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La mañana del 11 de noviembre de 1918

En la mañana del 11 de noviembre de 1918, el piloto de combate y gran as estadounidense Eddie Rickenbacker caminaba tranquilamente hacia el hangar de su aeródromo en Francia. La noche anterior, en previsión del armisticio, todos los vuelos aliados fueron cancelados. Pero Rickenbacker no era conocido por obedecer las órdenes. Ordenó a tripulación que fueran a su avión de combate SPAD XIII “y lo pusieran en marcha para probar los motores”. Subió a la cabina, despegó y se dirigió hacia las trincheras del frente occidental. Las nubes bajas hacían que volara bajo, a unos quinientos pies. Podía ver los destellos de los rifles y las ametralladoras de las trincheras alemanas.

Y entonces dieron las 11 AM, la undécima hora del undécimo día del undécimo mes. Yo era la única audiencia del mayor espectáculo nunca visto. En ambos lados del terreno de nadie, las trincheras entraron en erupción. Hombres con uniformes marrones salían de las trincheras estadounidenses, uniformas de color gris verdoso de las alemanas. Desde ni puesto superior de observación, los veía echar al aire sus cascos, descargar sus armas, agitar sus manos. Entonces a todo lo largo del frente los dos grupos de hombres empezaron a acercarse a través de esa tierra de nadie. Segundos antes deseaban dispararse y ahora se aproximaban. Primero indecisos, luego más rápidamente, cada grupo se aproximaba al otro.

De repente los uniformes grises se mezclaron con los marrones. Los podía ver abrazándose, bailando, saltando. Los estadounidenses compartían cigarrillos y chocolate. Volé hacia el sector francés. Allí todo era más increíble. Después de cuatro años de matanzas y odio, no solo se estaban abrazando, sino que incluso se besaban en ambas mejillas.

Bengalas, cohetes y luces empezaron a resplandecer y dirigí mi avión hacia el aeropuerto. La guerra había terminado.

En memorias, apuntes en diarios y cartas, encontramos que para los que lucharon en la Primera Guerra Mundial, lo mejor de esta fue su final. En los países victoriosos, las escuelas cerraron y hubo una efusión de desfiles y manifestaciones espontáneos. Es verdad que estos estallidos de alegría reconocían la victoria, pero sobre todo celebraban el fin de la guerra. Mi propia abuela me contó, más de una vez y siempre de forma brillante, la eufórica celebración en su pueblo de Murray, Kentucky, donde la escuela cerró y prácticamente todos en el pueblo se reunieron en la plaza del juzgado para celebrarlo. Por lo que recuerdo, nunca mencionó la palabra “victoria”. En el escuadrón de Rickenbacker, todos, desde los pilotos al cocinero se unieron en una celebración desbocada, pero no de la victoria, “muchos de ellos gritaban ‘¡He sobrevivido a la guerra! ¡He sobrevivido a la guerra!’”.

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Rickenbacker, tercero por la izquierda y otros oficiales del 94º Escuadrón Aéreo.

La gente en los países derrotados, aunque más apagada, al menos se sentía aliviada por el final, pero también estaban incrédulos por haber perdido cuando solo unos días antes los periódicos habían proclamado que estaban venciendo. Sobre todo, les inquietaba lo que estaba por venir. La espontaneidad entre los derrotados fue más a menudo cosa de revoluciones, huelgas y motines, a menudo acompañadas de batallas de fusilería en las calles de Berlín, Budapest y otras ciudades, al enfrentarse los grupos revolucionarios entre sí y con los soldados retornados. Por supuesto, diez u once millones de soldados y marineros muertos nunca volverían a unirse a la alegría o la revuelta en ambos bandos. Tampoco los ocho millones de civiles muertos por la guerra volverían a reunirse con sus seres queridos en todos los países.

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Celebración del armisticio en Philadelphia.

Pero los disparos de la guerra en cierto sentido estaban lejos de haber terminado. La Guerra Civil Rusa estaba en su apogeo. Dieciséis países, incluido Estados Unidos, invadieron Rusia para tratar de alterar el resultado de la brutal guerra rusa. Los griegos invadieron Turquía. Polonia mantuvo una guerra constante con los soviéticos en 1920. La violencia a gran escala marcó las sociedades de posguerra en Irlanda, en la frontera germano-polaca, en Oriente Medio. Y los británicos mantuvieron el bloqueo del hambre en Alemania durante muchos más meses hambrientos.

Tampoco terminó la notable inflación de tiempo de guerra. Esta masiva transferencia de riqueza por los gobiernos beligerantes a través de la inflación afectó tanto a ganadores como a perdedores. Inmediatamente después de la guerra, la inflación se convirtió en una hiperinflación que anegó toda la sociedad en Alemania, Hungría, Polonia, Austria y la Unión Soviética, creando todavía más pobreza y miseria.

Aun así, las élites de la guerra, especialmente en el bando ganador, ya estaban aprovechando la reestructuración drástica de la guerra de los asuntos internacionales y la política interna para planificar “la salvación del imperio” o la hegemonía económica o controlar los vastos suministros de materias primas y combustibles o “la gran” Serbia (o Grecia o Polonia o Rumanía) o una “nueva diplomacia”. Los intelectuales en los países victoriosos igualmente veían la guerra como “consumación” de los objetivos nacionales y sociales, un tema que Murray Rothbard ha analizado con detalle. Sobre todo, las casas bancarias internacionales (muchas de ellas relacionadas muy íntimamente con el sector armamentístico, que había cabildeado, patrocinado y organizado los complejos préstamos para la “modernización” antes de 1914) buscaban las tarifas y el poder financiero que suponían los miles de millones en préstamos entremezclados. El famoso plan de reparaciones de Alemania y Austria recogido en la Paz de París provendría de los agentes bancarios estadounidenses del Comité Financiero en la Conferencia de Paz de París. Pronto, los bancos de Nueva York estarían prestando miles de millones a Alemania para poder pagar esos miles de millones en indemnizaciones a Gran Bretaña, Francia y Bélgica, para que pudieran pagar millones en deuda de guerra a bancos de EEUU.

Tampoco los sistemas estatistas de guerra total que habían marcado en cierta medida a todos los beligerantes cesaron el undécimo día del undécimo mes. El más extremista de estos sistemas (en la Unión Soviética, Italia y Alemania) produciría un nuevo fenómeno, el totalitarismo, que crearía el caos en las vidas de millones de personas en sus propios países y en las de otros muchos a lo largo del siglo XX y más allá. E incluso entre los anteriores regímenes liberales, la organización social y política de la guerra total se extendería de muchas maneras en el futuro.

Pero poco de esto podía preverse cuando el representante alemán para el armisticio, Matthias Erzberger, se dirigía al bosque de Compiègne en noviembre 1918 con un pequeño grupo de alemanes con el encargo de acabar con la lucha. Erzberger era el líder de un sector progresista del Partido Centrista Alemán, el partido político de los católicos alemanes. Al principio de la guerra, Erzberger estaba entusiasmado por la “consumación” de los sueños alemanes a través de la guerra, como la mayoría de los políticos alemanes. Pero luego se dio cuenta de que la agresividad de ambos bandos, incluida la reanudación alemana de la guerra submarina sin restricciones, estaba produciendo un mundo en el que no se podía vivir. Consiguió impulsar una Resolución de Paz en el parlamento alemán a mediados de 1917, reclamado negociar la paz. Pero el canciller (un testaferro de la dictadura militar de Hindenburg y Ludendorff) había conseguido despojar a la resolución de cualquier sentido.

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Matthias Erzberger en 1919.

Pero en agosto de 1918, el Alto Mando Alemán reclamaba que los políticos civiles salvaran a Alemania firmando la paz, acabando la guerra que habían perdido los generales y los funcionarios imperiales. Un príncipe liberal de Baden constituyó un gobierno moderadamente liberal (incluyendo a Erzberger) a principios de octubre y envió mensajes a Woodrow Wilson, proponiendo la negociación de un alto el fuego sobra la base de la famosa propuesta de paz de los Catorce Puntos de Wilson del mes enero anterior. Wilson dudaba, ya que los Aliados estaban desalojando a los alemanes de sus posiciones en el frente occidental. Pero finalmente los Aliados aceptaron negociar. Un muy reticente Erzberger fue nombrado jefe de un equipo negociador que reunió velozmente: un general de brigada, un diplomático de alto rango, un oficial de la armada y dos traductores.

El pequeño grupo condujo (sí, condujo) hasta las líneas de trincheras, llegando a los puestos avanzados franceses en la oscuridad del atardecer del 7 de noviembre y en medio de la noche fue conducido a través del desierto del frente occidental a un tren en Tergnier, al sur de St. Quentin. El tren transportó a los alemanes a lo largo de cuarenta y cinco kilómetros hasta el centro del bosque de Compiègne. Pronto llegó un tren francés, que llevaba en su vagón al comandante en jefe aliado, el mariscal de campo francés, Ferdinand Foch, y al jefe de la marina británica, al almirante Sir Rosslyn Weymyss, y a su personal respectivo.

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Foch, con bastón, y su equipo de Compiegne.

Por la mañana, Erzberger y su pequeño grupo caminaban hacia el vagón francés. Aparecieron Foch y Weymyss. Foch preguntó: “¿Qué queréis de mí?” Y empezaron los tres días de conversaciones. Antes de que Erzberger hubiera abandonado Alemania, el canciller Max de Baden le había escrito: “Obtén toda la piedad que puedas, Matthias, pero, por el amor de Dios, consigue la paz”. Eso es lo que procedió a hacer Erzberger, aunque Foch rechazaba ceder en todos los temas. Erzberger telegrafiaba a Berlín que las condiciones eran draconianas, esencialmente desarmando al ejército alemán y aceptando la ocupación aliada de todos los territorios alemanes al este del Rin. Berlín replicó: acepta las condiciones. Eso es lo que hizo Erzberger y el armisticio se acordó para el 11 de noviembre a las once de la mañana, hora francesa. Los diplomáticos de los países aliados inmediatamente empezaron a tomar medidas para reunirse en París en enero para la conferencia de paz.

Pensándolo mejor, como dejaba claro Paul Fussell en su obra maestra, The Great War and Modern Memory, las paradojas de múltiples capas del conflicto crearon los legados más duraderos de la guerra. Y ninguna de las paradojas fue tan sorprendente como el hecho de que esos grupos de políticos, burócratas, generales y banqueros en ambos bandos que crearon la guerra y la dirigieron, tuvieron una mortalidad cercana a cero, al menos hasta que la gripe española apareciera al final de la guerra para matar con una menor selectividad social y demográfica.

Resulta apropiado acabar esta breve imagen del 11 de noviembre de 1918 con una canción que surgió entre los soldados que pelearon en la guerra, interpretada en una grabación reciente por una organización musical moderna que aprovecha las paradojas, tanto presentes como pasadas, la Ukulele Orchestra of Great Britain. La pieza es una interpretación sencilla e inteligente de una cancioncilla de los soldados británicos durante la guerra, “Hanging on the Old Barbed Wire”, una referencia a ese poco celebrado destino de los combatientes de la Gran Guerra que llegaron a la zona de muerte del alambre de espino enemigo en Tierra de Nadie, solo para morir con la respectiva ametralladora que todos sabían que se concentraría en ese sencillo pero eficaz obstáculo.

Si quieres encontrar al general
Sé donde está.
Se está poniendo otra medalla en el pecho.
Le vi, le vi,
poniéndose otra medalla en el pecho

Si quieres encontrar al coronel
Sé dónde está.
Esta cómodamente sentado llenándose la panza.
Le vi, le vi,
cómodamente sentado llenándose la panza.

Si quieres encontrar al sargento
Sé dónde está.
Se está bebiendo todo el ron de la compañía.
Le vi, le vi,
bebiéndose todo el ron de la compañía.

Si quieres encontrar al soldado
Sé dónde está.
Está colgando del viejo alambre de espino.
Le vi, le vi,
colgando del viejo alambre de espino,
colgando del viejo alambre de espino.

Como muchas de las percepciones de los soldados, esta visión simplista no cuenta toda la verdad (en la mayoría de los ejércitos, los tenientes morían en mayor proporción que los soldados, pues lideraban los ataques “en cabeza”, por ejemplo) y no se extendía a las estructuras políticas y económicas que crearon la guerra para empezar. Los marineros alemanes en Kiel, que a principios de noviembre ya habían iniciado la Revolución Alemana de 1918 con un motín en su base naval, solo entendían la paz. Y la reclamaban con una expresión simplificada. “¡Queremos a Erzberger!” (Y una nota a pie de página: Matthias Erzberger pagaría cara su valiente reclamación de negociaciones de paz y su lúgubre tare de dar el primer paso cuando fue asesinado por un grupo terrorista ultranacionalista en 1921).

Aun así, había grano de verdad en las percepciones cínicas peros simplistas de muchos soldados de la Gran Guerra. La bravura personal y los sacrificios en ambos bandos se dieron principalmente en los soldados. Los costes de posguerra los pagarían las sociedades que tuvieron poco que ver con las masacres. La victoria quedó en manos de caballeros en salones ornamentados en las capitales financieras y políticas de las “grandes potencias”, los representantes del estado moderno, una entidad que percibió colectivamente los resultados de la guerra como su propia consumación.

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