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La inflación de diplomas y la erosión de la señalización académica

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Para muchos estudiantes, la obtención de un diploma no es sólo una medida del éxito escolar, sino también un paso importante hacia el empleo y la estabilidad económica. Sin embargo, a medida que aumenta el ritmo de la educación superior, la expectativa de que la obtención de un diploma conducirá automáticamente a un puesto de trabajo se aleja cada vez más de la realidad. Con un acceso más fácil a las universidades, los títulos se convierten en lo mínimo indispensable a medida que el mercado laboral se vuelve selectivo.

Por lo tanto, la suposición de que un diploma es un pasaporte para trabajar es poco realista. Al graduarse, los estudiantes se enfrentan a un mercado laboral que valora un título sólo como un paso inicial o un dispositivo de clasificación, no como prueba de la consecución de ciertos niveles. Este desfase entre las cualificaciones para el estudio y la disponibilidad de empleo provoca una gran desilusión entre los titulados, lo que plantea cuestiones fundamentales en torno a los fines y las promesas de la educación superior.

Cuando todo el mundo tiene un título: utilidad marginal decreciente

La rápida expansión de la educación superior en todo el mundo ha modificado innegablemente la percepción del valor de un título. Los títulos, antes restringidos a un grupo selecto de la sociedad, son cada vez más accesibles, gracias a la financiación pública, las nuevas escuelas privadas, las redes de aprendizaje en línea y los programas educativos extranjeros. Aunque la difusión de la educación es positiva en muchos sentidos, también significa que un título ya no indica un estatus de élite, sino que sitúa al solicitante dentro del grupo típico de solicitantes.

Los datos de la UNESCO indican que el número de personas que se gradúan en programas de educación superior en todo el mundo se ha duplicado en las dos últimas décadas. En muchos campos, una licenciatura ya no se considera un logro excepcional, sino más bien la expectativa estándar. Cuanto mayor es el número de estudiantes que adquieren cualificaciones equivalentes, menos valor tiene un título como dispositivo de clasificación.

Este cambio ha creado un profundo contraste entre las aspiraciones de los estudiantes y la realidad económica actual. Muchos estudiantes se acercan a la educación superior con la suposición —a veces fomentada por la familia, la escuela o las narrativas populares— de que la obtención de un título garantiza la entrada en una carrera estable. En el entorno actual, sin embargo, un título es a menudo una condición necesaria, pero no suficiente, para trabajar. La desilusión es especialmente probable entre quienes han obtenido buenos resultados académicos, pero se encuentran subempleados o excluidos de sus campos. Esta crisis emocional, agravada por la deuda de los préstamos estudiantiles y la saturación del mercado laboral, profundiza la controversia política y la reacción contra la administración y la economía. La anterior promesa de movilidad ascendente a través de la educación parece ahora tenue.

Marcos de identidad y distorsión de la señal

La comprensión cada vez mayor de que no todos los títulos son señal de esfuerzo cualitativo o de mérito aumenta la complejidad. A medida que las iniciativas de DEI, la ampliación de las admisiones y las políticas de representación remodelan el acceso a la educación superior, algunos estudiantes y empleadores pueden preocuparse de que los diplomas sean cada vez más difíciles de interpretar. Esto no se debe a la presencia de grupos infrarrepresentados, sino a la preocupación de que las normas de admisión y graduación se rijan cada vez más por cuotas en lugar de por una evaluación académica coherente. Cuando el valor de un diploma se enreda con marcos basados en la identidad, su papel como clara señal de mercado se difumina. En estas circunstancias, incluso los estudiantes competitivos y con buenos resultados pueden sentir la necesidad de «demostrar» que sus calificaciones reflejan capacidad, no afiliación.

El desequilibrio se ve alimentado por la sobreproducción de algunos campos de estudio —lo que los economistas podrían denominar «mala inversión»— ya que la educación superior gradúa continuamente a los estudiantes sin un aumento destacado de las oportunidades de empleo. Las carreras de ciencias políticas, sociología o programas empresariales especializados suelen conducir a mercados laborales con escasez de empleos de nivel inicial. Muchos estudiantes se sienten engañados —dedican años de su tiempo a la obtención de títulos de educación superior bajo la suposición de que les conducirán a puestos de trabajo, sólo para enfrentarse a una realidad de prácticas no remuneradas, trabajo por cuenta propia, o puestos de trabajo que no tienen nada que ver con su campo de estudio después de la graduación. En este escenario, la idea de movilidad social a través de la educación puede resultar ser una ilusión, generando no sólo insatisfacción laboral, sino también un sentimiento de traición que trasciende el mercado de trabajo y se traslada a la esfera política.

De las credenciales a las capacidades: recuperar el valor individual

El cambiante panorama mundial lleva a los estudiantes a realizar prácticas, proyectos personales y portafolios en línea, considerando estas actividades como diferenciadores esenciales, no como beneficios suplementarios. En campos como los medios de comunicación, la tecnología y la política pública, una marca personal sólida —complementada con publicaciones y redes de contactos— se ha convertido en una mejor medida del valor de una persona que un expediente académico estándar. Los estudiantes que no se adapten a este nuevo panorama corren el riesgo de quedar marginados, independientemente de sus credenciales formales. Esto indica un cambio en el papel de la educación: de ser una medida de la capacidad pasa a ser simplemente un requisito mínimo, ya que la credibilidad real se determina sobre todo fuera de los muros institucionales.

La brecha entre los logros educativos y la dura realidad del trabajo suele entrar en un debate político más amplio. Los titulados decepcionados que tienen que hacer frente a deudas considerables por unos diplomas mal recompensados en el mercado laboral pueden sentir que los responsables políticos y los educadores les han traicionado al exagerar el valor de la educación formal. Así surgen historias de fracaso sistemático que exigen medidas políticas para condonar los préstamos estudiantiles, mejoras en la seguridad laboral o un cinismo más amplio respecto a la educación superior como institución establecida. Si toda una generación se considera demasiado cualificada al tiempo que experimenta subempleo, se cuestiona la legitimidad tanto del sistema educativo como del mercado laboral.

Lo que deben hacer los estudiantes es adoptar una mentalidad de diferenciación proactiva. Esto significa aprovechar las oportunidades que van más allá del trabajo académico estándar, como la creación de redes, las prácticas, los proyectos de investigación independientes o el liderazgo dentro de sus respectivos estudios. Estas actividades no sólo refuerzan la posesión de competencias prácticas, sino que también transmiten a los futuros empleadores señales más claras de la iniciativa de cada uno. Más que depender del prestigio de las instituciones o de los títulos, los estudiantes deberían ver su paso por la educación superior como un espacio para la experimentación, la creación de redes calculadas y la contribución a la esfera pública. El verdadero beneficio para los estudiantes reside en lo que producen y en cómo expresan su valía más allá del propio diploma.

Para los sistemas, el reto consiste en recalibrar las expectativas públicas y los incentivos institucionales. Los responsables políticos y académicos deben hacer frente al creciente desajuste entre la expansión educativa y las expectativas del mercado laboral. Sin una reforma estructural, la sobreproducción de títulos corre el riesgo de devaluar las credenciales académicas, creando escepticismo entre los empleadores y desilusión entre los graduados. Los mecanismos alternativos de señalización —certificaciones de competencias, evaluación de carteras y educación asociada al empleador— pueden ayudar a restablecer la confianza y la pertinencia. Si no se aborda, la inflación de diplomas podría agravar la proliferación de credenciales, dificultar el acceso a itinerarios competitivos y erosionar la legitimidad de la educación superior.

Uno de los problemas más urgentes a los que se enfrenta hoy la educación superior trasciende las cuestiones económicas o estructurales: se trata de un conflicto fundamental entre sus funciones como bien público y como inversión personal. A los estudiantes se les dice que su tiempo como tales es un pasaje, un lugar para el crecimiento intelectual; simultáneamente, se articula como una transacción para la movilidad en campos profesionales. Cuando no se consigue el éxito esperado, esta contradicción interna se hace cada vez más insostenible. Las universidades ya no pueden seguir presentándose como depositarias del conocimiento o motores de la movilidad ascendente sin enfrentarse a la creciente brecha entre el prestigio prometido y los resultados reales. En lugar de talleres de currículum y planes de branding, este dilema existencial de importancia puede resolverse mediante un examen cultural e institucional de los compromisos asumidos por las universidades, así como de las recompensas que pueden ofrecer en un entorno en el que la escasez ya no equivale a valor.

Junto a los costes institucionales y económicos, el desfase entre la inversión educativa y sus beneficios crea una carga psicológica cada vez más pesada para los estudiantes. Las personas que invierten tanto tiempo y dinero en cursar estudios superiores sufren a menudo desilusión y un profundo agotamiento emocional. La suposición de que la meritocracia —a través del trabajo duro y la credibilidad educativa— permite la movilidad por estatus socioeconómico crea una sensación de fracaso para quienes no reciben los beneficios esperados. Este coste psicológico -formado por la creencia de la sociedad en torno a la meritocracia- puede expresarse como desconfianza política, angustia emocional o desvinculación de la participación cívica y económica. Aparte de las simples cifras de disponibilidad de empleo, la crisis incluye la degradación de la motivación y el propósito de una población que se ajustó a las expectativas sociales, sólo para quedar excluida al final.

Replantearse la finalidad de la educación superior

En una época de acceso sin precedentes a la información, el valor de un título está experimentando una remodelación fundamental. Antes considerado una escasa insignia de honor que abría la puerta de acceso, se está convirtiendo cada vez más en un dudoso trampolín para un mercado laboral altamente competitivo. Pero el reto no es sólo económico, sino también cultural. Se espera que los estudiantes se gradúen no sólo como profesionales competentes, sino también como marcas personales, intérpretes ideológicos y narradores. Este aumento de las expectativas —junto con la disminución de la fe en la integridad de la educación superior— lleva a muchos a preguntarse si el sistema educativo está sirviendo a sus propósitos o si pide más esfuerzo a cambio de menos beneficios.

Para que el sector de la educación superior mantenga su reputación, tendrá que redefinir sus fines. Esto implica imponer expectativas reales, hacer hincapié en la competencia real más que en la señal, y redefinir la diferencia entre acceso y logro real. Los estudiantes tienen que enfrentarse al reto de evaluar el valor fuera de la credencialización habitual, mientras que las instituciones de educación superior tienen que garantizar que un título indica un logro tangible. La renovación de la educación superior no pasa por la concesión de un mayor número de títulos, sino por un mayor realismo y transparencia.

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