Power & Market

El espejismo de la desdolarización

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Toda la narrativa de la «desdolarización» no sólo es económicamente errónea —sino que en el fondo es un delirio colectivista.

El dólar es veneno en el sentido praxeológico. Es una moneda fiat —sin respaldo, inestable y sujeta a una continua degradación por parte del Estado estadounidense. Su dominio mundial no es una señal de virtud monetaria, sino de vicio comparativo: simplemente es menos terrible, o se percibe como tal, que las alternativas que ofrecen otros regímenes criminales. Los extranjeros no usan el dólar porque sea bueno; lo usan porque los criminales detrás de sus monedas locales son aún peores. El dólar es, trágicamente, el enano más alto en un páramo monetario.

Sin embargo, incluso este fíat envenenado mantiene su posición en el comercio internacional, no por la fuerza, sino por preferencia. Ningún decreto de Washington obliga a un importador vietnamita, a un comerciante de petróleo nigeriano o a un banquero suizo a utilizarlo. La eligen voluntariamente porque es líquida, ampliamente aceptada y, en comparación con otras monedas, más predecible.

Si los particulares de todo el mundo dejaran de considerarla útil, desaparecería del comercio mundial de la noche a la mañana. Ningún ejecutor estatal, ninguna ley autoritaria podría preservar su estatus. El valor no surge de un decreto, sino de una valoración individual subjetiva.

Hablar de «desdolarización» como estrategia es aceptar la ficción colectivista de que las naciones actúan. Pero «Brasil» no actúa; «China» no elige. Sólo actúan los individuos.

No es China la que utiliza el dólar, sino los comerciantes chinos individuales que —con razón o sin ella— consideran conveniente hacerlo en el entorno actual. No hay países, ni fronteras, ni flujos comerciales de «naciones», sólo una red de intercambios voluntarios entre individuos, y grupos criminales que intentan activamente impedir que se produzcan.

Lo que los economistas estatistas llaman «exportaciones de China» son, en realidad, transacciones entre el Sr. Zhang, que fabrica componentes electrónicos en Shenzhen, y la Sra. Díaz, que destila tequila en Jalisco, México. La frontera entre ambos sólo existe en la mente del burócrata.

El propio marco de la «desdolarización» es mercantilista: imagina el mundo como un campo de batalla de Estados en competencia, donde la ganancia de uno es la pérdida de otro. Supone que la riqueza reside en la posesión de divisas o en la acumulación de exportaciones, no en los bienes disponibles para el consumo.

El bloque BRICS puede construir esquemas monetarios o declarar sus intenciones de reducir la dependencia del dólar, pero a menos que puedan producir bienes, servicios o instrumentos monetarios que sean más útiles para el comerciante individual que el dólar, se trata de gestos vacíos —teatro político, no sustancia económica.

Y en el caso de los BRICS, la farsa es irónica. Estamos hablando de regímenes totalitarios del tercer mundo —kleptocracias y planificadores centrales— que de alguna manera imaginan que pueden fabricar una moneda en la que el mundo confíe más que en el dólar. Esto no es sólo un error. Es delirante.

No es que el dólar no sea en sí mismo un régimen tercermundista —lo es. Su resistencia no es prueba de solidez, sino de inercia y de un singular accidente histórico puesto en marcha hace 200 años.

El error más grave no radica en el error de cálculo económico, sino en el fundamento filosófico. La «desdolarización» presupone que las monedas pueden reajustarse mediante el arte de gobernar. Pero el dinero —como todos los bienes económicos— se elige. Surge del mercado, no de decretos autoritarios.

Las estrategias monetarias colectivas, las alianzas de bancos centrales y los bloques de ingeniería son intentos de anular las preferencias de los individuos. No son acciones de mercado, son imposiciones criminales. Y están condenadas al fracaso.

La crisis es la venganza de la anarquía. No es un fracaso del libre mercado. Es la corrección de la criminalidad por el libre mercado.

«Desdolarizar», en cualquier sentido real, significaría ofrecer algo mejor. Eso requiere credibilidad, liquidez, estabilidad y —en última instancia, estar libre de la manipulación estatal. Mientras eso no exista, el dólar seguirá existiendo —no porque sea bueno, sino porque las alternativas son peores. Cuando finalmente se derrumbe, como todas las criaturas autoritarias, no será sustituido por el dinero, sino por el siguiente enano más alto en el páramo del dinero fiat —más feo, más grotesco y más desesperado.

El lenguaje de la «desdolarización» oculta una ambición autoritaria, sustituir un imperio fiduciario por otro. No es un paso hacia el dinero sano, sino hacia el nacionalismo monetario. No se trata de liberarse del dólar, sino de esclavizarse a otro tirano.

La verdadera reforma monetaria no requiere una nueva hegemonía, sino un retorno a la libertad y a los mercados. Que sean los individuos, y no los Estados, quienes elijan su dinero. Que vuelva a surgir el oro, o cualquier otro medio que prefiera el mercado. Mientras no se restablezca esa libertad, hablar de «desdolarización» no es más que mitología colectivista.

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