Hace unos días, las acciones del cannabis se dispararon tras la noticia de que el presidente Donald Trump está considerando ordenar a su administración que reclasifique la marihuana como una droga menos peligrosa, una medida que representaría un cambio significativo en la política en los EEUU.
Actualmente, el cannabis está clasificado como droga de la Lista I, la misma categoría que la heroína y el LSD —sustancias que se consideran sin uso médico y con un alto potencial de abuso. Una reclasificación a la Lista III agruparía la marihuana con drogas consideradas de menor potencial de dependencia, como la ketamina y el Tylenol con codeína. La reclasificación suavizaría las restricciones a la compra y venta de cannabis, lo que supondría una gran victoria para la industria, los inversores y los pacientes que consumen marihuana con fines médicos.
En cualquier caso, la verdad es que, debido a la «guerra contra las drogas», desde que comenzó bajo el mandato de Nixon, más de 40 millones de personas han sido encarceladas y, solo en México, más de 120 000 han muerto desde 2006. Esta es la consecuencia de la represión, de establecer una prohibición que no parece ser más que un negocio monopolístico, dirigido por políticos y burócratas, en el que solo se castiga y persigue a quienes intentan operar fuera de este monopolio.
¿Cómo se explica si no que los EEUU —con las fuerzas de seguridad mejor equipadas del mundo—, tenga el mayor número de consumidores a pesar de no ser un país productor y de que prácticamente todas las drogas entren por sus fronteras? ¿Son tan ineficaces estas fuerzas o existe una connivencia entre traficantes, políticos y policías? El radar es inútil para controlar los vuelos ilegales cuando está demostrado que la mayor parte de las drogas entran por canales totalmente legales.
¿Son tan nocivas estas drogas? Sin duda, pero curiosamente otras que son «legales» causan más daño. Según la Comisión Europea, 8000 personas mueren cada año en la Unión Europea por el consumo de drogas prohibidas, y otras 20 000 de forma indirecta. Es mucho; una sola muerte es trágica. Pero mueren muchas más por el alcohol —unas 800 000 solo en Europa, según Eurostat— o por fumar, o por accidentes de tráfico.
Otro argumento es que se trataría de una cuestión de autodefensa, ya que los drogadictos se consideran peligrosos para la sociedad. Pero no está claro que sean intrínsecamente peligrosos (excepto cuando consumen mezclas tóxicas, dada la mala calidad de las sustancias ilegales); más bien parecen tener discapacidades físicas y mentales. Por otra parte, es plausible que, una vez criminalizados por el Estado, en lugar de hacerse visibles para que se les pueda ayudar, se conviertan ellos mismos en delincuentes, incapaces de aliviar su adicción por los canales normales y a precios no monopolísticos.
Pero, incluso en el caso de la legítima defensa, los métodos de control moralmente aceptables son pacíficos, ya que también son los más eficaces. Además, ¿es permisible utilizar la violencia —implícita en la prohibición y en la guerra contra las drogas— para evitar que alguien se suicide? No lo es. La teoría del mal menor no es permisible.
En última instancia, el dilema es entre un monopolio de los funcionarios a precios exorbitantes, lo que lo convierte en un negocio enorme y altamente corrupto, o la regulación natural del mercado. En contraste con lo que ocurre en los países represivos, en Portugal, donde las drogas son más fáciles de conseguir, el número de delitos y de drogadictos es menor. Según la UNODC (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), en Portugal se producen 0,5 homicidios al año por cada 100 000 habitantes, mientras que en los EEUU son 4,7.
Si se levantaran las prohibiciones, respetando el derecho humano más fundamental —el derecho a la libertad personal, a vivir la propia vida—, las drogas estarían a la vista de todos, como el alcohol, y el tráfico de drogas y los delitos asociados desaparecerían inmediatamente. En consecuencia, los drogadictos serían más fáciles de identificar y controlar.