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La guerra de Ucrania no tiene que ver con la democracia. Se trata de Estados buscando más poder.

El profesor de leyes de la Universidad George Mason, Ilya Somin, escribe para The Volokh Conspiracy, de la revista Reason. Argumenta que la guerra en Ucrania equivale a un enfrentamiento entre la democracia liberal y el nacionalismo autoritario y que estos intereses deben tenerse en cuenta a la hora de seguir apoyando a Ucrania.

Somin argumenta que la ideología del bando vencedor en una guerra recibe un impulso, señalando el ascenso y posterior caída del fascismo y el comunismo. Estos ejemplos son, cuando menos, escasos, y difícilmente demuestran que una victoria bélica conduzca necesariamente al triunfo de la ideología del vencedor.

Para empezar, los propios ejemplos de Somin sobre el ascenso del comunismo y el fascismo parecen refutar su propio argumento. Las potencias democráticas más o menos liberales de la Entente ganaron la Primera Guerra Mundial, pero en lugar de ver cómo las democracias liberales se fortalecían, las vimos caer ante las fuerzas del fascismo y el nacionalsocialismo.

Por otra parte, los bolcheviques no obtuvieron una victoria aplastante en la Primera Guerra Mundial. Más bien, los comunistas entregaron vastas extensiones de tierra a las Potencias Centrales para retirarse de la guerra, se vieron envueltos en una prolongada y brutal guerra civil y, finalmente, su invasión de Polonia fue aplastada por el naciente Estado polaco.

Sin duda, el comunismo mundial recibió un impulso tras el establecimiento de la Unión Soviética, pero no se puede negar que ello se debió, al menos en parte, al apoyo de la URSS a los subversivos comunistas de todo el mundo.

O tomemos la Guerra Fría. Con el colapso de la URSS en un montón oxidado, cabría esperar que las democracias occidentales triunfantes se hubieran unido al resto del mundo basándose en la teoría de Somin. A pesar de las declaraciones sobre el fin de la historia, eso apenas ha ocurrido.

Basta con ver quién sanciona a Rusia en estos momentos y quién no para darse cuenta de que la ideología victoriosa difícilmente tiene garantizado el enjambre de nuevos amigos deseosos de subirse al carro.

En lugar de que la guerra sea principalmente una lucha ideológica entre las fuerzas del bien y del mal, existe una explicación más sensata y sólida de por qué se libra la guerra, que a su vez altera la forma de ver lo que está en juego; esa explicación se encuentra en cómo los Estados tratan de promover sus propios intereses y poder, o lo que podríamos llamar «interés nacional».

A estas alturas, es probable que muchos lectores estén familiarizados con la interpretación realista ofensiva de la crisis, y luego guerra total, en Ucrania ofrecida por John Mearsheimer en 2014 en Foreign Affairs y más tarde en una conferencia en YouTube que desde entonces ha sido vista más de veintiocho millones de veces. En resumen, Mearsheimer sostiene que las potencias occidentales son responsables de la crisis porque ignoraron los intereses nacionales y las preocupaciones de seguridad de Rusia, en particular ofreciendo la futura adhesión a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) tanto a Georgia como a Ucrania en la cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest en 2008.

Rusia se indignó por ello y dio a conocer su descontento, primero con protestas verbales y más tarde invadiendo Georgia.

Esta amenaza de expansión de la OTAN continuó una tendencia desde el final de la Guerra Fría de ignorar tanto los intereses estatales rusos como a los expertos estadounidenses que predijeron la misma crisis en la que nos encontramos ahora. George Kenan declaró en 1998 que la expansión de la OTAN conduciría a una nueva guerra fría. Del mismo modo, el ex embajador en la Unión Soviética Jack Matlock declaró «La expansión de la OTAN fue el error estratégico más profundo cometido desde el final de la Guerra Fría». En palabras de Ted Galen Carpenter «era totalmente previsible que la expansión de la OTAN conduciría en última instancia a una ruptura trágica, tal vez violenta, de las relaciones con Moscú. Analistas perspicaces advirtieron de las probables consecuencias, pero esas advertencias no fueron escuchadas. Ahora estamos pagando el precio de la miopía y la arrogancia del establishment de la política exterior de EEUU».

Las relaciones empeoraron en 2014, en pleno derrocamiento del gobierno ucraniano democráticamente elegido pero prorruso, cuando una llamada interceptada entre la entonces secretaria de Estado adjunta, Victoria Nuland, y el embajador de EEUU en Ucrania, Geoffrey Pyatt, en la que discutían casualmente sobre quién debía convertirse en el próximo presidente de Ucrania. Imaginemos cómo reaccionaría los Estados Unidos si China apoyara el derrocamiento del gobierno de México y los Estados Unidos interceptara una llamada entre agentes chinos decidiendo quién sería el nuevo presidente. Obviamente, la mayoría de los americanos pondrían el grito en el cielo, que es lo que ocurrió en Rusia, que entonces se apoderó de Crimea y respaldó a los separatistas del este.

Es importante señalar que los intereses nacionales no cambian necesariamente sólo por el tipo de régimen o la ideología. Una Rusia liberal seguiría interesada en asegurar sus fronteras, al igual que los EEUU, que no toleraría el estacionamiento de tropas chinas o rusas en Canadá o México. En su libro clásico e imprescindible libro The Tragedy of Great Power Politics, Mearsheimer llegó a argumentar que la Segunda Guerra Mundial se habría producido tanto si Adolf Hitler hubiera llegado al poder como si no, porque en el fondo, la mayoría de los conflictos internacionales son estructurales, no ideológicos. En palabras de Mearsheimer «Incluso sin Hitler y su ideología asesina, Alemania seguramente habría sido un Estado agresivo a finales de la década de 1930».

Esto es muy relevante, ya que Somin argumenta a favor de continuar la ayuda militar a Ucrania en parte sobre la base de que

una victoria ucraniana podría incluso ayudar a desacreditar el nacionalismo autoritario dentro de la propia Rusia, al igual que la derrota en la Primera Guerra Mundial desacreditó la ideología de los zares, y la derrota en la Guerra Fría ayudó a socavar el comunismo. De ser así, podríamos acabar con una Rusia más liberal y menos amenazadora. Sería una gran bendición para rusos, ucranianos y occidentales por igual.

Esta afirmación es muy dudosa a múltiples niveles. Por un lado, como ya se ha dicho y ha demostrado la continuidad entre la política exterior imperial y la de la Alemania nazi, los intereses nacionales no están ligados a la ideología.

En segundo lugar, Somin ni siquiera considera que si Vladimir Putin y su régimen fueran desacreditados por una vergonzosa derrota facilitada por la ayuda americana, Putin podría ser eventualmente sustituidopor alguien mucho más peligroso y nacionalista. Cabe recordar que los agravios por la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial contribuyeron a alimentar el ascenso de Hitler y los nacionalsocialistas.

En última instancia, no es sorprendente que Somin tenga un punto ciego cuando se trata de los intereses nacionales rusos, ya que no menciona en absoluto los intereses del Estado americano (es decir, los «intereses nacionales» americanos) en el conflicto. En lugar de argumentar a favor de seguir apoyando a Ucrania porque de alguna manera redunda en el interés nacional de América, Somin sostiene que debemos apoyar a Ucrania porque hacerlo redunda en interés de la ideología liberal. Mearsheimer aborda estas fantasías internacionales universalistas en su reciente libro The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities.

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