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Todo comenzó, como es usual, con los griegos

Introducción

Todo comenzó, como es usual, con los griegos. Los antiguos griegos fueron el primer pueblo civilizado que utilizó su razón para pensar sistemáticamente en el mundo que les rodeaba. Los griegos fueron los primeros filósofos (philosophia-amantes de la sabiduría), el primer pueblo que pensó en profundidad y descubrió cómo alcanzar y verificar el conocimiento del mundo. Otras tribus y pueblos habían tendido a atribuir los acontecimientos naturales a caprichos arbitrarios de los dioses. Una violenta tormenta eléctrica, por ejemplo, podía atribuirse a algo que había irritado al dios del trueno. La manera de hacer llover, entonces, o de frenar las tormentas violentas, sería averiguar qué actos del hombre complacerían al dios de la lluvia o apaciguarían al dios del trueno. Estas personas habrían considerado una tontería tratar de averiguar las causas naturales de la lluvia o de los truenos. En cambio, lo que había que hacer era averiguar qué querían los dioses correspondientes y luego tratar de satisfacer sus necesidades.

Los griegos, por el contrario, estaban deseosos de utilizar su razón —sus observaciones sensoriales y su dominio de la lógica— para investigar y aprender sobre su mundo. Al hacerlo, dejaron poco a poco de preocuparse por los caprichos de los dioses para investigar las entidades reales que les rodeaban. Liderados en particular por el gran filósofo ateniense Aristóteles (384-322 a.C.), un magnífico y creativo sistematizador conocido en épocas posteriores como El Filósofo, los griegos desarrollaron una teoría y un método de razonamiento y de ciencia que más tarde se denominó ley natural.

1.1 La ley natural

La ley natural se basa en la idea crucial de que ser significa necesariamente ser algo, es decir, alguna cosa o entidad concreta. No existe el Ser en abstracto. Todo lo que es, es alguna cosa particular, ya sea una piedra, un gato o un árbol. Por el hecho empírico hay más de un tipo de cosa en el universo; de hecho hay miles, si no millones de tipos de cosas. Cada cosa tiene su propio conjunto de propiedades o atributos, su propia naturaleza, que la distingue de otras clases de cosas. Una piedra, un gato, un olmo; cada uno tiene su propia naturaleza particular, que el hombre puede descubrir, estudiar e identificar.

El hombre estudia el mundo, pues, examinando entidades, identificando tipos de cosas similares y clasificándolas en categorías, cada una con sus propias propiedades y naturaleza. Si vemos un gato caminando por la calle, podemos incluirlo inmediatamente en un conjunto de cosas, o animales, llamados «gatos» cuya naturaleza ya hemos descubierto y analizado.

Si podemos descubrir y aprender sobre la naturaleza de las entidades X e Y, entonces podemos descubrir lo que ocurre cuando estas dos entidades interactúan. Supongamos, por ejemplo, que cuando una determinada cantidad de X interactúa con una determinada cantidad de Y obtenemos una determinada cantidad de otra cosa, Z. Podemos decir entonces que el efecto, Z, ha sido causado por la interacción de X e Y. Así, los químicos pueden descubrir que cuando dos moléculas de hidrógeno interactúan con una molécula de oxígeno, el resultado es una molécula de una nueva entidad, el agua. Todas estas entidades —el hidrógeno, el oxígeno y el agua— tienen propiedades o naturalezas específicas que pueden ser identificadas.

Vemos, pues, que los conceptos de causa y efecto forman parte del análisis de la ley natural. Los sucesos del mundo pueden remontarse a las interacciones de entidades específicas. Dado que las naturalezas están dadas y son identificables, las interacciones de las distintas entidades serán reproducibles en las mismas condiciones. Las mismas causas producirán siempre los mismos efectos.

Para los filósofos aristotélicos, la lógica no era una disciplina separada y aislada, sino parte integrante de la ley natural. Así, el proceso básico de identificación de entidades conducía, en la lógica «clásica» o aristotélica, a la Ley de la Identidad: una cosa es, y no puede ser, otra cosa que lo que es: A es A.

De ello se deduce que un ente no puede ser la negación de sí mismo. O, dicho de otro modo, tenemos la ley de no contradicción: una cosa no puede ser tanto A como no A, A no es y no puede ser no A.

Por último, en nuestro mundo de numerosas clases de entidades, cualquier cosa debe ser A o no será; en resumen, será A o no será. Nada puede ser ambas cosas. Esto nos da la tercera ley conocida de la lógica clásica: la Ley del Medio Excluido: todo en el universo es o A o no A.

Pero si cada entidad del universo —si el hidrógeno, el oxígeno, la piedra o los gatos— puede ser identificada, clasificada y su naturaleza examinada, entonces el hombre también puede. El ser humano también debe tener una naturaleza específica con propiedades específicas que puedan ser estudiadas, y de las que podamos obtener conocimiento. El ser humano es único en el universo porque puede estudiarse a sí mismo, y de hecho lo hace, así como al mundo que le rodea, y trata de averiguar qué objetivos debe perseguir y qué medios puede emplear para alcanzarlos.

El concepto de «bien» (y por tanto de «mal») sólo es relevante para las entidades vivas. Dado que las piedras o las moléculas no tienen objetivos ni propósitos, cualquier idea de lo que podría ser «bueno» para una molécula o una piedra se consideraría propiamente extraña. Pero lo que podría ser «bueno» para un olmo o un perro tiene mucho sentido: en concreto, «lo bueno» es lo que conduce a la vida y al florecimiento de la entidad viva. Lo «malo» es lo que perjudica la vida o la prosperidad de dicha entidad. Así, es posible desarrollar una «ética del olmo» descubriendo las mejores condiciones: suelo, sol, clima, etc., para el crecimiento y el sustento de los olmos; y tratando de evitar las condiciones consideradas «malas» para los olmos: tizón del olmo, sequía excesiva, etc. Un conjunto similar de propiedades éticas puede elaborarse para diversas razas de animales.

Así, la ley natural considera que la ética es relativa a la entidad viva (o a la especie). Lo que es bueno para las coles diferirá de lo que es bueno para los conejos, que a su vez diferirán de lo que es bueno o malo para el hombre. La ética para cada especie será diferente según sus respectivas naturalezas.

El hombre es la única especie que puede —y debe— forjarse una ética. Las plantas carecen de conciencia y, por tanto, no pueden elegir ni actuar.

La conciencia de los animales es estrechamente perceptiva y carece de lo conceptual: la capacidad de enmarcar conceptos y actuar sobre ellos. El hombre, según la famosa frase aristotélica, es únicamente el animal racional: la especie que utiliza la razón para adoptar valores y principios éticos, y que actúa para alcanzar estos fines. El hombre actúa; es decir, adopta valores y fines, y elige las formas de alcanzarlos.

El hombre, por tanto, al buscar objetivos y formas de alcanzarlos, debe descubrir y trabajar en el marco de la ley natural: las propiedades de sí mismo y de otras entidades y las formas en que pueden interactuar.

La civilización occidental es, en muchos aspectos, griega; y las dos grandes tradiciones filosóficas de la antigua Grecia que han ido conformando la mente occidental desde entonces han sido las de Aristóteles y su gran maestro y antagonista Platón (428-347 a.C.). Se ha dicho que todo hombre, en el fondo, es o bien platonista o bien aristotélico, y las divisiones recorren su pensamiento. Platón fue pionero en el enfoque de la ley natural que Aristóteles desarrolló y sistematizó; pero la orientación básica era muy diferente. Para Aristóteles y sus seguidores, la existencia del hombre, como la de todas las demás criaturas, es «contingente», es decir, no es necesaria ni eterna. Sólo la existencia de Dios es necesaria y trasciende el tiempo. La contingencia de la existencia del hombre es simplemente una parte inalterable del orden natural, y debe ser aceptada como tal.

Sin embargo, para los platónicos, especialmente tal como lo elaboró el seguidor de Platón, el egipcio Plotino (204-270 d.C.), estas inevitables limitaciones del estado natural del hombre eran intolerables y debían ser superadas. Para los platónicos, la existencia real, concreta y temporal del hombre era demasiado limitada. En cambio, esta existencia (que es todo lo que cualquiera de nosotros ha visto) es una caída de la gracia, una caída del ser original inexistente, ideal, perfecto y eterno del hombre, un ser divino perfecto y por lo tanto sin límites. En un extraño giro del lenguaje, este ser perfecto e inexistente fue sostenido por los platónicos como lo verdaderamente existente, la verdadera esencia del hombre, de la que todos hemos sido alienados o cortados. La naturaleza del hombre (y de todos los demás entes) en el mundo es ser alguna cosa y existir en el tiempo; pero en el giro semántico de los platónicos, el hombre verdaderamente existente es ser eterno, vivir fuera del tiempo y no tener límites. Por lo tanto, se supone que la condición del hombre en la tierra es un estado de degradación y alienación, y se supone que su propósito es trabajar para volver al «verdadero» ser ilimitado y perfecto que se supone es su estado original. Supuesto, por supuesto, sobre la base de ninguna evidencia —de hecho, la evidencia misma identifica, limita, y por lo tanto, para la mente platónica, corrompe.

Los puntos de vista de Platón y Plotino sobre el supuesto estado de alienación del hombre tuvieron una gran influencia, como veremos, en los escritos de Karl Marx y sus seguidores. Otro filósofo griego, muy diferente de la tradición aristotélica, que prefiguró a Hegel y a Marx fue el temprano filósofo presocrático Heráclito de Éfeso (c.535-475 a.C.). Era presocrático en el sentido de que era anterior al gran maestro de Platón, Sócrates (470-399 a.C.), que no escribió nada, pero que ha llegado hasta nosotros interpretado por Platón y por varios otros seguidores. Heráclito, a quien los griegos dieron el acertado título de «El Oscuro», enseñó que a veces los opuestos, a y no-a, pueden ser idénticos, o, en otras palabras, que a puede ser no-a. Este desafío a la lógica elemental quizá pueda disculparse en alguien como Heráclito, que escribió antes de que Aristóteles desarrollara la lógica clásica, pero es difícil ser tan indulgente con sus seguidores posteriores.

1.2 La política de la polis

Cuando el hombre desplaza el uso de su razón del mundo inanimado al propio hombre y a la organización social, resulta difícil que la razón pura no ceda a los sesgos y prejuicios del marco político de la época. Esto fue demasiado cierto en el caso de los griegos, incluidos los socráticos, Platón y Aristóteles. La vida griega se organizaba en pequeñas ciudades-estado (las polis), algunas de las cuales fueron capaces de forjar imperios de ultramar. La mayor ciudad-estado, Atenas, cubría un área de sólo unos mil kilómetros cuadrados, o la mitad del tamaño de la moderna Delaware. La faceta clave de la vida política griega era que la ciudad-estado estaba dirigida por una estrecha oligarquía de ciudadanos privilegiados, la mayoría de los cuales eran grandes terratenientes. La mayor parte de la población de la ciudad-estado eran esclavos o extranjeros residentes, que generalmente realizaban el trabajo manual y la empresa comercial respectivamente. El privilegio de la ciudadanía estaba reservado a los descendientes de los ciudadanos. Mientras que las ciudades-estado griegas fluctuaban entre las tiranías y las democracias, en su momento más «democrático» Atenas, por ejemplo, reservaba los privilegios del gobierno democrático al 7% de la población, el resto de la cual era o bien esclavo o bien extranjero residente. (Así, en la Atenas del siglo V a.C. había aproximadamente 30.000 ciudadanos de una población total de 400.000).

Los ciudadanos atenienses, propietarios privilegiados que vivían de los impuestos y del producto de los esclavos, disponían de tiempo libre para votar, debatir, practicar las artes y, en el caso de los más inteligentes, filosofar. Aunque el propio filósofo Sócrates era hijo de un cantero, sus opiniones políticas eran ultraelitistas. En el año 404 a.C., el estado despótico de Esparta conquistó Atenas e instauró un reino de terror conocido como el Gobierno de los Treinta Tiranos. Cuando los atenienses derrocaron este efímero gobierno un año más tarde, la democracia restaurada ejecutó al anciano Sócrates, en gran parte por sospechar que simpatizaba con la causa espartana. Esta experiencia confirmó al joven y brillante discípulo de Sócrates, Platón, vástago de una noble familia ateniense, en lo que ahora se llamaría una devoción «ultraderechista» al gobierno aristocrático y despótico.

Una década más tarde, Platón estableció su Academia en las afueras de Atenas como un centro de pensamiento no sólo de enseñanza e investigación filosófica abstracta, sino también como una fuente de programas políticos para el despotismo social. Él mismo intentó tres veces sin éxito establecer regímenes despóticos en la ciudad-estado de Siracusa, mientras que no menos de nueve alumnos de Platón lograron establecerse como tiranos sobre las ciudades-estado griegas.

Aunque Aristóteles era políticamente más moderado que Platón, su devoción aristocrática por la polis era igual de evidente. Aristóteles nació de una familia aristocrática en la ciudad costera macedonia de Estagira, e ingresó en la Academia de Platón como estudiante a la edad de 17 años, en el 367 a.C.. Allí permaneció hasta la muerte de Platón 20 años más tarde, tras lo cual abandonó Atenas y regresó a Macedonia, donde se unió a la corte del rey Filipo y fue tutor del joven futuro conquistador del mundo, Alejandro Magno. Después de que Alejandro subiera al trono, Aristóteles regresó a Atenas en el 335 a.C. y estableció su propia escuela de filosofía en el Liceo, de la que han llegado a nosotros sus grandes obras en forma de apuntes de clase escritos por él mismo o transcritos por sus alumnos. Cuando Alejandro murió en el 323 a.C., los atenienses se sintieron libres para descargar su ira contra los macedonios y sus simpatizantes, y Aristóteles fue expulsado de la ciudad, muriendo poco después.

Su inclinación aristocrática y su vida dentro de la matriz de una polis oligárquica tuvieron un mayor impacto en el pensamiento de los socráticos que las diversas excursiones de Platón a utopías colectivistas teóricas de derechas o en los intentos prácticos de sus alumnos de establecer la tiranía. El estatus social y la tendencia política de los socráticos influyeron en sus filosofías éticas y políticas y en sus opiniones económicas. Así, tanto para Platón como para Aristóteles, «el bien» para el hombre no era algo que debía ser perseguido por el individuo, y tampoco el individuo era una persona con derechos que no debían ser cercenados o invadidos por sus semejantes. Para Platón y Aristóteles, el «bien» no debía ser perseguido por el individuo, sino por la polis. La virtud y la buena vida estaban orientadas a la polis y no al individuo. Todo esto significa que el pensamiento de Platón y Aristóteles era estatista y elitista hasta la médula, un estatismo que desgraciadamente impregnó la filosofía «clásica» (griega y romana) y que influyó mucho en el pensamiento cristiano y medieval. La filosofía clásica de la «ley natural» nunca llegó, por tanto, a la elaboración posterior, primero en la Edad Media y luego en los siglos XVII y XVIII, de los «derechos naturales» del individuo que no pueden ser invadidos por el hombre ni por el gobierno.

En el ámbito más estrictamente económico, el estatismo de los griegos se traduce en la habitual exaltación aristocrática de las supuestas virtudes de las artes militares y de la agricultura, así como en un omnipresente desprecio por el trabajo y el comercio y, en consecuencia, por la fabricación de dinero y la búsqueda y obtención de beneficios. Así, Sócrates, despreciando abiertamente el trabajo como insalubre y vulgar, cita al rey de Persia para decir que las artes más nobles son, con mucho, la agricultura y la guerra. Y Aristóteles escribió que a ningún buen ciudadano «debería permitírsele ejercer ningún empleo o tráfico mecánico bajo, por ser innoble y destructor de la virtud».

Además, la elevación griega de la polis sobre el individuo les llevó a ver con malos ojos la innovación económica y el espíritu empresarial. El empresario, el innovador dinámico, es, después de todo, el lugar del ego y la creatividad individuales, y es, por tanto, el precursor de un cambio social a menudo perturbador, así como del crecimiento económico. Pero el ideal ético griego y socrático para el individuo no era un despliegue y florecimiento de las posibilidades interiores, sino una criatura pública/política moldeada para ajustarse a las exigencias de la polis. Ese tipo de ideal social estaba diseñado para promover una sociedad congelada de estatus políticamente determinado, y ciertamente no una sociedad de individuos creativos y dinámicos e innovadores.

1.3 El primer «economista»: Hesíodo y el problema de la escasez

No hay que engañarse pensando que los antiguos griegos eran «economistas» en el sentido moderno. Al ser pioneros en filosofía, su filosofar sobre el hombre y su mundo dio lugar a fragmentos de ideas y reflexiones político-económicas o incluso estrictamente económicas. Pero no hubo tratados de economía propiamente dichos al estilo moderno. Es cierto que el término «economía» es griego, pues procede del griego oikonomia, pero oikonomia no significa economía en nuestro sentido, sino «gestión del hogar», y los tratados de «economía» tratarían de lo que podría llamarse la tecnología de la gestión del hogar, útil quizá, pero ciertamente no lo que hoy consideraríamos economía. Existe además el peligro, que lamentablemente no han evitado muchos hábiles historiadores del pensamiento económico, de leer con avidez en los fragmentos de los antiguos sabios los conocimientos adquiridos por la economía moderna. Si bien es cierto que no debemos pasar por alto a ningún gigante del pasado, también debemos evitar que cualquier «presentista» aproveche unas pocas frases oscuras para aclamar a supuestos pero inexistentes precursores de sofisticados conceptos modernos.

El honor de ser el primer pensador económico griego corresponde al poeta Hesíodo, un beocio que vivió en la Grecia antigua de mediados del siglo VIII a.C. Hesíodo vivía en la pequeña y autosuficiente comunidad agrícola de Ascra, a la que él mismo se refiere como un «lugar lamentable... malo en invierno, duro en verano, nunca bueno». Por lo tanto, estaba naturalmente en sintonía con el eterno problema de la escasez, de la mezquindad de los recursos en contraste con la amplitud de los objetivos y deseos del hombre. El gran poema de Hesíodo, Los trabajos y los días, consistía en cientos de versos diseñados para ser recitados en solitario con acompañamiento musical. Pero Hesíodo era un poeta didáctico más que un mero entretenedor, y a menudo se salía de su línea argumental para educar a su público en la sabiduría tradicional o en reglas explícitas para la conducta humana. De los 828 versos del poema, los primeros 383 se centran en el problema económico fundamental de la escasez de recursos para la consecución de numerosos y abundantes fines y deseos humanos.

Hesíodo adopta el mito religioso o tribal común de la «Edad de Oro», del supuesto estado inicial del hombre en la tierra como un Edén, un Paraíso de abundancia ilimitada. En este Edén original, por supuesto, no había ningún problema económico, ningún problema de escasez, porque todos los deseos del hombre se satisfacían instantáneamente. Pero ahora, todo es diferente, y «los hombres no descansan del trabajo y de la tristeza durante el día y de perecer durante la noche». La razón de este estado tan bajo es la escasez generalizada, resultado de la expulsión del hombre del Paraíso. Debido a la escasez, señala Hesíodo, la mano de obra, los materiales y el tiempo tienen que ser asignados eficientemente. La escasez, además, sólo puede superarse parcialmente mediante una aplicación enérgica del trabajo y del capital. En particular, el trabajo de la mano de obra —es crucial, y Hesíodo analiza los factores vitales que pueden inducir al hombre a abandonar el estado divino del ocio. La primera de estas fuerzas es, por supuesto, la necesidad material básica. Pero, felizmente, la necesidad se ve reforzada por la desaprobación social de la pereza y por el deseo de emular los niveles de consumo de sus semejantes. Para Hesíodo, la emulación conduce al sano desarrollo de un espíritu de competencia, que él llama «buen conflicto», una fuerza vital para aliviar el problema básico de la escasez.

Para que la competencia sea justa y armoniosa, Hesíodo excluye enérgicamente los métodos injustos de adquisición de riqueza, como el robo, y aboga por un estado de derecho y el respeto a la justicia para establecer el orden y la armonía dentro de la sociedad, y para permitir que la competencia se desarrolle dentro de una matriz de armonía y justicia. Ya debería estar claro que Hesíodo tenía una visión mucho más optimista del crecimiento económico, del trabajo y de la competencia vigorosa, que los mucho más sofisticados filosóficamente Platón y Aristóteles tres siglos y medio después.

1.4 Los presocráticos

El hombre es propenso al error e incluso a la insensatez, por lo que una historia del pensamiento económico no puede limitarse al crecimiento y desarrollo de las verdades económicas. También debe tratar el error influyente, es decir, el error que desgraciadamente influyó en los desarrollos posteriores de la disciplina. Uno de estos pensadores es el filósofo griego Pitágoras de Samos (c.582-c.507 a.C.) que, dos siglos después de Hesíodo, desarrolló una escuela de pensamiento que sostenía que la única realidad significativa es el número. El mundo no sólo es número, sino que cada número encarna incluso cualidades morales y otras abstracciones. Así, la justicia, para Pitágoras y sus seguidores, es el número cuatro, y otros números consistían en diversas cualidades morales. Aunque Pitágoras contribuyó indudablemente al desarrollo de las matemáticas griegas, su misticismo numérico bien podría haber sido caracterizado por el sociólogo de Harvard del siglo XX Pitirim A. Sorokin como un ejemplo seminal de «cuantofrenia» y «metromanía». Apenas es una exageración ver en Pitágoras el embrión de la floreciente y arrogante economía matemática y la econometría de hoy en día.

Pitágoras aportó así un estéril callejón sin salida al pensamiento filosófico y económico, que más tarde influyó en los intentos chapuceros y falaces de Aristóteles de desarrollar una matemática de la justicia y del intercambio económico. El siguiente desarrollo positivo importante lo aportó el presocrático (en realidad contemporáneo de Sócrates) Demócrito (c.460-c.370 a.C.).

Este influyente erudito de Abdera fue el fundador del «atomismo» en cosmología, es decir, la opinión de que la estructura subyacente de la realidad está formada por átomos que interactúan. Demócrito aportó dos importantes líneas de pensamiento al desarrollo de la economía. En primer lugar, fue el fundador de la teoría del valor subjetivo. Los valores morales, la ética, eran absolutos, enseñaba Demócrito, pero los valores económicos eran necesariamente subjetivos. «La misma cosa», escribe Demócrito, puede ser «buena y verdadera para todos los hombres, pero lo agradable difiere de unos a otros». No sólo la valoración era subjetiva, sino que Demócrito también vio que la utilidad de un bien caerá en picado y se volverá negativa si su oferta se vuelve superabundante.

Demócrito también señaló que si las personas restringieran sus demandas y frenaran sus deseos, lo que ahora poseen les haría parecer relativamente ricos en lugar de empobrecidos. También aquí se reconoce el carácter relativo de la utilidad subjetiva de la riqueza. Además, Demócrito fue el primero en llegar a una noción rudimentaria de preferencia temporal: la idea austriaca de que la gente prefiere un bien en el presente a la perspectiva de que el bien llegue en el futuro. Como explica Demócrito, «no es seguro que el joven llegue alguna vez a la vejez; por tanto, el bien presente es superior al que está por llegar».

Además de la adunción de la teoría de la utilidad subjetiva, la otra gran contribución de Demócrito a la economía fue su defensa pionera de un sistema de propiedad privada. En contraste con los despotismos orientales, en los que toda la propiedad era propiedad o estaba controlada por el emperador y su burocracia subordinada, Grecia se apoyaba en una sociedad y economía de propiedad privada. Demócrito, habiendo visto el contraste entre la economía de propiedad privada de Atenas y el colectivismo oligárquico de Esparta, llegó a la conclusión de que la propiedad privada es una forma superior de organización económica. En contraste con la propiedad comunal, la propiedad privada proporciona un incentivo para el trabajo y la diligencia, ya que «los ingresos de la propiedad comunal dan menos placer, y el gasto menos dolor». «El trabajo», concluía el filósofo, «es más dulce que la ociosidad cuando los hombres ganan aquello por lo que trabajan o saben que lo van a utilizar».

1.5 La utopía colectivista de derecha de Platón

La búsqueda de Platón de una utopía jerárquica y colectivista encontró su expresión clásica en su obra más famosa e influyente, La República. Allí, y más tarde en Las Leyes, Platón expone el esquema de su ciudad-Estado ideal: una en la que el gobierno oligárquico correcto es mantenido por los reyes-filósofos y sus colegas filósofos, asegurando así supuestamente el gobierno de los mejores y más sabios de la comunidad. Por debajo de los filósofos en la jerarquía coercitiva están los «guardianes», los soldados, cuya función es agredir a otras ciudades y tierras y defender su polis de las agresiones externas. Por debajo de ellos debe estar el cuerpo del pueblo, los productores despreciados: los obreros, los campesinos y los comerciantes que producen los bienes materiales de los que deben vivir los filósofos y los guardianes señoriales. Se supone que estas tres amplias clases reflejan un salto inestable y pernicioso, si es que alguna vez lo hubo: el gobierno propio del alma en cada ser humano. Para Platón, cada ser humano está dividido en tres partes: «una que ansía, otra que lucha y otra que piensa», y la jerarquía adecuada de gobierno dentro de cada alma se supone que es la razón primero, la lucha después, y finalmente, y lo más bajo, el mugriento deseo.

Las dos clases dominantes —los pensadores y los guardianes— que realmente cuentan deben ser obligadas, en el estado ideal de Platón, a vivir bajo el comunismo puro. No habrá propiedad privada en absoluto entre la élite; todas las cosas serán de propiedad comunal, incluidas las mujeres y los niños. La élite se verá obligada a vivir junta y a compartir las comidas. Dado que el dinero y las posesiones privadas, según el aristócrata Platón, sólo corrompen la virtud, deben negarse a las clases altas. Las parejas matrimoniales de la élite serán seleccionadas estrictamente por el Estado, que se supone que procederá de acuerdo con la cría científica ya conocida en la cría de animales. Si alguno de los filósofos o guardianes se siente descontento con este acuerdo, tendrá que aprender que su felicidad personal no significa nada en comparación con la felicidad de la polis en su conjunto, un concepto bastante turbio en el mejor de los casos. De hecho, quienes no se dejen seducir por la teoría de Platón sobre la realidad esencial de las ideas no creerán que exista una entidad viva tan real como la polis. Por el contrario, la ciudad-estado o la comunidad se compone únicamente de individuos vivos y elegidos.

Para mantener a la élite y a las masas sometidas en línea, Platón instruye a los gobernantes-filósofos para que difundan la «noble» mentira de que ellos mismos descienden de los dioses mientras que las otras clases son de herencia inferior. La libertad de expresión o de investigación era, como cabía esperar, un anatema para Platón. Las artes están mal vistas, y la vida de los ciudadanos debía ser vigilada para suprimir cualquier pensamiento o idea peligrosa que pudiera aflorar.

Notablemente, en el curso mismo de la exposición de su clásica apología del totalitarismo, Platón contribuyó a la genuina ciencia económica al ser el primero en exponer y analizar la importancia de la división del trabajo en la sociedad. Dado que su filosofía social se basaba en la necesaria separación entre clases, Platón pasó a demostrar que dicha especialización se basa en la naturaleza humana básica, en particular en su diversidad y desigualdad. Platón hace decir a Sócrates en La República que la especialización surge porque «no somos todos iguales; hay muchas diversidades de naturaleza entre nosotros que se adaptan a diferentes ocupaciones».

Dado que los hombres producen cosas diferentes, los bienes se intercambian naturalmente entre sí, de modo que la especialización da lugar necesariamente al intercambio. Platón también señala que esta división del trabajo aumenta la producción de todos los bienes. Sin embargo, Platón no vio ningún problema en clasificar moralmente las distintas ocupaciones, siendo la filosofía, por supuesto, la más elevada y el trabajo o el comercio, sórdidos e innobles.

El uso del oro y la plata como dinero se aceleró enormemente con la invención de la moneda en Lidia a principios del siglo VII a.C. y el dinero acuñado se extendió rápidamente a Grecia. En consonancia con su disgusto por la fabricación de dinero, el comercio y la propiedad privada, Platón fue quizás el primer teórico que denunció el uso del oro y la plata como dinero. También le disgustaban el oro y la plata precisamente porque servían como monedas internacionales aceptadas por todos los pueblos. Dado que estos metales preciosos son universalmente aceptados y existen al margen del imprimatur del gobierno, el oro y la plata constituyen una amenaza potencial para la regulación económica y moral de la polis por parte de los gobernantes. Platón abogaba por una moneda fiduciaria del gobierno, fuertes multas a la importación de oro de fuera de la ciudad-estado y la exclusión de la ciudadanía de todos los comerciantes y trabajadores que trataran con dinero.

Una de las características de la utopía ordenada que busca Platón es que, para mantenerse ordenada y controlada, debe mantenerse relativamente estática. Y eso significa poco o ningún cambio, innovación o crecimiento económico. Platón se anticipó a algunos intelectuales actuales al fruncir el ceño ante el crecimiento económico, y por razones similares: en particular, el miedo al colapso de la dominación del Estado por parte de la élite gobernante. El problema del crecimiento de la población es particularmente difícil cuando se trata de congelar una sociedad estática. Por ello, Platón abogaba por congelar el tamaño de la población de la ciudad-estado, manteniendo el número de sus ciudadanos limitado a 5.000 familias de propietarios agrícolas.

1.6 Jenofonte sobre la gestión del hogar

Discípulo y contemporáneo de Platón fue el aristócrata terrateniente y general del ejército ateniense Jenofonte (430-354 a.C.). Los escritos económicos de Jenofonte estaban dispersos en obras como un relato sobre la educación de un príncipe persa, un tratado sobre cómo aumentar los ingresos del gobierno y un libro sobre «economía» en el sentido de pensamientos sobre la tecnología de la gestión del hogar y la granja. La mayor parte de las admoniciones de Jenofonte eran el habitual desprecio helénico por el trabajo y el comercio, y la admiración por la agricultura y las artes militares, junto con un llamamiento a un aumento masivo de las operaciones e intervenciones gubernamentales en la economía. Estas incluían la mejora del puerto de Atenas, la construcción de mercados y posadas, el establecimiento de una flota mercante gubernamental y la gran ampliación del número de esclavos propiedad del gobierno.

Sin embargo, entre este rollo de bromitas comunes, había algunas ideas interesantes sobre asuntos económicos. En el curso de su tratado sobre la administración del hogar, Jenofonte señaló que la «riqueza» debe definirse como un recurso que una persona puede utilizar y sabe utilizar. De este modo, algo que un propietario no tiene ni la capacidad ni el conocimiento para utilizar no puede constituir realmente parte de su riqueza.

Otra idea fue la anticipación por parte de Jenofonte de la famosa sentencia de Adam Smith de que el alcance de la división del trabajo en la sociedad está necesariamente limitado por el alcance del mercado para los productos. Así, en una importante adición a las ideas de Platón sobre la división del trabajo, escrita 20 años después de La República, Jenofonte dice que «en las ciudades pequeñas el mismo obrero hace sillas y puertas y arados y mesas, y a menudo el mismo artesano construye casas...» mientras que en las grandes ciudades «muchas personas tienen demandas que hacer sobre cada rama de la industria», y por lo tanto «un solo oficio, y muy a menudo incluso menos que un oficio entero, es suficiente para mantener a un hombre». En las grandes ciudades, «encontramos a un hombre fabricando sólo botas de hombre; y a otro, sólo de mujer... un hombre vive de rematar prendas, otro de encajar las piezas».

En otro lugar, Jenofonte esboza el importante concepto de equilibrio general como tendencia dinámica de la economía de mercado. Así, afirma que cuando hay demasiados herreros, el cobre se abarata y los herreros quiebran y se dedican a otras actividades, como ocurriría en la agricultura o en cualquier otra industria. También ve claramente que el aumento de la oferta de una mercancía provoca una caída de su precio.

1.7 Aristóteles: la propiedad privada y el dinero

Los puntos de vista del gran filósofo Aristóteles son especialmente importantes porque toda la estructura de su pensamiento tuvo una influencia enorme e incluso dominante en el pensamiento económico y social de la alta y baja Edad Media, que se consideraba aristotélico.

Aunque Aristóteles, según la tradición griega, despreciaba el dinero y apenas era partidario del laissez-faire, expuso un argumento mordaz a favor de la propiedad privada. Tal vez influido por los argumentos sobre la propiedad privada de Demócrito, Aristóteles lanzó un contundente ataque contra el comunismo de la clase dirigente que propugnaba Platón. Denunció el objetivo de Platón de la unidad perfecta del Estado a través del comunismo señalando que esa unidad extrema va en contra de la diversidad de la humanidad y de la ventaja recíproca que todos cosechan a través del intercambio de mercado. A continuación, Aristóteles presenta un contraste punto por punto de la propiedad privada frente a la comunal. En primer lugar, la propiedad privada es más productiva y, por tanto, conduce al progreso. Los bienes poseídos en común por un gran número de personas recibirán poca atención, ya que la gente consultará principalmente su propio interés y descuidará todos los deberes que pueda endilgar a los demás. Por el contrario, las personas dedicarán el mayor interés y cuidado a sus propios bienes.

En segundo lugar, uno de los argumentos de Platón a favor de la propiedad comunal es que favorece la paz social, ya que nadie tendrá envidia de otro ni tratará de apoderarse de sus bienes. Aristóteles replicó que la propiedad comunal conduciría a continuos e intensos conflictos, ya que cada uno se quejará de que ha trabajado más y ha obtenido menos que otros que han hecho poco y han tomado más del almacén común. Además, no todos los crímenes o revoluciones, declaró Aristóteles, son impulsados por motivos económicos. Como dijo Aristóteles mordazmente, «los hombres no se convierten en tiranos para no pasar frío».

En tercer lugar, la propiedad privada está claramente implantada en la naturaleza del hombre: Su amor a sí mismo, al dinero y a la propiedad, están unidos en un amor natural a la propiedad exclusiva. En cuarto lugar, Aristóteles, gran observador del pasado y del presente, señaló que la propiedad privada ha existido siempre y en todas partes. Imponer la propiedad comunal a la sociedad sería ignorar el historial de la experiencia humana y saltar a lo nuevo y no probado. La abolición de la propiedad privada probablemente crearía más problemas de los que resolvería.

Por último, Aristóteles entrelazó sus teorías económicas y morales aportando la brillante idea de que sólo la propiedad privada proporciona a las personas la oportunidad de actuar moralmente, por ejemplo, de practicar las virtudes de la benevolencia y la filantropía. La obligatoriedad de la propiedad comunal destruiría esa oportunidad.

Aunque Aristóteles criticaba la creación de dinero, se oponía a cualquier limitación —como la que había defendido Platón— de la acumulación de propiedad privada por parte de un individuo. En cambio, la educación debería enseñar a las personas a frenar voluntariamente sus deseos desenfrenados y llevarlas así a limitar sus propias acumulaciones de riqueza.

A pesar de su convincente defensa de la propiedad privada y de su oposición a los límites coercitivos de la riqueza, el aristócrata Aristóteles despreciaba el trabajo y el comercio tanto como sus predecesores. Desgraciadamente, Aristóteles acumuló problemas para los siglos posteriores al acuñar una distinción falaz, proto-galleguista, entre las necesidades «naturales», que deben ser satisfechas, y los deseos «no naturales», que son ilimitados y deben ser abandonados. No hay ningún argumento plausible que demuestre por qué, como cree Aristóteles, los deseos satisfechos por el trabajo de subsistencia o el trueque son «naturales», mientras que los satisfechos por los intercambios monetarios, mucho más productivos, son artificiales, «antinaturales» y, por tanto, reprobables. Los intercambios para obtener ganancias monetarias son simplemente denunciados como inmorales y «antinaturales», específicamente actividades como el comercio minorista, el comercio, el transporte y la contratación de mano de obra. Aristóteles tenía una especial animadversión hacia el comercio minorista, que por supuesto sirve directamente al consumidor, y que le hubiera gustado eliminar por completo.

Aristóteles apenas es coherente en sus elucubraciones económicas. Pues, aunque el intercambio monetario es condenado como inmoral y antinatural, también elogia esa red de intercambios que mantiene unida a la ciudad a través del dar y recibir mutuo.

La confusión en el pensamiento de Aristóteles entre lo analítico y lo «moral» se muestra también en su discusión sobre el dinero. Por un lado, ve que el crecimiento del dinero facilitó enormemente la producción y el intercambio. También ve que el dinero, el medio de intercambio, representa la demanda general, y «mantiene todos los bienes juntos». Además, el dinero elimina el grave problema de la «doble coincidencia de necesidades», en la que cada comerciante tendría que desear directamente las mercancías del otro. Ahora cada persona puede vender bienes a cambio de dinero. Además, el dinero sirve como depósito de valores que se utilizarán para las compras en el futuro.

Sin embargo, Aristóteles creó grandes problemas para el futuro al condenar moralmente el préstamo de dinero a interés como «antinatural». Dado que el dinero no puede ser utilizado directamente, y se emplea sólo para facilitar los intercambios, es «estéril» y no puede aumentar por sí mismo la riqueza. Por lo tanto, el cobro de intereses, que Aristóteles pensó incorrectamente que implicaba una productividad directa del dinero, fue condenado enérgicamente como contrario a la naturaleza.

Aristóteles habría hecho mejor en evitar una condena moral tan apresurada y en tratar de averiguar por qué el interés se paga, de hecho, universalmente. ¿No podría haber algo «natural», después de todo, en un tipo de interés? Y si hubiera descubierto la razón económica por la que se cobra —y se paga— el interés, quizás Aristóteles habría entendido por qué tales cargos son morales y no antinaturales.

Aristóteles, al igual que Platón, era hostil al crecimiento económico y estaba a favor de una sociedad estática, todo lo cual encaja con su oposición a la creación de dinero y a la acumulación de riqueza. La visión del antiguo Hesíodo sobre el problema económico como la asignación de medios escasos para la satisfacción de deseos alternativos fue prácticamente ignorada tanto por Platón como por Aristóteles, que en su lugar aconsejaron la virtud de reducir los propios deseos para que se ajustaran a los medios disponibles.

1.8 Aristóteles: Intercambio y valor

La difícil pero influyente discusión de Aristóteles sobre los intercambios se vio gravemente afectada por su persistente tendencia a confundir el análisis con el juicio moral instantáneo. Como en el caso del cobro de intereses, Aristóteles no se contentó con completar un estudio de por qué se producen los intercambios en la vida real antes de saltar con pronunciamientos morales. Al analizar los intercambios, Aristóteles declara que estas transacciones mutuamente beneficiosas implican una «reciprocidad proporcional», pero es característicamente ambivalente en Aristóteles si todos los intercambios están por naturaleza marcados por la reciprocidad, o si sólo los intercambios proporcionalmente recíprocos son verdaderamente «justos». Y, por supuesto, Aristóteles nunca se planteó la pregunta: ¿por qué la gente se involucra voluntariamente en intercambios «injustos»? Del mismo modo, ¿por qué la gente debería pagar voluntariamente los intereses si son realmente «injustos»?.

Para complicar aún más las cosas, Aristóteles, bajo la influencia de los místicos de los números pitagóricos, introdujo términos matemáticos oscuros y confusos en lo que podría haber sido un análisis sencillo. El único beneficio dudoso de esta contribución fue dar muchas horas de felicidad a los historiadores del pensamiento económico que intentan leer sofisticados análisis modernos en Aristóteles. Este problema se ha visto agravado por una desafortunada tendencia entre los historiadores del pensamiento a considerar a los grandes pensadores del pasado como necesariamente consistentes y coherentes. Esto, por supuesto, es un grave error historiográfico; por muy grandes que hayan sido, cualquier pensador puede caer en el error y la incoherencia, e incluso escribir sandeces en ocasiones. Muchos historiadores del pensamiento no parecen capaces de reconocer ese simple hecho.

La famosa discusión de Aristóteles sobre la reciprocidad en el intercambio, en el Libro V de su Ética Nicomaquea, es un excelente ejemplo del descenso al galimatías. Aristóteles habla de un constructor que intercambia una casa por los zapatos producidos por un zapatero. Entonces escribe: «El número de zapatos que se intercambian por una casa debe corresponder a la proporción entre el constructor y el zapatero. Porque si no es así, no habrá intercambio ni relación». ¿Eh? ¿Cómo es posible que haya una proporción entre «constructor» y «zapatero»? ¿Y mucho menos una equiparación de esa proporción con zapatos/casas? ¿En qué unidades pueden expresarse hombres como constructores y zapateros?.

La respuesta correcta es que no hay ningún significado, y que este ejercicio en particular debe ser descartado como un desafortunado ejemplo de la cuantofrenia pitagórica. Y sin embargo, varios distinguidos historiadores han leído construcciones torturadas de este pasaje para hacer aparecer a Aristóteles como precursor de la teoría laboral del valor, de W. Stanley Jevons o de Alfred Marshall. La teoría del trabajo se lee en la suposición insostenible de que Aristóteles «debe haber querido decir» las horas de trabajo puestas por el constructor o el zapatero, mientras que Josef Soudek de alguna manera ve aquí las habilidades respectivas de estos productores, habilidades que luego se miden por sus productos. Soudek acaba apareciendo con Aristóteles como un ancestro de Jevons. Frente a toda esta elaborada búsqueda inútil, es un placer ver el veredicto de galimatías apoyado por el historiador económico de la antigua Grecia, Moses I. Finley, y por el distinguido erudito aristotélico H.H. Joachim, que tiene el valor de escribir: «Cómo se determinan exactamente los valores de los productores, y qué puede significar la proporción entre ellos es, debo confesar, al final ininteligible para mí».1

Otra grave falacia en el mismo párrafo de la Ética hizo un daño incalculable a los siglos futuros del pensamiento económico. Allí Aristóteles dice que para que se produzca un intercambio (¿cualquier intercambio? ¿un intercambio justo?), los diversos bienes y servicios «deben equipararse», frase que Aristóteles subraya varias veces. Es esta «ecuación» necesaria la que llevó a Aristóteles a introducir las matemáticas y los signos de igualdad. Su razonamiento es que para que A y B intercambien dos productos, el valor de ambos debe ser igual, de lo contrario no se produciría el intercambio. Los diversos bienes que se intercambian entre sí deben ser iguales porque sólo se intercambiarán cosas de igual valor.

El concepto aristotélico de igualdad de valor en el intercambio es sencillamente erróneo, como señaló la Escuela Austriaca a finales del siglo XIX. Si A intercambia zapatos por sacos de trigo propiedad de B, A lo hace porque prefiere el trigo a los zapatos, mientras que las preferencias de B son precisamente las contrarias. Si se produce un intercambio, esto implica no una igualdad de valores, sino una desigualdad inversa de valores en las dos partes que realizan el intercambio. Si yo compro un periódico por 30 céntimos lo hago porque prefiero la adquisición del periódico a quedarme con los 30 céntimos, mientras que el quiosquero prefiere obtener el dinero a quedarse con el periódico. Esta doble desigualdad de valoraciones subjetivas establece la condición previa necesaria para cualquier intercambio.

Si la ecuación de la proporción entre constructor y trabajador es mejor olvidarla, otras partes del análisis de Aristóteles han sido consideradas por algunos historiadores como anteriores a partes de la economía de la Escuela Austriaca. Aristóteles afirma claramente que el dinero representa la necesidad o la demanda humana, que proporciona la motivación para el intercambio, y «que mantiene todas las cosas unidas». La demanda se rige por el valor de uso o la conveniencia de un bien. Aristóteles sigue a Demócrito al señalar que cuando la cantidad de un bien alcanza un cierto límite, cuando hay «demasiado», el valor de uso cae en picado y pierde su valor. Pero Aristóteles va más allá de Demócrito al señalar la otra cara de la moneda: que cuando un bien se vuelve más escaso, se vuelve subjetivamente más útil o valioso. Afirma en la Retórica que «lo que es raro es un bien mayor que lo que es abundante. Así, el oro es un bien mejor que el hierro, aunque menos útil». Estas afirmaciones dan una idea de la correcta influencia de los diferentes niveles de oferta en el valor de un bien, y al menos un indicio de la posterior teoría austriaca de la utilidad marginal plenamente formada, y su solución de la «paradoja» del valor.

Se trata de alusiones y sugerencias interesantes, pero unas cuantas frases fragmentarias repartidas por diferentes libros difícilmente constituyen un precursor en toda regla de la Escuela Austriaca. Sin embargo, un precursor más interesante del austriaco sólo ha llamado la atención de los historiadores en los últimos años: el trabajo de base de la teoría austriaca de la productividad marginal, el proceso por el que el valor de los productos finales se imputa a los medios, o factores, de producción.

En su obra poco conocida, los Tópicos, así como en su posterior Retórica, Aristóteles se dedicó a analizar filosóficamente la relación entre los fines humanos y los medios con los que el hombre los persigue. Estos medios, o «instrumentos de producción», derivan necesariamente su valor de los productos finales útiles para el hombre, «los instrumentos de acción». Cuanto mayor sea la deseabilidad, o el valor subjetivo, de un bien, mayor será la deseabilidad, o el valor de los medios para llegar a ese producto. Más importante aún, Aristóteles introduce el elemento marginal en esta imputación al argumentar que si la adquisición o adición de un bien A a un bien C ya deseable crea un resultado más deseable que la adición del bien B, entonces A es más valorado que B. O, como dice Aristóteles «juzga por medio de una adición, y mira si la adición de A a la misma cosa que B hace que el conjunto sea más deseable que la adición de B». Aristóteles también introduce un concepto aún más específicamente preaustriaco, o prebawerkiano, al subrayar el valor diferencial de la pérdida, en lugar de la adición de un bien. El bien A será más valioso que el B, si se considera que la pérdida de A es peor que la pérdida de B. Como lo expresa claramente Aristóteles «Es el bien mayor cuyo contrario es el mal mayor, y cuya pérdida nos afecta más».

Aristóteles también tomó nota de la importancia de la complementariedad de los factores económicos de producción a la hora de imputar su valor. Una sierra, señaló, es más valiosa que una hoz en el arte de la carpintería, pero no es más valiosa en todas partes y en todas las actividades. También señaló que un bien con muchos usos potenciales será más deseable, o valioso, que un bien con un solo uso.

Los críticos de la importancia económica del análisis de Aristóteles afirman que, a excepción del pasaje de la sierra y la hoz, Aristóteles no hizo ninguna aplicación económica de su amplio tratamiento filosófico de la imputación. Pero esta acusación no tiene en cuenta el crucial punto austriaco —que el economista austriaco del siglo XX Ludwig von Mises elaboró con especial fuerza— de que la teoría económica no es más que una parte, un subconjunto, de un análisis «praxeológico» más amplio de la acción humana. Al analizar las implicaciones lógicas del empleo de medios para la consecución de fines en toda acción humana, Aristóteles comenzó brillantemente a sentar las bases de la teoría austriaca de la imputación y la productividad marginal más de dos milenios después.

1.9 El colapso después de Aristóteles

Es notable que la gran explosión del pensamiento económico en el mundo antiguo abarcara sólo dos siglos —el quinto y el cuarto antes de Cristo— y sólo en un país, Grecia. El resto del mundo antiguo, e incluso Grecia antes y después de estos siglos, fue esencialmente un desierto de pensamiento económico. De las grandes civilizaciones antiguas de Mesopotamia y la India no salió nada sustancial, y muy poco, salvo el pensamiento político, en la civilización de muchos siglos de China. Sorprendentemente, poco o ningún pensamiento económico surgió de esas civilizaciones, a pesar de que las instituciones económicas: el comercio, el crédito, la minería, la artesanía, etc. eran a menudo muy avanzadas, e incluso más que en Grecia. He aquí un importante indicio de que, en contra de los marxistas y otros deterministas económicos, el pensamiento y las ideas económicas no surgen simplemente como un reflejo del desarrollo de las instituciones económicas.

Es imposible que los historiadores del pensamiento puedan llegar a penetrar por completo en los misterios de la creatividad del alma humana y, por tanto, explicar por completo este florecimiento relativamente breve del pensamiento humano. Pero seguramente no es casualidad que fueran los filósofos griegos los que nos proporcionaran los primeros fragmentos de teoría económica sistemática. Pues también la filosofía era prácticamente inexistente en el resto del mundo antiguo o antes de esta época en Grecia. La esencia del pensamiento filosófico es que penetra en los caprichos ad hoc de la vida cotidiana para llegar a verdades que trascienden los accidentes cotidianos de tiempo y lugar. La filosofía llega a verdades sobre el mundo y sobre la vida humana que son absolutas, universales y eternas, al menos mientras el mundo y la humanidad duren. Llega, en definitiva, a un sistema de leyes naturales. Pero el análisis económico es un subconjunto de esa investigación, porque la auténtica teoría económica sólo puede avanzar más allá de los cambiantes acontecimientos cotidianos penetrando en verdades sobre la acción humana que son absolutas, inmutables y eternas, que no se ven afectadas por los cambios de tiempo y lugar. El pensamiento económico, al menos el pensamiento económico correcto, es en sí mismo un subconjunto de las leyes naturales en su propia rama de investigación.

Si recordamos los retazos de pensamiento económico aportados por los griegos: Hesíodo sobre la escasez, Demócrito sobre el valor subjetivo y la utilidad, la influencia de la oferta y la demanda sobre el valor, y sobre la preferencia temporal, Platón y Jenofonte sobre la división del trabajo, Platón sobre las funciones del dinero, Aristóteles sobre la oferta y la demanda, el dinero, el intercambio y la imputación del valor de los fines a los medios, vemos que todos estos hombres se centraban en las implicaciones lógicas de unos pocos axiomas ampliamente empíricos de la vida humana: la existencia de la acción humana, la eterna persecución de los fines mediante el empleo de medios escasos, la diversidad y la desigualdad entre los hombres. Estos axiomas son ciertamente empíricos, pero son tan amplios y generalizados que se aplican a toda la vida humana, en cualquier momento y lugar. Una vez articulados y expuestos, impulsan el asentimiento a su verdad mediante un choque de reconocimiento: una vez articulados, se hacen evidentes para la mente humana. Dado que estos axiomas se establecen como ciertos y apodícticos, los procesos de la lógica —en sí mismos universales y apodícticos y que trascienden el tiempo y el lugar— pueden utilizarse para llegar a conclusiones absolutamente verdaderas.

Aunque este método de razonamiento —de la filosofía y de la economía— es empírico, al derivar del mundo, y verdadero, va a contracorriente de las filosofías modernas de la ciencia. En el positivismo moderno, o en el neopositivismo, por ejemplo, la «evidencia» es mucho más estrecha, fugaz y abierta al cambio. En gran parte de la economía moderna, que utiliza el método positivista, las «pruebas empíricas» son un conjunto de acontecimientos económicos aislados y limitados, cada uno de los cuales se concibe como fragmentos homogéneos de información, supuestamente utilizados para «probar», para confirmar o refutar, las hipótesis económicas. Estos bits, como los experimentos de laboratorio, se supone que dan lugar a «pruebas» para comprobar una teoría. El positivismo moderno no está preparado para entender o manejar un sistema de análisis —ya sea la filosofía griega clásica o la teoría económica— basado en deducciones a partir de axiomas fundamentales tan ampliamente empíricos como para ser virtualmente autoevidentes —evidentes para uno mismo— una vez que se articulan. El positivismo no comprende que los resultados de los experimentos de laboratorio sólo son «pruebas» porque también hacen evidentes a los científicos (o a otros que siguen los experimentos), es decir, hacen evidentes para el yo hechos o verdades que antes no eran evidentes. Los procesos deductivos de la lógica y las matemáticas hacen lo mismo: obligan a asentir haciendo evidentes cosas que antes no lo eran. La teoría económica correcta, que hemos denominado teoría «praxeológica», es otra forma de hacer evidentes las verdades a la mente humana.

Incluso la política, de la que algunos se burlan por no ser pura o estrictamente económica, influye mucho en el pensamiento económico. La política es, por supuesto, un aspecto de la acción humana, y gran parte de ella tiene un impacto crucial en la vida económica. Se puede llegar, y se ha llegado, a verdades eternas de la ley natural sobre los aspectos económicos de la política, y no se pueden descuidar en un estudio del desarrollo del pensamiento económico. Cuando Demócrito y Aristóteles defendieron un régimen de propiedad privada y Aristóteles demolió la representación de Platón de un comunismo ideal, estaban realizando un importante análisis económico de la naturaleza y las consecuencias de los sistemas alternativos de control y propiedad de los bienes.

Aristóteles fue la culminación del pensamiento económico antiguo, al igual que la filosofía clásica. La teorización económica se derrumbó tras la muerte de Aristóteles, y las épocas helenística y romana posteriores estuvieron prácticamente desprovistas de pensamiento económico. Una vez más, es imposible explicar completamente la desaparición del pensamiento económico, pero seguramente una de las razones debió ser la desintegración de la otrora orgullosa polis griega después de la época de Aristóteles. Las ciudades-estado griegas fueron objeto de conquista y desintegración, empezando por el imperio de Alejandro Magno durante la vida de su antiguo mentor Aristóteles. Finalmente, Grecia, muy disminuida en riqueza y prosperidad económica, fue absorbida por el Imperio Romano.

No es de extrañar, pues, que las únicas referencias a los asuntos económicos sean consejos de desesperación, en los que varios filósofos griegos exhortan inútilmente a sus seguidores a resolver el problema de la escasez agravada frenando drásticamente sus deseos y carencias. En resumen, si te sientes miserable y pobre, acepta tu suerte como el destino inevitable del hombre y trata de no querer más de lo que tienes. Este consejo de desesperación y desesperanza fue predicado por Diógenes (412-323 a.C.), fundador de la escuela de los cínicos, y por Epicuro (343-270 a.C.), fundador de los epicúreos. Diógenes y los cínicos persiguieron esta cultura de la pobreza hasta el punto de adoptar el nombre y la vida de los perros; el propio Diógenes se instaló en un barril. En consonancia con su perspectiva, Diógenes denunció al héroe Prometeo, que en el mito griego robó el don del fuego a los dioses y así hizo posible la innovación, el crecimiento del conocimiento humano y el progreso de la humanidad. Prometeo, escribió Diógenes, fue debidamente castigado por los dioses por esta fatídica acción.

Como resumió Bertrand Russell:

Aristóteles es el último filósofo griego que se enfrenta al mundo alegremente; después de él, todos tienen, de una forma u otra, una filosofía de la retirada. El mundo es malo; aprendamos a ser independientes de él. Los bienes externos son precarios; son el regalo de la fortuna, no la recompensa de nuestros propios esfuerzos.

La escuela de filósofos griegos más interesante e influyente después de Aristóteles fue la de los estoicos, fundada por Zenón de Citio (c.336-264 a.C.), que apareció hacia el año 300 a.C. en Atenas para enseñar en un pórtico pintado (stoa poikile), por lo que él y sus seguidores fueron llamados estoicos. Aunque los estoicos empezaron como una rama del cinismo, predicando la extinción del deseo de bienes mundanos, adquirieron una nota nueva y más optimista con el segundo gran fundador del estoicismo, Crisipo (281-208 a.C.). Mientras que Diógenes había predicado que el amor al dinero era la raíz de todos los males, Crisipo contraatacó con la ocurrencia de que el «hombre sabio dará tres saltos mortales por una tarifa adecuada». Crisipo también tenía razón en cuanto a la desigualdad y la diversidad inherentes al hombre: «Nada», señaló, «puede impedir que algunos asientos en el teatro sean mejores que otros».

Pero la contribución más importante del pensamiento estoico fue en la filosofía ética, política y jurídica, pues fueron los estoicos quienes desarrollaron y sistematizaron por primera vez, especialmente en el ámbito jurídico, el concepto y la filosofía de la ley natural. Precisamente porque Platón y Aristóteles estaban circunscritos políticamente por la polis griega, su filosofía moral y jurídica quedó estrechamente entrelazada con la ciudad-estado griega. Para los socráticos, la ciudad-estado, y no el individuo, era el lugar de la virtud humana. Pero la destrucción o subyugación de la polis griega después de Aristóteles liberó el pensamiento de los estoicos de su mezcla con la política. Los estoicos fueron, por tanto, libres de utilizar su razón para exponer una doctrina de la ley natural centrada no en la polis, sino en cada individuo, y no en cada estado, sino en todos los estados del mundo. En resumen, en manos de los estoicos, la ley natural se convirtió en absoluta y universal, trascendiendo las barreras políticas o las limitaciones fugaces de tiempo y lugar. La ley y la ética, los principios de justicia, se convirtieron en transculturales y transnacionales, aplicándose a todos los seres humanos en todas partes. Y como todo hombre posee la facultad de la razón, puede emplear la recta razón para comprender las verdades de la ley natural. La importante implicación para la política es que la ley natural, la ley moral justa y adecuada descubierta por la recta razón del hombre, puede y debe utilizarse para realizar una crítica moral de las leyes positivas creadas por el hombre en cualquier estado o polis. Por primera vez, el derecho positivo se somete continuamente a una crítica trascendente basada en la naturaleza universal y eterna del hombre.

Sin duda, a los estoicos les ayudó a llegar a su desprecio cosmopolita por los estrechos intereses de la polis el hecho de que la mayoría de ellos eran orientales que habían llegado desde fuera de la Grecia continental. Zenón, el fundador, descrito como «alto, enjuto y moreno», procedía de Citio, en la isla de Chipre. Muchos, como Crisipo, procedían de Tarso, en Cilicia, en el continente de Asia Menor, cerca de Siria. Los estoicos griegos posteriores se concentraron en Rodas, una isla de Asia Menor.

El estoicismo duró 500 años, y su influencia más importante se transmitió de Grecia a Roma. Los estoicos posteriores, durante los dos primeros siglos después del nacimiento de Cristo, eran romanos más que griegos. El gran transmisor de las ideas estoicas de Grecia a Roma fue el famoso estadista, jurista y orador romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.). Después de Cicerón, las doctrinas estoicas de la ley natural influyeron en gran medida en los juristas romanos de los siglos II y III d.C., y contribuyeron así a dar forma a las grandes estructuras del derecho romano que se impregnaron en la civilización occidental. La influencia de Cicerón estaba asegurada por su estilo lúcido y chispeante, y por el hecho de que fue el primer estoico en escribir en latín, la lengua de la ley romana y de todos los pensadores y escritores de Occidente hasta finales del siglo XVII. Además, los escritos de Cicerón y de otros latinos se han conservado mucho mejor que los restos fragmentarios que tenemos de los griegos.

Los escritos de Cicerón estuvieron fuertemente influenciados por el líder estoico griego, el aristócrata Panaecio de Rodas (c.185-110 a.C.) y de joven viajó allí para estudiar con su seguidor, Posidonio de Rodas (135-51 a.C.), el mayor estoico de su época. No hay mejor manera de resumir la filosofía estoica de la ley natural de Cicerón que citando lo que uno de sus seguidores llamó sus «palabras casi divinas». Parafraseando y desarrollando la definición y perspicacia de Crisipo, Cicerón escribió:

Hay una ley verdadera, la recta razón, conforme a la naturaleza, conocida por todos los hombres, constante y eterna, que llama al deber por sus preceptos, disuade del mal por su prohibición... Esta ley no puede ser incumplida sin culpa... Tampoco hay una ley en Roma y otra en Atenas, una cosa ahora y otra después; sino que la misma ley, inmutable y eterna, obliga a todas las razas de hombres y a todos los tiempos; y hay un común, por así decirlo, maestro y gobernante: Dios, el autor, promulgador e impulsor de esta ley. Quien no la obedece se aparta de [su verdadero] ser, desprecia la naturaleza del hombre y se inflige las mayores penas…

Cicerón también aportó al pensamiento occidental una gran parábola antiestatista que resonó a lo largo de los siglos, una parábola que revelaba la naturaleza de los gobernantes del Estado como nada más que piratas. Cicerón contó la historia de un pirata que fue arrastrado a la corte de Alejandro Magno. Cuando Alejandro le denunció por piratería y bandolerismo y le preguntó al pirata qué impulso le había llevado a hacer inseguro el mar con su único y pequeño barco, el pirata respondió mordazmente: «el mismo impulso que te ha llevado a ti [Alejandro] a hacer inseguro el mundo entero».

Pero a pesar de sus importantes contribuciones a la filosofía moral y jurídica, ni los estoicos ni otros romanos aportaron nada más significativo al pensamiento económico. Sin embargo, el derecho romano influyó en gran medida e impregnó los desarrollos jurídicos posteriores en Occidente. El derecho privado romano elaboró, por primera vez en Occidente, la idea de que los derechos de propiedad eran absolutos, y que cada propietario tenía derecho a utilizar su propiedad como creyera conveniente. De ahí surgió el derecho a contratar libremente, interpretando los contratos como transferencias de títulos de propiedad. Algunos juristas romanos declararon que los derechos de propiedad eran exigidos por la ley natural. Los romanos también fundaron el derecho mercantil, y el derecho romano influyó mucho en el derecho común de los países de habla inglesa y en el derecho civil del continente europeo.

1.10 El taoísmo en la antigua China

El único otro cuerpo de pensamiento antiguo que merece la pena mencionar es el de las escuelas de filosofía política de la antigua China. Aunque notable por sus conocimientos, el pensamiento chino antiguo no tuvo prácticamente ninguna repercusión fuera del aislado Imperio Chino en siglos posteriores, por lo que sólo se tratará brevemente.

Las tres principales escuelas de pensamiento político: los legalistas, los taoístas y los confucianos, se establecieron entre los siglos VI y IV antes de Cristo. A grandes rasgos, los legalistas, la última de las tres grandes escuelas, simplemente creían en el máximo poder del Estado y aconsejaban a los gobernantes cómo aumentar ese poder. Los taoístas fueron los primeros libertarios del mundo, que creían en la casi nula injerencia del Estado en la economía o la sociedad, y los confucianos eran partidarios de la vía intermedia en esta cuestión fundamental. La figura señera de Confucio (551-479 a.C.), cuyo nombre era en realidad Ch’iu Chung-ni, era un hombre erudito procedente de una familia empobrecida pero aristocrática de la caída dinastía Yin, que llegó a ser Gran Mariscal del estado de Sung. En la práctica, aunque mucho más idealista, el pensamiento confuciano difería poco de los legalistas, ya que el confucianismo se dedicaba en gran medida a instalar una burocracia educada con mentalidad filosófica para gobernar en China.

Los más interesantes de los filósofos políticos chinos fueron, con mucho, los taoístas, fundados por la inmensamente importante pero oscura figura de Lao Tzu. Poco se sabe de la vida de Lao Tzu, pero parece que fue contemporáneo y conocido personal de Confucio. Al igual que éste, procedía del estado de Sung y era descendiente de la baja aristocracia de la dinastía Yin. Ambos vivieron en una época de agitación, guerras y estatismo, pero cada uno reaccionó de forma muy diferente. Para Lao Tzu, la idea de que el individuo y su felicidad eran la unidad clave de la sociedad fue elaborada. Si las instituciones sociales obstaculizaban el florecimiento del individuo y su felicidad, entonces esas instituciones debían reducirse o abolirse por completo. Para el individualista Lao Tzu, el gobierno, con sus «leyes y reglamentos más numerosos que los pelos de un buey», era un vicioso opresor del individuo, y «más temible que los tigres feroces». El gobierno, en suma, debe limitarse al mínimo posible; la «inacción» se convirtió en la consigna para Lao Tzu, ya que sólo la inacción del gobierno puede permitir que el individuo florezca y alcance la felicidad. Cualquier intervención del gobierno, declaraba, sería contraproducente, y llevaría a la confusión y a la agitación. Lao Tzu, el primer economista político que discernió los efectos sistémicos de la intervención gubernamental, tras referirse a la experiencia común de la humanidad, llegó a su penetrante conclusión: «Cuantos más tabúes y restricciones artificiales haya en el mundo, más se empobrece la gente... Cuanto más se dé importancia a las leyes y reglamentos, más ladrones y atracadores habrá».

Lo peor de las intervenciones gubernamentales, según Lao Tzu, era la fuerte fiscalidad y la guerra. «El pueblo pasa hambre porque los superiores al robo consumen un exceso de impuestos» y, «donde se han estacionado ejércitos, crecen espinas y zarzas. Después de una gran guerra, es seguro que vendrán años duros de hambruna».

Lo más sabio es mantener el gobierno simple e inactivo, porque entonces el mundo «se estabiliza».

Como dijo Lao Tzu «Por lo tanto, el Sabio dice: No tomo ninguna acción y el pueblo se transforma, favorezco la quietud y el pueblo se endereza, no tomo ninguna acción y el pueblo se enriquece...».

Profundamente pesimista, y sin ver ninguna esperanza de un movimiento de masas que corrigiera el gobierno opresor, Lao Tzu aconsejó el ya conocido camino taoísta de la retirada, el repliegue y la limitación de los propios deseos.

Dos siglos después, el gran seguidor de Lao Tzu, Chuang Tzu (369-c.286 a.C.), se basó en las ideas del maestro sobre el laissez-faire para llevarlas a su conclusión lógica: el anarquismo individualista. El influyente Chuang Tzu, un gran estilista que escribía en parábolas alegóricas, fue por tanto el primer anarquista de la historia del pensamiento humano. El muy erudito Chuang Tzu era nativo del estado de Meng (ahora probablemente en la provincia de Honan), y también descendía de la antigua aristocracia. Funcionario menor en su estado natal, la fama de Chuang Tzu se extendió por toda China, hasta el punto de que el rey Wei del reino de Ch’u envió un emisario a Chuang Tzu con grandes regalos y le instó a convertirse en el principal ministro de Estado del rey. El despectivo rechazo de Chuang Tzu a la oferta del rey es una de las grandes declaraciones de la historia sobre los males que subyacen en los adornos del poder estatal y las virtudes contrastadas de la vida privada:

Mil onzas de oro es, en efecto, una gran recompensa, y el cargo de ministro principal es realmente una posición elevada. Pero, ¿no ha visto usted, señor, el buey de los sacrificios que aguarda en el santuario real del Estado? Está bien cuidado y alimentado durante unos años, caparazonado con ricos brocados, para que esté listo para ser conducido al Gran Templo. En ese momento, aunque cambiaría gustosamente de lugar con cualquier cerdo solitario, ¿puede hacerlo? Así que, ¡rápido y fuera de aquí! No me mancilles. Prefiero vagar y holgazanear en una zanja fangosa, en mi propia diversión, que ser sometido a las restricciones que el gobernante impondría. Nunca tomaré ningún servicio oficial, y así [seré libre] de satisfacer mis propios propósitos.

Chuang Tzu reiteró y embelleció la devoción de Lao Tzu por el laissez-faire y la oposición al gobierno del Estado: «Ha existido algo así como dejar a la humanidad en paz; nunca ha existido algo así como gobernar a la humanidad [con éxito]». Chuang Tzu fue también el primero en elaborar la idea del «orden espontáneo», descubierta por Proudhon en el siglo XIX y desarrollada por F.A. von Hayek, de la Escuela Austriaca, en el XX. Así, Chuang Tzu: «El buen orden resulta espontáneamente cuando se deja a las cosas en paz».

Pero mientras que la gente en su «libertad natural» puede dirigir su vida muy bien por sí misma, las reglas y edictos del gobierno distorsionan esa naturaleza en un lecho artificial de Procusto. Como escribió Chuang Tzu, «El pueblo llano tiene una naturaleza constante; hila y se viste, cultiva y se alimenta... es lo que puede llamarse su «libertad natural»». Este pueblo de libertad natural nacía y moría por sí mismo, no sufría restricciones ni ataduras, y no era ni pendenciero ni desordenado. Si los gobernantes establecieran ritos y leyes para gobernar al pueblo, «no sería, en efecto, diferente de estirar las patas cortas del pato y recortar las largas de la garza» o «atar a un caballo». Tales reglas no sólo no serían beneficiosas, sino que causarían un gran daño. En resumen, concluyó Chuang Tzu, el mundo «simplemente no necesita ser gobernado; de hecho, no debe ser gobernado».

Chuang Tzu, además, fue quizás el primer teórico que vio al Estado como un bandido en toda regla: «Un ladrón de poca monta es encarcelado. Un gran bandido se convierte en gobernante de un Estado». Así, la única diferencia entre los gobernantes del Estado y los caciques ladrones es el tamaño de sus depredaciones. Este tema del gobernante como ladrón fue repetido, como hemos visto, por Cicerón, y más tarde por los pensadores cristianos de la Edad Media, aunque por supuesto se llegó a ellos de forma independiente.

El pensamiento taoísta floreció durante varios siglos, culminando en el pensador más decididamente anarquista, Pao Ching-yen, que vivió a principios del siglo IV d.C., y de cuya vida no se sabe nada. Elaborando sobre Chuang-Tzu, Pao contrastó las formas idílicas de los tiempos antiguos que no habían tenido gobernantes ni gobierno con la miseria infligida por los gobernantes de la época actual. En los primeros tiempos, escribió Pao, «no había gobernantes ni funcionarios. La gente cavaba pozos y bebía, cultivaba los campos y comía. Cuando salía el sol, iban a trabajar; y cuando se ponía, descansaban. Siguiendo plácidamente su camino sin estorbos, alcanzaban su propia plenitud». En la época sin Estado, no había guerras ni desórdenes:

Donde no se podían reunir caballeros y ejércitos no había guerra en el campo... Todavía no habían florecido las ideas de utilizar el poder para obtener ventajas. No se producían desastres ni desórdenes. No se usaban escudos ni lanzas; no se construían murallas ni fosos... La gente comía y se divertía; estaba despreocupada y contenta.

En este idilio de paz y satisfacción, escribió Pao Ching-yen, llegaron la violencia y el engaño instituidos por el Estado. La historia del gobierno es la historia de la violencia, del fuerte que saquea al débil. Los tiranos malvados se enzarzan en orgías de violencia; siendo gobernantes «podían dar rienda suelta a todos los deseos». Además, la institucionalización de la violencia por parte del gobierno significaba que los pequeños desórdenes de la vida cotidiana se intensificarían y ampliarían a una escala mucho mayor. Como dijo Pao:

Las disputas entre la gente común son asuntos meramente triviales, pues ¿qué alcance de consecuencias puede generar una contienda de fuerzas entre tipos comunes? No tienen tierras que se extiendan para despertar la avaricia... no ejercen ninguna autoridad a través de la cual puedan avanzar en su lucha. Su poder no es tal que pueda reunir seguidores en masa, y no tienen ningún temor que pueda sofocar [tales reuniones] de sus oponentes. ¿Cómo pueden compararse con el despliegue de la ira real, que puede desplegar ejércitos y mover batallones, haciendo que personas que no tienen enemistades ataquen a estados que no han hecho nada malo?.

A la acusación común de que ha pasado por alto a los gobernantes buenos y benévolos, Pao respondió que el propio gobierno es una explotación violenta de los débiles por parte de los fuertes. El sistema en sí es el problema, y el objetivo del gobierno no es beneficiar al pueblo, sino controlarlo y saquearlo. No hay gobernante que pueda compararse en virtud con una condición de no gobierno.

Pao Ching-yen también realizó un magistral estudio de psicología política al señalar que la propia existencia de la violencia institucionalizada por el Estado genera una violencia imitativa entre el pueblo. En un mundo feliz y sin Estado, declaró Pao, el pueblo se volcaría naturalmente en pensamientos de buen orden y no estaría interesado en saquear a sus vecinos. Pero los gobernantes oprimen y saquean al pueblo y «lo hacen trabajar sin descanso y le arrebatan las cosas sin cesar». De ese modo, se estimula el robo y el bandolerismo entre el pueblo infeliz, y las armas y armaduras, destinadas a pacificar al público, son robadas por los bandidos para intensificar su saqueo. «Todas estas cosas se producen porque hay gobernantes». La idea común, concluyó Pao, de que se necesita un gobierno fuerte para combatir los desórdenes entre el pueblo, comete el grave error de confundir causa y efecto.

El único chino con opiniones notables en el ámbito más estrictamente económico fue el distinguido historiador del siglo II a.C., Ssu-ma Ch’ien (145-c.90 a.C.). Ch’ien era un defensor del laissez-faire, y señalaba que un gobierno mínimo permitía la abundancia de alimentos y ropa, al igual que la abstención del gobierno de competir con la empresa privada. Esto era similar al punto de vista taoísta, pero Ch’ien, un hombre mundano y sofisticado, descartó la idea de que la gente pudiera resolver el problema económico reduciendo los deseos al mínimo. La gente, sostenía Ch’ien, prefería los mejores y más asequibles bienes y servicios, así como la facilidad y la comodidad. Por tanto, los hombres son buscadores habituales de riqueza.

Dado que Ch’ien pensaba muy poco en la idea de limitar los propios deseos, se vio impulsado, mucho más que los taoístas, a investigar y analizar las actividades del mercado libre. Así, vio que la especialización y la división del trabajo en el mercado producían bienes y servicios de forma ordenada:

Cuando cada persona trabaja en su propia ocupación y se deleita en su propio negocio, entonces, como el agua que fluye hacia abajo, los bienes fluirán naturalmente sin cesar, día y noche, sin ser convocados, y la gente producirá productos básicos sin haber sido solicitados.

Para Ch’ien, este era el resultado natural del libre mercado. «¿No se alía esto con la razón? ¿No es un resultado natural?» Además, los precios se regulan en el mercado, ya que los precios excesivamente baratos o caros tienden a corregirse y alcanzar un nivel adecuado.

Pero si el mercado libre se autorregula, preguntó Ch’ien con perspicacia, «¿qué necesidad hay de directivas gubernamentales, movilizaciones de trabajadores o asambleas periódicas?» ¿Qué necesidad, en efecto?.

Ssu-ma Ch’ien también expuso la función del empresario en el mercado. El empresario acumula riqueza y funciona anticipando las condiciones (es decir, previendo) y actuando en consecuencia. En resumen, se mantiene «atento a las oportunidades de los tiempos».

Por último, Ch’ien fue uno de los primeros teóricos monetarios del mundo. Señaló que el aumento de la cantidad y la degradación de la calidad de la moneda por parte del gobierno deprecian el valor del dinero y hacen subir los precios. Y vio también que el gobierno tendía intrínsecamente a participar en este tipo de inflación y envilecimiento.

Este es el primer capítulo de Una perspectiva austriaca de la historia del pensamiento económico, disponible exclusivamente en la Mises Store.

Bibliografía

El único libro que abarca todo el pensamiento económico antiguo en países como Mesopotamia, India y China es Joseph J. Spengler, Origins of Economic Thought and Justice (Carbondale, Ill., Southern Illinois University Press, 1980). Aunque el profesor Spengler probablemente no hubiera estado de acuerdo con esta valoración, su libro demuestra que prácticamente no surgió nada de interés del pensamiento económico de estas antiguas civilizaciones. La excepción es la filosofía política china (especialmente el taoísmo), sobre la que la obra definitiva es el esclarecedor Kung-chuan Hsiao, A History of Chinese Political Thought, Vol. One: From the Beginnings to the Sixth Century A.D. (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1979). Sobre un defensor chino del laissez-faire, véase Joseph J. Spengler, «Ssu-ma Ch’ien, Unsuccessful Exponent of Laissez Faire», Southern Economic Journal (enero de 1964), pp. 223-43.

Las únicas historias del pensamiento económico que hacen justicia a la contribución griega son Spiegel, The Growth of Economic Thought y Barry Gordon, Economic Analysis Before Adam Smith (Nueva York: Barnes & Noble, 1975). Spiegel es especialmente bueno en lo que respecta a Demócrito, y Gordon es bueno en lo que respecta a Hesíodo y trata ampliamente el pensamiento económico griego. Gordon también es el único que se ocupa del pensamiento económico judío. Sin embargo, su título es engañoso, ya que el libro se detiene en los escolásticos tardíos, mucho antes de la época de Adam Smith.

S. Todd Lowry, «Recent Literature on Ancient Greek Economic Thought», Journal of Economic Literature, 17 (marzo de 1979), pp. 65-86, ofrece una amplia revisión bibliográfica comentada del pensamiento económico griego. Véase también Lowry, The Archaeology of Economic Ideas: The Classical Greek Tradition (Durham, NC: Duke University Press, 1987). La edición de Oxford W.D. Ross de las obras de Aristóteles es la estándar. En cuanto a la fascinante controversia sobre el significado de la ecuación de intercambio de Aristóteles, la extensa y erudita, pero totalmente equivocada, lectura de Jevons en Aristóteles se encuentra en Josef Soudek, «Aristotle’s Theory of Exchange: An Inquiry into the Origin of Economic Analysis», Proceedings of the American Philosophical Society 96 (febrero de 1952), pp. 45-75, mientras que Barry Gordon defiende a Aristóteles como un proto-Marshallian: «Aristotle and the Development of Value Theory», Quarterly Journal of Economics, 78 (febrero de 1964), pp. 115-28. Mucho mejores son dos estudiosos que tuvieron el valor de ver la ecuación del intercambio como un sinsentido: el gran intérprete de Aristóteles, H.H. Joachim, en su Aristóteles: The Nichomachean Ethics (Oxford: The Clarendon Press, 1951), especialmente 148-51, y el historiador de la antigüedad Moses I. Finley, en su «Aristotle and Economic Analysis», Past and Present (mayo de 1970), pp. 3-25, reimpreso en Finley (ed), Studies in Ancient Society (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1974), pp. 26-52.

En Odd Langholm, Price and Value in the Aristotelian Tradition (Bergen: Universitetsforlaget, 1979), se hace una crítica detallada de las distintas traducciones latinas de la discusión de Aristóteles sobre el valor económico.

Joseph J. Spengler, en su excelente «Aristotle on Economic Imputation and Related Matters», Southern Economic Journal, 21 (abril de 1955), pp. 371-89, muestra que la teoría de la imputación de Aristóteles fue un precursor de la teoría de la imputación praxeológica y austriaca de los siglos XIX y XX. Sin embargo, el propio Spengler infravaloró los resultados de su propia investigación, ya que no se dio cuenta de que la teoría de la imputación de Aristóteles era una importante contribución al análisis de la acción y a la praxeología, aunque no se ocupara de cuestiones estrictamente económicas.

También sobre Aristóteles como preaustraliano, véase Emil Kauder, «Genesis of the Marginal Utility Theory: From Aristotle to the end of the Eighteenth Century», Economic Journal, 43 (Sept. 1953), pp. 638-50.

Sobre Platón como totalitario, véase la contundente y muy influyente obra de un destacado filósofo moderno, Karl R. Popper, The Open Society and Its Enemies (3ª ed. rev., 2 vols, Princeton, NJ: Princeton University Press, 1957). Lamentablemente, Popper confunde el totalitarismo político de Platón con la tiranía espuria que supuestamente implica el hecho de que Platón creía en la verdad absoluta y en la ética racional. Para un moderno metafísico ad hoc como Popper, cualquier creencia firme en la verdad, en lo blanco y lo negro, huele a «dogmatismo» y «despotismo». En defensa de Platón, se han puesto al día John Wild, Plato’s Modern Enemies and the Theory of Natural Law (Chicago: University of Chicago Press, 1953), y Ronald B. Levinson, In Defense of Plato (Cambridge: Harvard University Press, 1953). Para un ataque al totalitarismo de Platón y una exposición de los sofistas, los oponentes de la filosofía socrática, como liberales clásicos en política, véase Eric A. Havelock, The Liberal Temper in Greek Politics (New Haven: Yale University Press, 1957). Por otra parte, para un artículo más reciente que confirma la opinión de que la polis griega era intrínsecamente estatista, no tenía ninguna concepción del liberalismo clásico ni de la libertad individual, y se basaba en el trabajo de los esclavos, véase Paul A. Rahe, «The Primacy of Politics in Classical Greece», American Historical Review (abril de 1984), pp. 265-93. Sobre Platón y la división del trabajo, véase Williamson M. Evers, «Specialization and the Division of Labor in the Social Thought of Plato and Rousseau», The Journal of Libertarian Studies, 4 (invierno de 1980), pp. 45-64; Vernard Foley, «The Division of Labor in Plato and Smith», History of Political Economy, 6 (verano de 1974), pp. 220-42: Paul J. McNulty, «A Note on the Division of Labor in Plato and Smith», History of Political Economy, 7 (otoño de 1975), pp. 372-8; y Foley, «Smith and the Greeks: A Reply to Professor McNulty’s Comments», ibídem, pp. 379-89.

Sobre la influencia de Plotino y la supuesta alienación inherente del hombre a superar a través de la historia, véase la esclarecedora discusión en Leszek Kolakowksi, Main Currents of Marxism, I: The Founders (Nueva York: Oxford University Press, 1981), pp. 11-23.

La elocuente cita de Cicerón sobre la definición de la ley natural puede encontrarse, entre otros lugares, en Michael Bertram Crowe, The Changing Profile of the Natural Law (La Haya: Martinus Nijhoff, 1977), pp. 37-8, Crowe incluye a los teóricos de la ley natural entre los griegos y los romanos; y su parábola de Alejandro y el pirata en On the Commonwealth de Cicerón (Columbus: Ohio State University Press, 1929), Libro III, SIV, p. 210.

  • 1H.H. Joachim, Aristóteles: The Nichomachean Ethics (Oxford: The Clarendon Press, 1951), p. 50. Véase también Moses I. Finley, «Aristotle and Economic Analysis», en Studies in Ancient Society (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1974), pp. 32-40.
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