Había una vez un fenómeno norteño medieval tan sujeto al mito y la curiosidad universal como el de las encantadoras ciudades-república que florecían en el sur: la Liga Hanseática de los siglos que van de mediados del XIII al XVI. “La Hansa” (del antiguo alemán para “asociaciones”) o “La Liga”, como se conocía, empezó como un tratado entre Lübeck y Hamburgo “para liberar a los caminos de piratas y ladrones entre el Elba y el Trave” [un río en el norte de Alemania con su delta en el Mar Báltico]. Aumentó gradualmente para añadir Colonia y Bremen, expandiéndose posteriormente a Gdansk, Riga y Novgorod, incorporando finalmente Brujas, Brunswick y muchas ciudades satélites por toda Escandinavia. El principal objetivo de esta expansión era mantener las pesquerías de arenques en el Báltico en manos de los príncipes mercaderes de Lübeck y decididamente fuera de las manos de Federico II Hohenstaufen, extraordinario stupor mundi, quien, en 1226, decretó a ese encantador pueblo de tejados góticos como Ciudad Imperial. Entonces también eran críticas las rutas para apropiarse del comercio de la sal a Chipre. Pronto La Liga estaba dominando las relaciones comerciales con el Levante, Venecia, España, Francia e Inglaterra en madera, pieles, cereales, miel, cobre escandinavo y hierro, a cambio de especias, medicinas, fruta y vino y algodón. Así es como esta vaga coalición de holandeses errantes-capitalistas apareció como un imperio sin estado.
Navigare necesse est, viviere non est necesse está escrito sobre la puerta de la antigua casa de navegación de Bremen: “Es necesario seguir navegando, no es necesario vivir”. Esta vieja sabiduría hanseática realmente recoge el espíritu de esta gran civilización portuaria. Gobernada por un código de honor como una alianza descentralizada, el comercio era todo y “el estado” se veía como una molestia burocrática del interior. La Liga se unió y se mantuvo unida para compartir los riesgos del comercio, la navegación y (cuando era necesario) tratar con señores molestos que no sabían nada de comercio en alta mar, pero podían oler una fuente fresca de impuestos a mil tributarios bálticos de distancia. Eran “hombres que no lucharían ni robarían, que no se dedicarían al saqueo para pagar”, como se embelesaba con nostalgia una revista británica del siglo XIX, The Illustrated Magazine of Art. “Como querían vender honradamente, se vieron obligados a unirse para su propia protección para no verse privados de los ricos bienes que traían con ellos desde Italia al norte Europa. Formaron una asociación, una que acabó convirtiéndose en el orgulloso y poderoso rival de reyes y emperadores”.
En poco tiempo, esos reyes y emperadores “reclamaron sus préstamos y empeñaron sus coronas” para hacer negocios con la Hansa y su flota de 248 barcos mercantes: el orgullo y el poder de los mares. Lübeck, en cierto momento la ciudad más rica de Europa y a la que se llamaba la “Cartago del norte”, se convirtió en la capital no oficial de la Liga, manteniendo su propio ejército de 50.000 mercenarios. Pero eso era todo. La Liga no tenía una organización política coherente. Unirse o abandonarla estaba determinado por los intereses comerciales de los mercaderes; nunca hubo un centro administrativo claramente definido o siquiera un sistema para recaudar impuestos. La admisión era estricta: no se permitiría ninguna ciudad que no estuviera situada en el mar o a las orillas de algún río navegable. Las ciudades “que no guardaran la llave de sus propias puertas” no eran tampoco consideradas. No tenían ningún parlamento, ni presidente; ninguna jurisdicción civil coherente fuera de los juramentos y promesas formales. Como protector eligieron al gran maestre de los Caballeros Teutónicos, e incluso él tenía que prestar juramento de conservar la libertad mercantil de su querida cuadrilla de lobos de mar. La dieta encendida y apagada de la Liga se reunía dónde y cuándo era conveniente para discutir asuntos; no había ejército ni armada y en caso de alguna amenaza externa las ciudades con más riesgo se unirían para decidir un plan común de acción, como aranceles más altos y solo raramente la guerra. Como proclamaba el capítulo fundador de la liga: “Si el conflicto es contra un príncipe que es señor de una de las ciudades, esta ciudad no proveerá hombres, sino que solo dará dinero”.
La situación de los negocios en Alemania en ese momento era favorable al desarrollo de estos enérgicos pueblos libres, pues el emperador Federico estaba siempre dedicado a guerras inútiles en Italia, al tiempo que dejaba a los asuntos imperiales que siguieran su propio camino en el interior.
Así que la Hansa, podría decirse, era el equivalente medieval norteño y marítimo del alabado modelo de las grandes polis (Atenas, Corinto, Tebas) ellas mismas centros industriales, generadoras de relaciones cívico-económicas y de una explosión de comercio interregional entre otras ciudades-estados. La Liga permaneció como tal solo unas pocas décadas después del desgraciado día de 1598 en que Isabel I cerró una asociación comercial clave de la Hansa en el Támesis en Londres, dispuesta como estaba a crear un poder imperial en Inglaterra.
Cuando la Liga empezó a tomar forma, se extendió con una asombrosa rapidez, llegando al punto oriental extremo del Báltico pocas décadas después de la fundación de Lübeck. El establecimiento de tantas colonias con éxito estimuló un embriagador espíritu comercial y la carrera por llegar a los mercados más remotos se convirtió en una especie de deporte de caminantes. Que la Liga se originara junto al báltico se debió al hecho de que toda la región estaba muy por detrás de los demás grandes distritos comerciales de Europa en términos de desarrollo civilizado y presentaba mayores riesgos y peligros para los comerciantes que el Mediterráneo o el Mar del Norte. Por ejemplo, las ciudades italianas nunca se combinaron en un sistema organizado para fines comerciales. Los pueblos holandeses nunca habían tenido la necesidad de unirse, al menos en lo que se refiere a su comercio con Inglaterra y Noruega: entraron en la Liga Hanseática debido a sus intereses en el Báltico.
Como escribía de La Liga una historiadora, Ellen Semple, de la American Geographical Society de Nueva York: “Para los pueblos desperdigados a lo largo de la costa alemana y rusa desde el Trave al Neva, la unión era un asunto de vida o muerte. Además, estaban llenos del espíritu de empresa y confianza engendrado por su modo de vida. Sus habitantes, atraídos como colonos a estas costas inhóspitas por una exención parcial de impuestos y ciertos derechos y privilegios inusuales como ciudadanos, habían saboreado las dulzuras de independencia”.
Estas ciudades comerciales estaban situadas entre los centros industriales avanzados de Flandes, Holanda y Alemania occidental por un lado y las tierras suddesarrolladas del sudeste, este y norte por el otro. Al sur de ellas había un gran pasillo desde el Mediterráneo y también desde los mares Negro y Caspio. Formaban la terminal norte de las rutas comerciales “y prosperaban o declinaban de acuerdo con la actividad comercial, siguiendo estas grandes vías continentales”. Entraron en relaciones cercanas con las ciudades del interior que crecieron siguiendo estas rutas para complementar el trabajo de los pueblos costeros y formaron con ellas sus propios sistemas de ciudades en los que cada una sostenía una relación concreta con las demás. Por esta razón, la Liga Hanseática, aunque su origen sea misterioso, estuvo formada primero por una federación de ciudades marítimas “simplemente para los propósitos de protección de su comercio común”.
La Hansa fue también una de las dos grandes potencias que usaron sistemas de oro como dinero que funcionaban en ese momento (algunos dirían que en toda la historia), siendo la otra Venecia. Este oro como dinero estaba en constante circulación, no había crédito como dinero en La Liga.
Fue Sócrates el que habló del concepto de un “espíritu ciudadano”. La justicia natural, como él la llamaba, de la vida en la ciudad era que los hombres fabricaban productos para los hombres que los necesitaban, con cada persona dotada de algún talento mental o capacidad física para equipar la comunidad. Era una justicia, como ha escrito un estudioso del filósofo, tomada de la naturaleza y “aplicada a la organización artificial de su orden y gobierno”. Para La Hansa, la Ciudad era una expresión de grandeza cívica (y no “el estado”). La Liga Hanseática sigue siendo un maravilloso cuento romántico práctico del poder del puro comercio para organizar y civilizar las relaciones humanas y de su constante genio en el avance del progreso de la sociedad humana.