

El socialismo ha terminado; el estatismo, tal vez no. Si Bolivia quiere de verdad el liberalismo, debe liberalizar los precios, vender las empresas estatales y devolver el dinero al mercado. El camino del medio conduce inevitablemente al socialismo.

El 17 de agosto se selló la tumba del MAS en Bolivia. Dos décadas de despilfarro, persecución y mentiras se derrumbaron en una implosión electoral que antes parecía imposible. El MAS cayó de la hegemonía absoluta a una fuerza marginal, y Evo Morales quedó reducido a un espectro que no puede revivir su proyecto criminal ni con votos nulos. Hay que celebrar esa derrota.

Pero la muerte del socialismo no significa que Bolivia sea libre. La segunda vuelta de octubre no es libertad contra estatismo, sino dos variantes de la misma enfermedad. Rodrigo Paz ofrece un Estado más ordenado, pero igual de grande, con subsidios encubiertos y dirigismo tecnocrático. Tuto Quiroga promete disciplina y apertura parcial, pero bajo tutela del FMI, subsidios «graduales» y empresas estatales rebautizadas. Ninguno se atreve a decir lo que la realidad exige.

La lección es clara: sin precios libres, no hay cálculo económico; sin propiedad privada, no hay inversión sostenible; sin límites al poder político, no hay verdadera prosperidad. Ni Paz ni Quiroga cuestionan estos fundamentos. Ambos buscan administrar mejor un aparato fallido que debería ser desmantelado.

La caída del socialismo abre una oportunidad histórica, pero sólo si entendemos que la verdadera alternativa no es un nuevo gestor de un proyecto fracasado, sino su desmantelamiento. Bolivia debe devolver a su pueblo la libertad de producir e intercambiar sin permisos ni privilegios. Esa es la única transición real: del control a la libertad.

Conviene subrayar que este análisis se basa en propuestas formales y en el discurso de los primeros días de campaña. De camino a la segunda vuelta, es probable que ambos candidatos adapten sus mensajes, cambien sus prioridades o negocien alianzas que reconfiguren sus programas. Sin embargo, más allá de los cambios tácticos, la pregunta más profunda sigue siendo: ¿seguirá Bolivia atrapada en un Estado omnipresente, o abrirá por fin un espacio para la libertad económica real?

El socialismo ha muerto. El estatismo sigue vivo. Y ésa es la batalla que queda por librar.

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