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El socialismo de Zohran Mamdani suspende en economía básica

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El socialismo siempre se vende con empatía. La agenda del asambleísta de Nueva York Zohran Mamdani —transporte público «gratuito», alquileres congelados e igualdad impuesta por el gobierno— suena misericordiosa a primera vista. Pero se basa en una ilusión fatal: que la fuerza puede fabricar la equidad y que la riqueza puede ordenarse para que exista.

Los economistas y filósofos morales de la Escuela Austriaca —Henry Hazlitt, Ludwig von Mises, F. A. Hayek, Murray Rothbard, Tom Woods, Robert Murphy y Ron Paul— demostraron que la libertad y la prosperidad solo surgen del intercambio voluntario. Cada distorsión gubernamental de los precios o la propiedad sustituye las decisiones de millones de personas por los dictados de unos pocos.

Hayek lo dejó claro en Camino de servidumbre: lo que los planificadores denominan «coordinación» no es más que un puñado de funcionarios que se imponen sobre el orden espontáneo de innumerables individuos que actúan libremente. Mises demostró que el colapso del socialismo no es meramente logístico, sino ético. Si se elimina la propiedad, se elimina la responsabilidad. Hazlitt reveló que cada «regalo» pagado con el trabajo de otra persona esconde un daño invisible. Juntos, estos pensadores demostraron que la planificación centralizada nunca puede igualar la sabiduría dispersa de las personas libres que toman decisiones por sí mismas.

Lo que Mamdani llama progreso es, según la lógica austriaca, un fracaso reciclado —ideas que el siglo XX ya probó, rompió y descartó.

Lo visible vs. lo invisible

La obra de Hazlitt, Economía en una lección, resume la disciplina en una sola regla: no hay que fijarse solo en las consecuencias inmediatas, sino también en las secundarias. Los límites máximos de alquiler de Mamdani se centran en el alivio de los inquilinos de hoy, ignorando la escasez de viviendas del mañana. Se limitan los alquileres y desaparece el mantenimiento; se paraliza la construcción de nuevas viviendas; los ocupantes se aferran a unidades artificialmente baratas. La era de control de alquileres de la posguerra en Nueva York, trajo consigo precisamente lo que Hazlitt predijo: barrios marginales, incendios provocados para cobrar el seguro y abandono masivo.

La lección va mucho más allá de la vivienda. Cuando los salarios se fijan por encima de la productividad, el empleo desaparece. Cuando los precios se limitan por debajo del costo, los bienes desaparecen. Cuando el gobierno decreta resultados «asequibles», el resultado es siempre la escasez. El principio de Hazlitt es atemporal porque los incentivos son atemporales: la gente ofrece menos de lo que se castiga y más de lo que se recompensa.

Tom Woods lleva la misma advertencia al siglo XXI en Meltdown: cada «estímulo» o rescate que los políticos aclaman como alivio desvía el capital de las manos productivas a las que tienen conexiones políticas. «Cada dólar que gasta el gobierno», escribe Woods, «es un dólar que primero se extrae del sector privado creador de riqueza». Una política que a primera vista parece caritativa, en realidad mata de hambre silenciosamente a la economía real que la sustenta.

La lente de Hazlitt expone la ceguera moral del socialismo. Mide la compasión por la intención, mientras que la economía la mide por el resultado. La congelación de los alquileres, los mandatos salariales y los servicios «gratuitos» parecen misericordiosos hasta que llega la factura —en forma de escasez, deterioro y desempleo. La verdadera asequibilidad surge de la libertad para construir, competir e innovar, no de silenciar las señales del mercado que hacen posibles esas acciones.

Por qué la planificación centralizada no puede calcular

Mises asestó el golpe decisivo en «El cálculo económico en la comunidad socialista»: sin propiedad privada de los medios de producción, no puede haber precios de mercado genuinos; sin precios, la sociedad no puede asignar racionalmente los recursos. Los precios no son números arbitrarios; son el sistema nervioso de la civilización, que traduce miles de millones de decisiones diarias en información útil.

Si se elimina la propiedad, se mata el ciclo de retroalimentación. Bob Murphy explica en Choice que los mercados no son ecuaciones estáticas, sino motores de descubrimiento. Los empresarios prueban ideas, absorben pérdidas y corrigen errores. Sin ganancias y pérdidas, los errores se acumulan indefinidamente porque nadie paga por ellos personalmente.

Tom Woods aplica la misma lógica a 2008: los bancos centrales que manipulan los tipos de interés juegan a ser planificadores socialistas, distorsionando las señales de los precios y provocando inversiones erróneas. El ciclo de auge-caída que siguió no fue el capitalismo descontrolado —sino el socialismo disfrazado, la manipulación monetaria disfrazada de gestión. La «planificación democrática» de Mamdani no hace más que repetir ese error a escala municipal, cambiando la coordinación orgánica por conjeturas burocráticas.

El conocimiento económico no puede centralizarse. Todo funcionario que fija un alquiler, un salario o una tarifa «justos» se imagina más sabio que el mercado, que ya refleja miles de preferencias. La arrogancia del planificador no es compasión —es presunción armada de coacción.

La planificación benevolente sigue acabando en cadenas

Hayek advirtió que incluso el control bienintencionado deriva en tiranía, porque la dirección económica exige dirección política. Si se les dice a las fábricas qué producir, pronto se les dirá a los ciudadanos dónde vivir y qué ganar. La obra de Daniel Hannan, The New Road to Serfdom, actualizó la advertencia de Hayek para nuestra época: la servidumbre actual no llega por la revolución, sino por la regulación.

Nueva York ya vive esta parábola. Para construir, hay que suplicar por los permisos. Para alquilar, hay que suplicar ante las juntas. Para viajar en metro, hay que subvencionar un sistema ahogado en una deuda de 40 000 millones de dólares. La agenda de «equidad» de Mamdani, descrita claramente, apretaría cada nudo de esa red burocrática. Hayek lo previó claramente: cuanto más planifica el Estado la economía, menos espacio queda para que los individuos planifiquen sus propias vidas.

Ron Paul capturó la versión americana en Liberty Defined: cada nuevo derecho recorta una porción de libertad, y esas porciones rara vez vuelven a crecer. El punto final es la dependencia controlada: ciudadanos «cuidados», pero nunca en control. La compasión burocrática no termina en libertad, sino en una servidumbre silenciosa.

Inflación: el socio silencioso del socialismo

«El dinero sólido es inseparable de una sociedad libre», argumentó Paul en End the Fed (Fin de la Fed). «La inflación es el impuesto oculto del estado del bienestar y la guerra». El socialismo no se financia solo con impuestos visibles, sino que se sostiene con la imprenta. Murray Rothbard llamó a la banca central «el motor del crecimiento del gobierno», porque permite a los políticos gastar lo que nunca podrían gravar abiertamente.

Desde que Nixon rompió el último vínculo del dólar con el oro en 1971, su poder adquisitivo ha caído más de un 85 %. Mamdani considera esa inflación como una justificación para aumentar aún más el gasto, la deuda y la regulación. Confunde la enfermedad con la cura. En su obra What Has Government Done to Our Money? (¿Qué ha hecho el gobierno con nuestro dinero?), Rothbard explica que la inflación permite al Estado falsificar derechos sobre bienes reales, transfiriendo silenciosamente la riqueza de los ahorradores a los gastadores y de los trabajadores a los que tienen conexiones políticas.

La igualdad comienza con un dinero honesto. Cuando la moneda no puede diluirse, el gobierno debe vivir dentro de sus posibilidades, los ahorros conservan su valor y los pobres ya no son robados por impuestos invisibles. El dinero fiat es el torrente sanguíneo del socialismo; el dinero sólido es el sistema inmunológico de la libertad.

«Gratis» nunca es gratis

El veredicto de Hazlitt en The Failure of the New Economics sigue siendo irrefutable: el gobierno no puede dar a nadie nada que no le haya quitado primero a otra persona. El transporte «gratuito» y la guardería universal de Mamdani son trucos de prestidigitación que disfrazan la coacción de bondad. La imagen que se ve es la del pasajero sonriente que sube al autobús; la realidad que no se ve es la del trabajador sobrecargado de impuestos que paga la factura y el empresario disuadido de crear una alternativa mejor.

La autoridad de transporte de Nueva York ya arrastra una deuda de decenas de miles de millones. Hacer que los viajes sean «gratuitos» solo acelera el colapso. Woods observó en Rollback que los servicios públicos monopolísticos fracasan más estrepitosamente porque el fracaso nunca amenaza su existencia —sino que simplemente aumenta sus presupuestos. Murphy añade el axioma que todos los planificadores olvidan: solo la producción crea riqueza; la redistribución solo la reorganiza. El socialismo confunde la circulación del dinero con la creación de valor.

Cuanto más promete el Estado algo a cambio de nada, menos reciben realmente los ciudadanos.

La podredumbre moral del colectivismo

Mises escribió en Socialismo que la abolición de la propiedad disuelve el deber en dependencia. Cuando se castiga la excelencia y se recompensa la mediocridad, la virtud se marchita. La sociedad comienza a envidiar el éxito en lugar de emularlo. Unhumans, de Jack Posobiec, traza esta decadencia moral a través de las revoluciones comunistas del siglo pasado: antes de confiscar los bienes, los planificadores primero deshumanizaron a sus víctimas como «enemigos de clase». El socialismo «democrático» moderno puede que no construya gulags, pero conserva la misma premisa: que la coacción puede fabricar la virtud.

Ron Paul resumió el costo moral en una frase: cuando el gobierno reemplaza a la caridad, reemplaza a la conciencia. Una persona acostumbrada a externalizar la compasión pronto olvida cómo practicarla libremente.

El marcador de la historia

El marcador de la historia es implacable. La Gran Bretaña de la posguerra nacionalizó las industrias y se convirtió en el «hombre enfermo de Europa» hasta que Thatcher invirtió el rumbo. Venezuela, —que en su día fue la nación más rica de América Latina—, cayó en la hambruna y el exilio en una década de «socialismo bolivariano». Incluso Suecia, aclamada durante mucho tiempo como la «tercera vía», casi llevó a la bancarrota a su estado del bienestar a principios de la década de 1990, antes de liberalizar los impuestos y la regulación.

El patrón se repite porque la causa es constante: si se suprimen los precios, la propiedad y los beneficios, la prosperidad se asfixia. Woods denomina a la versión actual «totalitarismo blando por hoja de cálculo». No se necesitan bayonetas, —solo formularios, tasas y departamentos de cumplimiento normativo interminables. El Libro negro del comunismo contabiliza más de cien millones de muertes bajo el socialismo duro, pero la versión blanda erosiona la libertad de forma más lenta y silenciosa.

La salida

Mises planteó la cuestión con una claridad cristalina: «La cuestión es siempre la libertad frente al control gubernamental». El camino de vuelta del socialismo es el mismo que sacó a la humanidad de la pobreza: la propiedad, los precios y la paz.

En primer lugar, restaurar una moneda sólida. Poner fin a la inflación que permite a los políticos gastar hoy la riqueza del mañana.

En segundo lugar, devolver el poder a las autoridades locales. Hannan y Woods nos recuerdan que el autogobierno comienza con la autosuficiencia. Las familias, las iglesias y las asociaciones voluntarias deben recuperar la compasión que ahora falsifican las burocracias.

En tercer lugar, recuperar la claridad moral. Los mercados disciplinan la codicia a través de la pérdida; los gobiernos disciplinan la disidencia a través del castigo. Solo lo primero preserva la dignidad humana.

Allí donde se deja libertad a la propiedad, el intercambio y la creatividad, la vida mejora. Allí donde se impone la obediencia «por el bien común», la vida se atrofia. Nueva York, —y América—, no necesitan un socialismo mejor. Necesitan un compromiso renovado con la libertad.

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