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Economía y humanidad

[Extraído de La acción humana]

 

Es habitual encontrar defectos en la ciencia moderna porque se abstiene de expresar juicios de valor. El hombre que vive y actúa, se nos dice, no necesita Wertfreiheit: necesita saber qué debería hacer. Si la ciencia no responde a esta pregunta es estéril. Sin embargo, la objeción no tiene fundamento. La ciencia no valora, pero proporciona al hombre que actúa toda la información que pueda necesitar con respecto a sus evaluaciones. Solo mantiene el silencio cuando se plantea la pregunta de si la propia vida merece la pena vivirse.

Por supuesto, la pregunta también se ha planteado y siempre se planteará. ¿Cuál es el significado de todos estos empeños y actividades humanos si al final nadie puede escapar de la muerte y la descomposición? El hombre vive bajo la sombra de la muerte. Cualquier cosa que pueda lograr en el curso de su peregrinación, debe un día morir y abandonar todo lo que ha construido. Cada instante puede convertirse en el último. Solo hay una cosa segura acerca del futuro de la persona: la muerte. Visto desde el punto de vista de este resultado definitivo e inevitable, todo empeño humano parece vano e inútil.

Además, la acción humana debe calificarse como inane incluso cuando se juzga únicamente con respecto a sus objetivos inmediatos. Nunca puede producir una satisfacción completa, se limita a dar por un instante evanescente una eliminación parcial de una incomodidad. Tan pronto como se satisface un deseo, aparecen nuevos deseos y piden su satisfacción. Se dice que la civilización empobrece a la gente, porque multiplica sus deseos y no calma, sino enciende dichos deseos. Todos los negocios y tratos de los hombres que trabajan duro, sus prisas, impulsos y ajetreos no tienen sentido, porque no proporcionan ni felicidad ni tranquilidad. La paz mental y la serenidad no puede lograrse por la acción y la ambición material, sino solo por la renuncia y la resignación. El único tipo de conducta apropiado para el sabio sería escapar hacia la inactividad de una existencia puramente contemplativa.

Aun así, esos recelos, dudas y escrúpulos se ven apagados por la fuerza irresistible de la energía vital del hombre. Es verdad que el hombre no puede escapar de la muerte. Pero por el momento está vivo y la vida, no la muerte, se apodera de él. Sea lo que sea lo que el futuro le depare, no puede prescindir de las necesidades del momento actual. Mientras un hombre vive, no puede dejar de obedecer al impulso cardinal, el élan vital. Es innato en la naturaleza del hombre que busque conservar y reforzar su vida, que esté descontento y busque eliminar la incomodidad, que busque lo que puede llamarse felicidad. En todo ser humano funciona un Id inexplicable y no analizable. Este Id es el impulso de todos los impulsos, la fuerza que empuja al hombre a la vida y la acción, al ansia original e inerradicable de una existencia más completa y feliz. Actúa mientras el hombre vive y solo se detiene con la extinción de la vida.

La razón humana sirve a este impulso vital. La función biológica de la razón es conservar y promover la vida y posponer su extinción tanto como sea posible. Pensar y actuar no son contrarios a la naturaleza: son más bien las principales características de la naturaleza humana. La descripción más apropiada del hombre diferenciado de los seres no humanos es: un ser que lucha con un propósito contra las fuerzas adversas para su vida.

Por tanto, hablar de la primacía de los elementos irracionales es inútil. Dentro del universo, cuya existencia no puede explicar, analizar, ni concebir nuestra razón, queda un campo estrecho dentro del cual el hombre es capaz de eliminar la incomodidad hasta cierto grado. Este es el ámbito de la razón y la racionalidad, de la ciencia y de las acciones con un propósito. Tampoco su estrechez ni la escasez de los resultados que el hombre puede obtener dentro de él sugieren la idea de la resignación y el letargo radicales. Ninguna sutileza filosófica puede impedir nunca que una persona sana recurra a acciones que (ella piense que) puedan satisfacer sus deseos. Puede que sea verdad que en los rincones más profundos del alma humana haya un deseo de una paz e inactividad sin perturbaciones propia de una existencia vegetativa. Pero en el hombre vivo estos deseos, sean los que sean, se ven superados por el deseo de actuar y mejorar su propia condición. Una vez las fuerzas de la resignación gana la mano, el hombre muere: no se convierte en una planta.

Es verdad que la praxeología y la economía no dicen a un hombre si este debería conservar o abandonar su vida. La propia vida y todas las fuerzas desconocidas que la originan y mantienen su llama son algo dado en definitiva y, como tal, más allá del ámbito de la ciencia humana. La materia sujeto de la praxeología es simplemente la manifestación esencial de la vida humana, es decir, la acción.

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