Se han propuesto muchas ideas estúpidas en nombre del libertarismo. Ayn Rand, que incubó más de una de ellas, apoyó infamemente las patentes y los derechos de autor —ejemplos por excelencia de la interferencia estatista en el libre mercado.
Se ha dicho que Rand es la novelista favorita de Donald Trump y El Manantial su novela favorita. Es casi seguro que eso no es cierto, pero si Trump ha leído El manantial, entonces hay muchas razones para suponer que lo disfrutó enormemente, en particular «esa» escena. El segundo mandato de Trump como presidente de los Estados Unidos está aún en pañales, pero sus ataques a la libertad en todo el mundo ya han dejado un legado de vergüenza perdurable. Después de que desatara un aluvión de aranceles en honor del «Día de la Liberación» —un evento que «liberó» billones de dólares de valor de los mercados de valores—, es tentador argumentar que de todas las ideas estúpidas propuestas por los libertarios, la más estúpida de todas debe ser cualquier sugerencia de que hay un «caso libertario para Trump».
Los libertarios nunca deberían olvidar que hay algo mucho más odioso que el poder de Trump para diezmar los mercados: su mando de un arsenal nuclear capaz de destruir toda la vida en la Tierra.
Una sola arma nuclear puede matar a millones de inocentes. Las estimaciones actuales sitúan el número de cabezas nucleares americanos en miles, mantenidas en forma y listas para su despliegue activo por los perversamente mal llamados «Programas de Extensión de Vida» de la Administración Nacional de Seguridad Nuclear. Si algo cuenta como el artículo libertario más estúpido de todos, sería uno que promoviera la idea del armamento nuclear como garante de la libertad, en lugar de lo que claramente es: un instrumento de muerte y destrucción indiscriminadas.
Esto me lleva a mi nominado para la disputada distinción del artículo libertario más estúpido jamás escrito: «Armas nucleares: ¿Proliferación o monopolio?», de Bertrand Lemennicier.
El tema central del artículo resulta evidente ya desde el título. El profesor Lemmencier ve un mundo en crisis, enfrentado a una fatídica elección entre dos futuros fundamentalmente diferentes: uno en el que las armas nucleares permanecen en manos de una élite de pocas naciones o uno en el que se han «democratizado», según su forma deliberadamente provocativa de expresarlo.
Error nº 1
Cuento al menos cinco errores en el argumento general de Lemmencier, y el primero de ellos es la forma en que plantea la cuestión. Establece una falsa dicotomía, en la que la única «elección» que tenemos es entre un mundo con unos pocos estados nucleares y un mundo con muchos estados nucleares. Su subtítulo —«¿Proliferación o monopolio?»— descarta implícitamente una tercera opción: el desarme nuclear. Tanto si esa opción es realista como si no, no hay justificación para descartarla desde el principio. Los libertarios nunca deberían descartar la posibilidad de convertir las espadas en arados.
Preservar esa posibilidad resulta aún más importante si se tiene en cuenta que las dos únicas opciones que Lemmencier permite se reducen esencialmente a una sola. Subraya repetidamente que un «cártel» de Estados nucleares —como todos los cárteles— es intrínsecamente inestable, pues da lugar a una estructura de incentivos que anima a cada uno de sus miembros a engañar al sistema. Por tanto, en última instancia, Lemmencier no ve ninguna alternativa duradera a la proliferación nuclear. De hecho, sostiene explícitamente que, a medida que disminuyan los costes de desarrollo de las armas nucleares, será «más necesario» que los Estados no nucleares las posean. Para un libertario, sin embargo, no es necesario ni deseable que existan Estados, y mucho menos que estén armados con armas de destrucción masiva.
Error nº 2
En segundo lugar, Lemmencier asume acríticamente que las armas nucleares pueden desplegarse con fines puramente defensivos. No establece ninguna distinción importante entre una bomba de hidrógeno y, por ejemplo, un tirachinas, sino que considera que todas las armas —«pequeñas o grandes»— son medios legítimos de autodefensa e igualmente adecuados para esa tarea. Sin embargo, ésa no es la visión libertaria estándar, expresada acertadamente por Murray Rothbard en su ensayo seminal «La guerra, la paz y el Estado». En un pasaje citado a menudo, Rothbard escribe:
A menudo se ha sostenido, sobre todo por parte de los conservadores, que el desarrollo de las horrendas armas modernas de asesinato masivo (armas nucleares, cohetes, guerra bacteriológica, etc.) es sólo una diferencia de grado más que de especie con respecto a las armas más simples de una época anterior. Por supuesto, una respuesta a esto es que cuando el grado es el número de vidas humanas, la diferencia es muy grande. Pero otra respuesta que el libertario está especialmente preparado para dar es que mientras que el arco y la flecha e incluso el rifle pueden ser apuntados, si hay voluntad, contra criminales reales, las armas nucleares modernas no pueden. Aquí hay una diferencia crucial de tipo. Por supuesto, el arco y la flecha se pueden utilizar con fines agresivos, pero también se pueden utilizar sólo contra los agresores. Las armas nucleares, incluso las bombas aéreas «convencionales», no pueden serlo. Estas armas son ipso facto motores de destrucción masiva indiscriminada... Por lo tanto, debemos concluir que el uso de armas nucleares o similares, o la amenaza de su uso, es un pecado y un crimen contra la humanidad para el que no puede haber justificación.
Amén.
Error nº 3
La incapacidad de Lemmencier para ver esa diferencia fundamental le lleva directamente a su tercer gran error. Piensa que «la probabilidad real de que se utilicen armas [nucleares] es bastante baja», inferior al «0,45%». Basa eso, en parte, en la idea de que «la única vez en la historia en que se utilizaron armas nucleares fue cuando los Estados Unidos pudo hacerlo sin represalias». Aunque esta perspectiva no es infrecuente, es lamentablemente ingenua y errónea. Como nos recuerda Joshua Mawhorter, las armas nucleares son una amenaza permanente para infligir un genocidio instantáneo; se «utilizan» no sólo cuando incineran vidas inocentes, sino donde y cuando su capacidad para hacerlo tiene su efecto coercitivo previsto. Una vez que vemos que, al igual que una pistola puede utilizarse para cometer un crimen sin disparar realmente un tiro, una cabeza nuclear puede utilizarse de la misma manera. Al darnos cuenta de ello, nuestros ojos se abren a la realidad de que las armas nucleares se han utilizado casi constantemente desde su invención. La sugerencia de que la probabilidad de que se utilicen es muy baja es miope.
Error nº 4
En cuarto lugar, y relacionado con lo anterior, Lemmencier caracteriza persistentemente las armas nucleares como «un medio para disuadir a agresores potenciales», sin reconocer nunca que algunos medios de «disuasión» son en sí mismos actos de agresión. Sostiene que «la posesión de armas nucleares por parte de todos los actores es un bien y no un mal». De hecho, cuantos más países posean este tipo de armas disuasorias, más amplio será el territorio de la paz y la estabilidad... Pero eso requiere una inversión orwelliana, en la que redefinimos un estado de conflicto constante entre potencias nucleares como «paz». Lemmencier hace dolorosamente evidente este problema cuando —sin ironía— argumenta que «el equilibrio del terror fue el garante de la paz en Europa durante la guerra fría». Debería ser obvio que un «equilibrio del terror», mediante la destrucción mutuamente asegurada de millones de vidas civiles, es una horrible ruptura de la paz, no su garante. Uno sospecha que si Lemmencier viera Dr. Strangelove, la lección que sacaría de ella es que para acabar con todas estas luchas lo que necesitamos son más salas de guerra.
Error nº 5
En quinto y último lugar, llegamos al proceso metodológico subyacente al argumento. La mayor parte de su artículo se dedica a desarrollar un modelo formal, «teórico de juegos», que supuestamente ilumina la lógica por la que la proliferación nuclear entre naciones-estado conduce a su coexistencia pacífica. El modelo pretende demostrar que «una carrera armamentística entre dos países nucleares para establecer un equilibrio de poder debería disminuir las probabilidades de un conflicto armado. Cuanto más mortíferas sean las armas, más disuasorias serán». Por tanto, cuanto mayor sea el número de Estados con armas nucleares, menor será la probabilidad de una guerra nuclear. Su conclusión es que —a medida que el número de potencias nucleares «se acerque al infinito»— la frecuencia de la guerra nuclear «se aproximará a cero».
Es difícil no aplicar simplemente una reductio ad absurdum de toda la postura. Si la abolición de la guerra realmente requiriera un número infinito de estados —cada uno armado con su propio dispositivo del día del juicio final capaz de destruir millones de vidas en cuestión de minutos— entonces el remedio sería peor que la enfermedad. Un libertario no debería estar de acuerdo en que la libertad aumenta cuando la amenaza de agresión se intensifica e institucionaliza al máximo posible. Antes de aceptar la peculiar doctrina de que podríamos, y deberíamos, crear la paz mediante la amenaza de la aniquilación global o la amenaza de la misma, los libertarios harían bien en recordar lo que enseñó Sócrates: que es mejor sufrir una injusticia que perpetrarla.