Quarterly Journal of Austrian Economics

La praxeología de la coacción: Una nueva teoría de los ciclos de violencia

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[Extraído de Quarterly Journal of Austrian Economics 19, nº 4 (Invierno 2016): 330-344]

Aquellas acciones y cosas que generan una utilidad marginal para los hombres pueden describirse como bienes. Análogamente, aquellas acciones y cosas que hacen esperar una “desutilidad marginal” pueden describirse como males. La cataláctica, es decir, la economía el intercambio directo e indirecto, puede describir el proceso de interacción de hombres que mutuamente se prometen y transfieren bienes entre sí. En este caso, las relaciones concretas de intercambio se documentan en forma de precios, reflejando preferencias y promesas subjetivas. El suministrador de un bien comunica la siguiente promesa:

Prometo dar el bien A a una persona que me ofrezca al menos X a cambio.

Una contraparte potencial comunica sin embargo:

Prometo dar como máximo X a una persona que me ofrezca el bien A.

El intercambio, es decir la contratación, resulta ser la implantación de las promesas dadas.

Igualmente, las interacciones coactivas descritas por la disciplina de la cráctica ((cf. Taghizadegan y Otto, 2015), incluyen las promesas como un elemento esencial. Análogamente a la cataláctica, podemos distinguir suministradores y contrapartes con respecto a los males. El suministrador de un mal busca una utilidad marginal por su parte al hacer que la contraparte actúe de cierta manera mediante la promesa de un mal en caso de rechazo de esa contraparte. Por tanto es crítica la expectativa específica y subjetiva del consiguiente daño, la desutilidad marginal, en lugar de algún daño cuantificable objetivamente. En particular, la desutilidad esperada depende de la situación de la contraparte. La promesa, es decir, la amenaza, de golpear la pierna a un parapléjico podría llevar a una menor expectativa de desutilidad que en el caso de una persona no parapléjica.

Una amenaza puede considerarse como una “oferta” de un mal. Es una oferta solo en un sentido amplio, ya que puede ser rechazada por la contraparte, pero no sin incurrir en costes. La interacción real, sin embargo, es la contraria a la de un proceso cataláctico: en la cataláctica, la parte ofertante se atreve a contratar para obtener cierto bien a cambio de otro bien. En la cráctica, contratar implica la transferencia unilateral del bien para evitar el mal. No contratar por el lado de la contraparte implica quedarse con el bien y “probar” la validez de la amenaza para ejecutar el mal. El “suministrador” del mal hace la siguiente promesa:

Prometo no ejecutar el mal B a aquellos que al menos me proporcionen a cambio el bien G.

El “consumidor” de un mal es una parte que reconoce la validez de la amenaza y por tanto sucumbe a ella. Así que el término “mal” podría ser algo contraintuitivo, aunque ayude a establecer la analogía del espejo invertido con la cataláctica. El consumidor de un bien atribuye una mayor utilidad marginal a este bien que al bien solicitado en el intercambio y por tanto desea transaccionar. El “consumidor” de un mal espera una mayor desutilidad marginal del mal que de la renuncia al bien demandado. Aquí el “consumidor” confirma (la validez del) mal y anima al “suministrador” del mal a proporcionar más de lo mismo, casi como el consumidor cataláctico anima a un suministrador a ofrecer más del mismo bien. En la práctica, el “consumidor” del mal comunica la siguiente promesa:

Prometo dar G si el mal B no se ejerce contra mí.

Los bienes se ofrecen con la esperanza de atender a la demanda, lo que significa una voluntad de pagar más de lo que cuestan, es decirla desutilidad marginal del empleo de los factores de producción. Los males se ofrecen basándose en la expectativa de que, para el “consumidor”, la voluntad de eludir el mal sea inferior a la utilidad marginal del bien. La voluntad de eludir denota por tanto la cantidad de utilidad o valor que está dispuesto a arriesgar para eludir el mal respectivo. En concreto, el “consumidor” se arriesga a que sus costes para eludir el mal excedan los costes del propio mal. En la práctica, una alta voluntad de pago implica una gran demanda de bienes o una gran voluntad de contratar, mientras que una alta voluntad de eludir implica baja demanda para males o baja voluntad de contratar. En la cataláctica, la voluntad de eludir es irrelevante, ya que los costes de elusión son normalmente cero. En la cráctica, la voluntad de pagar (es decir, la disposición a contratar) equivale a la voluntad de obedecer, de sucumbir a las amenazas.

Análogamente a la venta de bienes, la venta de males puede ilustrarse con funciones analíticas- Es verdad que las funciones de oferta y demanda no reflejan la realidad de una manera exacta, sino que sirven más bien para ilustrar ciertos mecanismos: cuanto mayor sea la voluntad de pagar (voluntad de obedecer), más males se ofrecerán, mientras que cuanto mayor sea la voluntad de eludir, menos males quedarán como amenazas efectivas en el “mercado”.

No hace falta decir que no debe malinterpretarse esta analogía. El “mercado” de males no es un mercado en absoluto. En este punto sería necesario otro término análogo. La palabra “mercado” deriva del latín mercatus, que a su vez deriva de merx: un producto bien. Mal en latín sería malae merces, así que se podría crear el concepto de malmercado, pero probablemente sería jugar mucho con las palabras. Quedémonos con el griego: cataláctico para un orden de mercado, cráctico para un orden coactivo, con lo que el estudio del primero se llama catalácticao, mientras que el estudio del segundo se llama cráctica. Esta comparación recuerda a la yuxtaposición de Franz Oppenheimer (1924) de los medios políticos y económicos: los primeros sería cráticos, los segundos catalácticos.

Volviendo a la dinámica de la voluntad de eludir, donde podemos observar dos casos extremos: Una voluntad cero de eludir significaría renunciar a todos los valores sin resistencia. Habría un máximo de males, pero un mínimo de violencia real. Tan pronto como los “compradores” con voluntad cero de eludir sean descubiertos por los “productores” de males, los primeros fomentarían (reticentemente) la producción de males, que podría eliminar enteramente la producción de bienes.

Aclaremos conceptualmente ese ejemplo: La “producción de males significa la intención, preparación y propagación de daño a otra gente en beneficio del “productor” con el menor coste posible. En este caso, la apariencia de una amenaza podría constituir un “factor de producción”. Cuando un acosador va en contra de un compañero de clase que no tiene voluntad de eludir, solo una mirada de enfado podría bastar para reconocer la oferta de un mal, mientras que la transferencia de bocadillos puede producirse sin resistencia, equivaliendo a la contratación inmediata en este intercambio coactivo. Esto llevaría normalmente a un aumento marginal de la producción de males, tanto porque el productor de males se verá animado a emplear más su “factor de producción” como porque pueden aparecer sucesores que aprecien lo sencillo que es obtener los bienes de otros. Si en un “mercado” dado, todos los “compradores de males”, es decir, aquellos que entregan los bienes demandados, mostraran una voluntad cero para eludir, la producción de bienes ya no sería rentable, porque incluso los males más pequeños llevarían a su transferencia sin compensaciones. Esa sociedad se desmoronaría muy rápidamente, porque todos esos “compradores” se quedarían sin recursos. Un breve periodo de no violencia absoluta (durante el cual no sería necesaria la violencia para quebrar la voluntad de los “compradores”) generaría un periodo de violencia entre los productores de males.

Por el contrario, una voluntad máxima de eludir requeriría el máximo grado de violencia para el intercambio coactivo. Toda amenaza se efectuaría inmediatamente para verse “respaldada”. La “demanda” de males se reduciría un mínimo porque los potenciales “compradores” preferirían arriesgarse al mal. Una voluntad máxima de eludir podría tener dos razones: una desconfianza máxima ante las amenazas o una absoluta firmeza con respecto a los principios propios, por lo que uno arriesgaría todo para evitar renunciar a los principios y valores propios. En la cataláctica, razones análogas explicarían una voluntad mínima de pagar por bienes ofrecidos: una desconfianza máxima en las promesas en el mercado o un absoluta firmeza con respecto a los principios propios, lo que no permitiría una ganancia en utilidad a través del intercambio (hostilidad contra el comercio, derrotismo, etc.).

Un “comprador” cráctico espera que el coste de la ilusión sea más alto que el pago demandado (comprar la amenaza). Un comprador cataláctico espera que la ganancia en utilidad a través de los bienes ofrecidos sea mayor que la pérdida en utilidad a través del pago demandado. El “precio” cráctico equivale al pago demandado (pérdida de utilidad) para eludir los males amenazados. Cuanto mayor sea el precio demandado y mayor sea la voluntad de eludir, menor será la “demanda”.

En el campo de la cataláctica, las intervenciones en precios y cantidades se sabe que tienen un carácter cráctico por sí mismas. Es decir, son intentos de remplazar relaciones particulares de intercambio de bienes por medio de la amenaza de males. Todo imperativo o prohibición representa un intercambio cráctico: una “oferta” (la amenaza) de males va ligada a una acción o inacción preferida por la parte coactiva. A primera vista, repetimos, la analogía entre omisiones (causadas por prohibiciones) y servicios (acciones preferidas como bienes) podría parecer exagerada. Sin embargo el carácter objetivo de la acción a realizar o evitar es una cuestión técnica, no económica. Un juicio económico de las acciones de acuerdo con su contenido técnico violaría el principio de neutralidad del valor y equivaldría a una arrogación de conocimiento, respectivamente. Por el contrario, en las disciplinas de la medicina y la religión, por nombrar sólo dos ejemplos claros, la acción no puede distinguirse fácilmente de la inacción. Además, las ofertas catalácticas pueden dirigirse hacia la inacción, como una oferta de dinero a un músico callejero a cambio de que deje de tocar.

Tras estos comentarios de presentación, procedamos ahora con el núcleo de este trabajo, la analogía con la teoría del ciclo económico. Hablando en general, el carácter cráctico de ofertas o amenazas no es siempre evidente. Los faroles (o engaños) podrían tener el mismo efecto que las intervenciones en precios y cantidades. Un campo particularmente importante de esas intervenciones engañosas se describe la teoría del ciclo económico de acuerdo con la Escuela Austriaca de economía (ver Mises, 1912). Describe la aparición periódica de un auge económico, seguido por un declive. La razón de este patrón típico es una expansión de crédito más allá del nivel del ahorro real, que se revela en tipos contenidos de interés. Esos tipos de interés serían insostenibles y, en particular, causarían falta de liquidez si no los permitieran las intervenciones crácticas (transferencias obligatorias de riqueza, privilegios como los que derivan de la banca centralizada, incumplimientos de contrato sin consecuencias, etc.).

Esta distorsión de los tipos de interés es, por un lado, una intervención en los precios y, por otro, un engaño. El tipo más bajo de interés tiene un efecto similar a un precio máximo establecido coactivamente a un nivel por debajo del precio de mercado. En este caso, la demanda es superior a la oferta. El tipo de interés es el precio por los ahorros; la demanda de ahorro aumenta (y por tanto la deuda); la oferta de ahorro real (la propensión al ahorro) disminuye. Esto causaría un diferencial de oferta si el crédito circulatorio creado no hubiera rellenado ese hueco. Pero el crédito circulatorio se basa en la suposición de que los depósitos bancarios no se retirarán, es un engaño con respecto al grado real de ahorro disponible. Durante las fases de expansión del crédito derivadas de los tipos artificialmente bajos de interés (un “tipo máximo de interés fijado por debajo del tipo del mercado”), el consumo y la inversión se disparan al mismo tiempo. Los ahorros sobreestimados y por tanto los recursos considerados como disponibles son promesas sin respaldo. La falta de respaldo dentro del sistema financiero se descubrirá a través de una corrida bancaria, una corrida sobre bancos ilíquidos, que sin rescates tendrían que impagar a sus depositantes. En la economía, un respaldo insuficiente de promesas con recursos se haría visible a través de aumentos inesperados de precios, que causan falta de liquidez a empresarios que ahora son incapaces de terminar sus proyectos.

Existe una discrepancia análoga sistemática entre promesa y respaldo (en concreto entre amenaza y capacidad de ejecutar) en el campo de la cráctica. Un actor puede muy fácilmente emitir amenazas que excedan aquello de lo que es capaz y esté dispuesto a ejecutar. De la misma manera, los empresarios pueden hacer estimaciones incorrectas acerca de su propia liquidez. Siempre que se acumulan esos cálculos erróneos, aparecen patrones de ciclo. En su “General Theory of Error Cycles”, Jörg-Guido Hülsmann describe esas acumulaciones de errores como ilusiones de legitimidad (Hülsmann, 1998). Cuando, en el ejemplo anterior del patio de escuela, en algún momento entregar la comida al acusado se convierte en práctica común, desaparece la necesidad de “respaldar” su amenaza. Un día este podría perder su capacidad física de suministro de males (pegando a los compañeros desobedientes). Mientras su capacidad no se compruebe, el acosador puede seguir obteniendo los bienes, hasta el día en que una persona se arriesgue de nuevo y desaparezca la ilusión del acosador poderoso.

Este patrón de engaños e ilusiones que se desvanecen recuerda al ciclo económico. La ilusión inicia una fase de aparente estabilidad que en realidad parece ser especialmente pacífica y libre de violencia: el auge de la amenaza. El emisor de amenazas es pacífico en esta etapa (podría incluso agradecer a los compañeros de clase que le den su comida y devolverles la mitad). En esta etapa, la contratación de males es alta. Recordemos: la contratación de males no implica una preferencia por dichos males (después de todo, son males). Sin embargo sí implica la voluntad de realizar un intercambio cráctico, que consiste en la entrega de bienes o la ejecución u omisión de acciones a cambio de la no ejecución de la amenaza. Después de la revelación de la incapacidad de llevar a cabo las amenazas, a la etapa de aparente voluntariedad le sigue una corrección explosiva: la voluntad de contratar cae extremadamente rápido. Incluso si el acusado busca una ejecución rápida, ahora detecta que su poder es “ilíquido”: no basta para responder a los cambios que se acumulan repentinamente. Mientras que durante el auge la superioridad de poder físico de una persona era suficiente, ahora se hace necesaria la superioridad de poder físico de grupos más grandes. El auge de la amenaza acaba con una corrección del nivel de coacción, en la que el poder del agresor compite directamente por la resistencia de las víctimas. Ahora el patio muestra un alto nivel de violencia. En realidad es un periodo de reducción de la violencia (implícita) en el que las relaciones crácticas insostenibles acaban dando paso a relaciones catalácticas. Profesores desorientados podrían intervenir para detener la violencia, castigando a los alumnos que se enfrentan a los acusadores. Así que la corrección podría posponerse, creando la impresión de que el acusado resiste a los desafíos al respaldo de sus amenazas. En el peor de los casos, los profesores intervienen para una reducción de la violencia superficial legitimando artificialmente la afirmación del acusado: “¡El inteligente se rinde!”. A través de esto en se podría producir otro auge de la amenaza, en el que el acusado podría aumentar sus demandas todavía más (después de todo, ¡el inteligente tiene que rendirse!). De nuevo aumentaría una paz aparente, hasta el punto en que alguien decida a retar de nuevo al acosador.

La regla coactiva como implantación sistemática de intercambio cráctico es posible, o bien a través de una superioridad física de los gobernantes, o bien a través de la ilusión de superioridad, como observaba De la Boëtie hace mucho tiempo:

Quien domina sobre ti tiene solo dos ojos, solo dos manos, solo un cuerpo, no más de lo que posee el último hombre de entre el infinito número que habitan nuestras ciudades, en realidad no tiene más que un poder que le disteis para destruiros. (La Boëtie, 1550)

La paradoja de él la prolongada paz aparente del gobierno coactivo puede así explicarse a través de la teoría del ciclo de violencia presentado aquí. Eso pone a la observación a su verdadera luz: la violencia abierta puede haber disminuido a lo largo de los últimos siglos. Una de las exposiciones más detalladas de este desarrollo es la de Steven Pinker (2011). Este razonaba que a lo largo de la historia los “ángeles buenos” dentro de la naturaleza humana han prevalecido frente a los “demonios interiores”, llevando a que el hombre moderno esté más civilizado. Las evidencias empíricas presentadas parecen concluyentes. La violencia entre individuos así como entre estados (guerras) parece haber disminuido.

Dos de las muchas razones que propone Pinker para esta evolución afectan directamente al campo de la cráctica: Por un lado, argumenta que el crecimiento del Leviatán (el monopolio estatal centralizado del uso de la violencia) ha desplazado a la violencia entre unidades más pequeñas, mientras que, por otro lado, la comercialización ha hecho a la gente más pacífica. Este último argumento encuentra su confirmación en el hecho de que las transacciones catalácticas son capaces de remplazar a las transacciones crácticas: Después de todo, para cada acción bilateral que aprecia, el hombre puede elegir si emplear el modo cráctico o el cataláctico. El argumento anterior encuentra, en el mejor de los casos, una confirmación parcial. Las fases de legitimidad cráctica pueden en realidad tener un efecto pacificador. Esta idea se remonta a Thomas Hobbes y puede confirmarse por medio del análisis praxeológico, pero con series reservas que llevan a conclusiones que difieren completamente de las indicadas por Hobbes y Pinker.

En realidad, el ciclo de violencia tiene un efecto paradójico que complica esta evaluación cuantitativa, igual que el ciclo económico. La posible “evaluación del respaldo” de promesas de violencia puede llevar a correcciones violentas después de periodos pacíficos, una recesión cráctica, durante la cual la violencia aumenta drásticamente. Esto explica las conclusiones de Hobbes de que dichas “evaluaciones del respaldo” debería evitarse completamente, lo que solo puede conseguirse a través de al renuncia completa de los sujetos a desafiar al gobierno. De otra manera, sería inminente una guerra civil:

Para aquellos hombres que están tan descuidadamente gobernados que se atreven a tomar las armas para defender o presentar una opinión  están todavía en guerra y su condición, no es paz, sino solo una cesación de armas por miedo mutuo y viven, por decirlo así, continuamente al borde de la batalla. Le corresponde por tanto a él el poder soberano para juzgar  o constituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como algo necesario para la paz y por tanto para impedir la discordia y la guerra civil (Hobbes, 1651, capítulo XVIII).

La falacia reside en considerar el alto porcentaje de violencia durante la recesión cráctica como el estado natural, igual que el miedo a los altos “costes de limpieza” de las recesiones económicas, que normalmente muestran un aumento acusado en el desempleo y las insolvencias. Sin embargo, de hecho, la recesión es un proceso correctivo, que revela las discrepancias entre acciones económicas y realidades económicas que se habían acumulado durante el auge artificial. Hobbes ve el miedo a la violencia como la única posibilidad de pacificación y disminuye las alternativas catalácticas, la posibilidad de que la gente alcance objetivos complementarios u opuestos por medios pacíficos sin dañarse unos a otros. Esto lleva a una perspectiva intervencionista de la política, buscando un monopolio del miedo, equivalente a una política económica que afirme el monopolio de la confianza para el estado, como supuesto guardián del dinero y los contratos. Por tanto, el concepto del hombre de Hobbes está sesgado:

De todas las pasiones, la que incita a los hombres a quebrantar menos las leyes es el miedo. No, excepto algunas naturalezas generosas, es lo único (cuando hay apariencia de beneficio o placer quebrantando las leyes) que hace que los hombres las cumplan (Hobbes, 1651, capítulo XXVII).

Si el miedo fuera realmente la razón principal para el comportamiento siguiendo las reglas, los costes de la violencia serían prohibitivamente altos para el Leviatán: las sanciones por incumplimientos legales tendrían que estar respaldadas hasta un grado en el que los costes relacionados llegarían al nivel de renta de la acción cráctica. A corto plazo, puede ser posible compensar una menor probabilidad de revelación de violencia con sanciones más draconianas. Pero de esta manera la legitimidad disminuye todavía más y por tanto también la “voluntad de contratar” (voluntad de obedecer) de los sujetos. Estas dinámicas no aparecen en Hobbes, así como tampoco la observación de que en tiempos de paz prolongada y de largo alcance obtenida a través de una disposición coactiva altamente estable (es decir, un alto nivel de miedo y obediencia implícitos), crece la probabilidad de un “cisne negro” de correcciones (o, más en general, reacciones) violentas masivas: en particular, nuestra teoría del ciclo de violencia sugiere una correlación entre la intensidad de las reacciones violentas y las longitudes e intensidades de los respectivos periodos coactivos previos, es decir, de aquellos periodos dentro de cierta cultura o sociedad que se caracterizan por una disposición coactiva estable. Siguiendo a Nassim Taleb, la distribución de la intensidad de estallidos violentos indica una forma de cola (Taleb, 2012); consecuentemente, suponemos una distribución en forma de cola con respecto a la longitud (e intensidad) de periodos coactivos precedentes. Por tanto, también estamos de acuerdo con la crítica de Taleb a Pinker, particularmente con respecto a la evaluación de nuestra situación actual. Por otro lado, es verdad que el análisis de Taleb no distingue entre el tipo interno y externo de un estallido violento (guerra civil frente a guerra interestatal). De hecho, argumentamos que una reacción violenta no tiene necesariamente que afectar a la parte o institución coactiva, como pasaría normalmente en el caso de una guerra civil. Más bien sostenemos que las guerras interestatales se han empleado constantemente por instituciones coactivas como un medio para desviar la atención de los problemas internos.

Con el auge de la amenaza y el declive de la amenaza como los dos elementos de un ciclo, la violencia total aplicada a lo largo de ese ciclo (o en términos económicamente más precisos: el volumen total de males contratados y aplicados) puede ser considerablemente superior a la que habría habido sin el ciclo o con uno menos pronunciado. Igualmente, el crecimiento de la prosperidad a lo largo de todo el ciclo económico es más bajo del que habría habido sin secuencias de auge y declive. Esto es tanto porque el auge constituye una distorsión en la cual los bienes se asignan mal (lo que quiere decir que no se asignan de acuerdo con las preferencias y planes de la gente) y porque el declive, aunque pueda corregir esta distorsión, normalmente produce efectos colaterales altamente dañinos en el proceso, que no habrían sido “necesarios” con un ciclo menos pronunciado o inexistente.

Sin embargo, esta perspectiva no solo es aplicable para regímenes de miedo arcaicos y de bajo nivel, sino también para regímenes modernos de legitimidad. De hecho, Hobbes alababa el miedo, al que reconocía correctamente como un elemento estabilizador de las estructuras prácticas, como un corolario de la libertad:

Miedo y libertad son compatibles: como cuando un hombre arroja sus bienes al mar por miedo al que el barco se hunda, lo hace sin embargo de forma plenamente voluntaria y puede rechazar hacerlos si es su deseo y es por tanto la acción de alguien que era libre: igual un hombre a veces paga su deuda solo por miedo a ser encarcelado, no porque nadie le impida no hacerlo (Hobbes, 1651, capítulo XXI).

Igualmente, la legitimidad se usa como sinónimo de libertad en los sistemas crácticos modernos, por ejemplo bajo las expresiones “estado de derecho” y “democracia”. Sin embargo, mientras que en la cataláctica las promesas no respaldadas pueden corregirse antes y a una escala menor, debido a que el interés propio de la gente sirve como correctivo, las promesas crácticas pueden expandirse a un nivel superior. El “cisne negro” potencial consiste en una implosión repentina de legitimidad. En efecto, la legitimación del cambio cráctico reduce sus costes por debajo del nivel por otra parte necesario y lleva a la preponderancia de los medios políticos (crácticos) sobre los medios económicos (catalácticos). La preponderancia resultante del suministro y contratación de males lleva a una asignación de medios que, en general, se corresponden menos con las preferencias y planes de la gente de lo que sería en el caso de que no existieran esa legitimación y ciclo de violencia resultante.

El problema de los “cisnes negros” en caso de potencial amenaza a través de armas de destrucción masiva es un tema de conocimiento común. Nassim Taleb probablemente tenía esto exactamente en mente cuando criticaba a Pinker:

El hombre ancestral no tenía armas nucleares, así que es una completa tontería suponer que las estadísticas de conflictos en el siglo XIV pueden aplicarse al siglo XXI. Una persona malvada con un garrote es categóricamente diferente de una persona malvada con un arma nuclear, así que lo que debería destacarse sería el arma no exclusivamente la constitución psicológica de la persona (Taleb, 2012).

Traduzcamos esto al lenguaje de la cráctica: Las evaluaciones frecuentes de los respaldos en disposiciones geopolíticas mediante escaramuzas a pequeña escala pueden mostrar al principio un alto grado de violencia, mientras que a largo plazo podrían albergar un potencial menor de violencia que un orden de paz (o el orden de una guerra fría), cuyo respaldo pueda evaluarse a través del uso de armas nucleares. Hemos sobrevivido al siglo XX sin una destrucción mutua, pero deducir de esto la superioridad de un orden de paz basado en una potencial amenaza masiva sería un engaño estadístico, como observaba Taleb. La falacia del “sesgo superviviente” es apropiada en todos los sentidos de la palabra: El mundo ha estado frecuentemente al borde la catástrofe. Hemos sobrevivido; por eso podemos alabar la modernidad como el mejor de todos los mundos, que, como afirma empíricamente Pinker, puede mostrar menos violencia y guerra que épocas anteriores. Si esa lotería hubiera tenido un resultado distinto, difícilmente quedaría alguien para cantar esas alabanzas. Hace sólo 100 años un análisis similar también había alabado un aparente época de paz:

Los expertos en 1912 podrían conseguir evidencias convincentes que documentaran el declive de guerra de las grandes potencias. El siglo anterior había sido el más pacífico de la historia, continuando la disminución en la guerra entre grandes potencias a lo largo de los tres siglos anteriores. No había habido ninguna guerra de grandes potencias durante casi cuatro décadas, una disminución del 50% a lo largo de los dos últimos siglos, y ninguna guerra general que implicara a todas las grandes potencias durante 97 años. Este era el período más largo de paz entre grandes potencias de los últimos cuatro siglos del sistema europeo moderno (Levy y Thompson, 2013, p. 412).

Igualmente, en el caso de la violencia interpersonal, un bajo nivel de violencia puede tener causas distintas que el desarrollo del llamado comportamiento angélico (salvo que se alabe la obediencia con una virtud angélica y se condene la libertad humana como una tentación satánica). Las estructuras crácticas que obligan a la obediencia a través de superioridad física, en lugar de a través de la costumbre y la legitimación, se corresponden con el fenómeno de los bandidos inmóviles, que analizó económicamente Mancur Olson (1993). Olson concluía que la monopolización del uso de la violencia debería minimizar dicha violencia. El bandido inmóvil remplaza a los bandidos no inmóviles y se contenta con menos depredación, aunque esta sea continua. Sin embargo, nuestro análisis indica que esta compensación no es real: La misma racionalidad lleva a un respaldo menor y por tanto más barato o de amenazas para un bandido inmóvil. Por un lado, esto permite, ceteris paribus, un alto nivel de explotación. Por otro, como los delincuentes (que también operan crácticamente) son los primeros que evalúan el respaldo de las amenazas, un grado menor de respaldo por parte del “bandido inmóvil primario” puede implicar que la calidad de su “servicio” (seguridad) se relacione muy malamente con su nivel de coste (apropiación de bienes). En casos extremos, la población puede verse acosada hasta un nivel insoportable a través de amenazas no respaldadas, mientras que al mismo tiempo queda completamente a merced de delincuentes que operan sin amenazas respaldadas. En esa situación, la paz puede resultar únicamente de la falta de defensa. Los oficiales parecen conformarse con formularios y sellos: las armas apenas se usan. Pero detrás de esta fachada de paz crece un cisne negro de disonancia cognitiva que se expresa al principio a través de un declive en la confianza y un aumento en el resentimiento. Es difícil predecir el comportamiento de gente que ha sido pacífica solo debido a la apatía y la ceguera en, cuando de repente teme por su supervivencia. Las explosiones de violencia al final de un ciclo por tanto no pueden excluirse. En la práctica, este es el riesgo de pacificación a través del miedo o la legitimación de las amenazas crácticas. En definitiva, un nivel de violencia en el cual se resiste a las amenazas y por tanto se evalúan más a menudo puede ser más alto a corto plazo, pero debería ser más bajo a largo plazo, incluso en el caso en el que, durante un largo auge de la amenaza, el pueblo se acostumbre a la “paz angélica”.

El auge de la amenaza no solo se caracteriza por el hecho de que llega a hacer falta una corrección, lo que puede llevar a una explosión de violencia (revoluciones, guerras civiles, levantamientos), sino también al hecho de que lleva a una sobreestimación sistemática con respecto a lo bien que el orden existente se corresponde con las preferencias del pueblo. Es similar a un auge económico: Las listas de pedidos y los supermercados están llenos, las empresas florecen, pero los mercados están distorsionados y cada vez se produce menos de lo que la gente demanda intrínsecamente, mientras que, por el contrario, se produce una destrucción del valor. Los recursos escasos y por tanto valiosos se transforman en cosas menos valiosas. Igualmente, durante un auge de la amenaza, detrás de una fachada de legitimidad, se produce una explotación oculta. Por supuesto, “valor” y “explotación” son conceptos normativos. Expresados de una manera neutral en valores, se reducen a una situación en la que las acciones que legitiman como valiosas y justas se ven por tanto estimuladas, pero que, después de la revelación de las consecuencias, se considera como destructivo y explotativo a toro pasado. El problema reside precisamente en este estímulo, es decir, en la dinámica: Está creciendo una tensión oculta entre aspiraciones y realidad.

La teoría del ciclo de violencia facilita un análisis crítico de la sucesión de períodos de guerra y paz. Además permite una nueva interpretación de la civilización prevaleciente y la reducción de la violencia interpersonal en buena parte del mundo a través de la modernidad. El análisis cráctico también alimenta el debate acerca de una justificación ética de la violencia estatal con nuevas ideas, por ejemplo, a través de un examen crítico de las posibilidades y condiciones para una minimización de la violencia.

La teoría del ciclo de violencia es más que una simple analogía de la teoría del ciclo económico. La teoría del ciclo económico no es un resultado necesario de la expansión monetaria, como ha demostrado Hülsmann. La expansión monetaria se relaciona normalmente con un ciclo de confianza errónea por parte de empresarios en el marco institucional y señales distorsionadas del mercado. Hülsmann argumenta:

El mero hecho de que la cantidad de dinero cambie no impide a los empresarios juzgar correctamente qué influencia ejercerá sobre los precios del mercado (Hülsmann, 1998, p. 4).

Concluye que la teoría del ciclo económico no es “general y apodícticamente válida”. Así que se necesita una teoría más general, incluso para explicar en primer lugar el ciclo económico: el ciclo económico no es un explicans, sino un explicandum, al que la teoría del ciclo cráctico puede aportar ideas adicionales. La confianza en promesas sin respaldo, engañado por la coacción, puede desempeñar un papel más importante del previamente pensado. Por supuesto, la confianza es una categoría subjetiva y no permite predicciones deterministas o cuantitativas. Los auges equivocados, basados en promesas o amenazas sin respaldo, no se corrigen necesariamente: si la candidez aumenta al mismo ritmo, pueden continuar eternamente. Si se corrige, tienden a desmoronarse: la desilusión se autorrefuerza.

Esperamos que estas consideraciones introductorias ayuden a demostrar el potencial para una mayor aplicación de la “cráctica”, es decir, la praxeología de la coacción y la violencia, en los campos de la ética, la ciencia política y la historia.

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Taghizadegan, Rahim, and Marc-Felix Otto, “The Praxeology of Coercion: A New Theory of Violence Cycles,” Quarterly Journal of Austrian Economics 19, no. 4 (Winter 2016): 330–344.

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