Mises Daily

La guerra como expoliación

Un hombre (y lo mismo puede decirse de un pueblo) puede procurarse los medios de existencia de dos maneras —creándolos o robándolos.

Cada una de estas dos grandes fuentes de adquisición presenta una variedad de métodos.

Podemos crear los medios de existencia mediante la caza, la pesca, la agricultura, etc.

Podemos robarlos mediante el abuso de confianza, la violencia, la fuerza, el fraude, la guerra, etc.

Si, limitándonos al círculo de una u otra de estas dos categorías, encontramos que el predominio de uno de estos métodos establece una diferencia tan marcada en el carácter de las naciones, ¿cuánto mayor debe ser la diferencia entre una nación que vive de la producción, y una nación que vive del expolio?

Porque no es una sola de nuestras facultades, sino todas, la que la necesidad de proveer a nuestra subsistencia pone en ejercicio; y ¿qué puede ser más adecuado para modificar la condición social de las naciones que lo que así modifica todas las facultades humanas?

Esta consideración, por muy importante que sea, ha sido tan poco considerada, que debo detenerme en ella por un instante.

La realización de un disfrute o satisfacción presupone el trabajo; de donde se deduce que el expolio, lejos de excluir la producción, la presupone y la da por supuesta.

Esta consideración, me parece, debería modificar la parcialidad que los historiadores, poetas y novelistas han mostrado por aquellas épocas heroicas que no se distinguieron por lo que ellos desprecian bajo el epíteto de industrialismo. En aquella época, como en la nuestra, los hombres vivían, subsistían; y el trabajo debía cumplir su función entonces como ahora. Sólo existía la diferencia de que las naciones, las clases y los individuos lograban hacer recaer su parte de trabajo y esfuerzo sobre los hombros de otras naciones, otras clases y otros individuos.

La característica de la producción es sacar de la nada, si se puede decir así, las satisfacciones y los placeres que sostienen y embellecen la vida; de modo que un hombre, o una nación, puede multiplicar ad infinitum estos placeres, sin infligir privaciones a ningún otro hombre, o a ninguna otra nación. Tanto es así, que un estudio profundo del mecanismo económico nos muestra que el éxito del trabajo de un hombre abre un campo para el éxito de los esfuerzos de otro.

La característica de la expoliación, por el contrario, es que no puede conferir una satisfacción a uno sin infligir una privación correspondiente a otro; porque la expoliación no crea nada, sino que desplaza lo que el trabajo ha creado. Implica una pérdida absoluta de los esfuerzos de ambas partes. Por lo tanto, lejos de aumentar los placeres de la humanidad, los disminuye y los confiere, además, a quienes no los han merecido.

Para producir, el hombre debe dirigir todos sus poderes y facultades para obtener el dominio de las leyes naturales; pues es por este medio que logra su objeto. De ahí que el hierro convertido en reja de arado sea el emblema de la producción.

Para robar, en cambio, el hombre debe dirigir todos sus poderes y facultades a obtener el dominio sobre sus semejantes, pues es por este medio que alcanza su fin. De ahí que el hierro convertido en espada sea el emblema del expolio.

Entre la reja del arado, que trae la abundancia, y la espada, que trae la destrucción y la muerte, no hay mayor diferencia que entre una nación de trabajadores laboriosos y una nación de expoliadores. No tienen ni pueden tener nada en común. No tienen ni las mismas ideas, ni las mismas reglas de apreciación, ni los mismos gustos, modales, carácter, leyes, moral o religión.

No puede presentarse a los ojos de la filantropía un espectáculo más melancólico que el de ver a una época industrial que pone todo su empeño, en la educación, en inocularse las ideas, los sentimientos, los errores, los prejuicios, los vicios, de una época de expoliación. Nuestra época es frecuentemente acusada de falta de coherencia, de mostrar poca concordancia entre los juicios que se forman y la conducta que se sigue; y creo que esto surge principalmente de la causa que acabo de señalar.

El expolio, en forma de guerra, es decir, el expolio puro y simple, tiene su raíz en lo más profundo del corazón humano, en la organización del hombre, en los motivos universales que actúan en el mundo social, es decir, el deseo de felicidad y la repugnancia al dolor, en definitiva, en ese principio de nuestra naturaleza llamado interés propio.

No me apena encontrarme con que estoy enjuiciando ese principio, pues se me ha acusado de dedicarle un culto idolátrico, de representar sus efectos como productivos sólo de la felicidad de la humanidad, e incluso de elevarlo por encima del principio de simpatía, de desinterés y de abnegación. En realidad, no lo he estimado así; sólo he demostrado más allá de toda duda su existencia y su omnipotencia. Mal apreciaría esa omnipotencia, y violaría mis propias convicciones, al representar el interés personal como el móvil universal del género humano, si dejara de señalar ahora las causas perturbadoras a que da lugar, así como antes señalé las armoniosas leyes del orden social que surgen de él.

El hombre, como ya hemos dicho, tiene un deseo invencible de mantenerse, de mejorar su condición y de alcanzar la felicidad, o lo que concibe como felicidad, al menos de aproximarse a ella. Por la misma razón evita el dolor y el trabajo.

Ahora bien, el trabajo, o el esfuerzo que hacemos para que la naturaleza coopere en la producción, es en sí mismo un trabajo o una fatiga. Por esta razón, es repugnante para el hombre, y no se somete a él, excepto para evitar un mal aún mayor.

Algunos han sostenido filosóficamente que el trabajo no es un mal sino un bien, y tienen razón, si tenemos en cuenta sus resultados. Es un bien comparativo; o si es un mal, es un mal que nos salva de males mayores. Esta es precisamente la razón por la que los hombres tienen una gran tendencia a evitar el trabajo cuando piensan que, sin recurrir a él, pueden cosechar sus resultados.

Otros sostienen que el trabajo es en sí mismo un bien; y que, independientemente de sus resultados productivos, eleva, fortalece y purifica el carácter del hombre, y es para él una fuente de salud y disfrute. Todo esto es estrictamente cierto; y es una evidencia adicional para nosotros de la maravillosa fertilidad de esas intenciones finales que el Creador ha desplegado en todas las partes de sus obras. Aparte de las producciones que son sus resultados directos, el trabajo promete al hombre, como recompensa suplementaria, una mente sana en un cuerpo sano; y no es más cierto que la ociosidad es el padre de todos los vicios que el trabajo es el padre de muchas virtudes.

Pero esto no interfiere en absoluto con las inclinaciones naturales e inconquistables del corazón humano, ni con ese sentimiento que nos impulsa a no desear el trabajo por sí mismo, sino a compararlo constantemente con sus resultados; a no desear gastar un gran esfuerzo en lo que puede lograrse con un esfuerzo menor; a no elegir, entre dos esfuerzos, el más severo. Tampoco nuestro esfuerzo por disminuir la relación que el esfuerzo guarda con el resultado es inconsistente con nuestro deseo, cuando hemos adquirido algo de ocio, de dedicar ese ocio a nuevos trabajos adecuados a nuestros gustos, con la perspectiva de asegurar así una recompensa nueva y adicional.

Con referencia a todo esto, los hechos universales son decisivos. En todo momento y en todas partes, encontramos que el hombre considera el trabajo como algo indeseable, y la satisfacción como la cosa en su condición que le hace compensar su trabajo. En todas las épocas y en todas partes, nos encontramos con que se esfuerza por aligerar su trabajo recurriendo a la ayuda, siempre que puede obtenerla, de los animales, del viento, de la fuerza del agua, del vapor, de las fuerzas naturales o, por desgracia, de su semejante, cuando consigue esclavizarlo. En este último caso -repito, porque es demasiado frecuente olvidarlo-, el trabajo no disminuye, sino que se desplaza.

El hombre, colocado así entre dos males, la necesidad o el trabajo, y urgido por su propio interés, trata de descubrir si, por un medio u otro, no puede librarse de ambos. Es entonces cuando el expolio se le presenta como una solución al problema.

Se dice a sí mismo: «No tengo, es cierto, ningún medio de procurarme las cosas necesarias para mi subsistencia y disfrute —alimentación, vestido y alojamiento— a menos que estas cosas sean producidas previamente por el trabajo. Pero no es en absoluto indispensable que esto sea mi propio trabajo. Basta con que sean producidas por el trabajo de alguien, siempre que pueda obtener el dominio».

Tal es el origen de la guerra.

No me detendré en sus consecuencias.

Cuando las cosas llegan a esto, que un hombre, o una nación, se dedica al trabajo, y otro hombre, u otra nación, espera a que ese trabajo se cumpla, para dedicarse a la rapiña, podemos ver a simple vista cuánto poder humano se desperdicia.

Por un lado, el expoliador no ha conseguido, como deseaba, librarse de todo tipo de trabajo. El robo a mano armada exige esfuerzos, y a veces muy severos. Mientras que el productor dedica su tiempo a la creación de productos aptos para dar satisfacciones, el expoliador emplea su tiempo en idear los medios para robarle. Pero cuando la obra de la violencia ha sido realizada, o intentada, los objetos calculados para producir satisfacción no son ni más ni menos abundantes que antes. Pueden satisfacer las necesidades de un grupo diferente de personas, pero no de más necesidades. Por lo tanto, todos los esfuerzos que el expoliador ha hecho con el fin de expoliar, y los esfuerzos que no ha hecho con el fin de producir, están completamente perdidos, si no para él, al menos para la sociedad.

Y esto no es todo. En la mayoría de los casos se produce una pérdida análoga por parte del productor. No es probable que espere la violencia con la que es amenazado sin tomar alguna precaución para su propia protección; y todas las precauciones de este tipo —armas, fortificaciones, municiones, ejercicios— son trabajo, y trabajo perdido para siempre, no para quien espera la seguridad de este trabajo, sino para la humanidad en general.

Pero si el productor, después de someterse a este doble trabajo, no se considera capaz de resistir la violencia amenazada, es aún peor para la sociedad, y el poder se desperdicia en una escala mucho mayor; porque, en ese caso, el trabajo se abandonará por completo, no estando nadie dispuesto a producir para ser saqueado.

Si consideramos la forma en que las facultades humanas se ven afectadas en ambos lados, se verá que las consecuencias morales del expolio no son menos desastrosas.

La Providencia ha querido que el hombre se dedique a combatir pacíficamente a los agentes naturales, y que recoja directamente de la naturaleza los frutos de su victoria. Cuando obtiene este dominio sobre los agentes naturales sólo mediante la obtención de un dominio sobre sus semejantes, su misión cambia, y se da otra dirección a sus facultades. Se ve cuán grande es la diferencia entre el productor y el expoliador, en lo que concierne a la previsión, previsión que se asimila en cierto grado a la providencia, pues prever es también prever.

El productor se propone aprender la relación entre causa y efecto. Para ello, estudia las leyes del mundo físico y trata de convertirlas en auxiliares cada vez más útiles. Si se fija en sus semejantes, es para prever sus necesidades y satisfacerlas, a condición de que haya reciprocidad.

El expoliador no estudia la naturaleza. Si se fija en sus semejantes, es para observarlos como el águila observa a su presa, con el fin de debilitarla y sorprenderla.

Las mismas diferencias se observan en las demás facultades, y se extienden a las ideas de los hombres.

El expolio por medio de la guerra no es un hecho accidental, aislado y pasajero; es un hecho tan general y tan constante que no da lugar, en cuanto a la permanencia, al trabajo mismo.

Indícame algún país del mundo donde de dos razas, conquistadores y conquistados, la una no domine a la otra. Muéstrame en Europa, en Asia, o entre las islas del mar, un lugar favorecido todavía ocupado por los habitantes primitivos. Si las migraciones de la población no han escatimado en ningún país, la guerra ha sido igualmente generalizada.

Sus huellas son universales. Además de la rapiña y el derramamiento de sangre, la opinión pública ultrajada y las facultades y talentos pervertidos, la guerra ha dejado en todas partes otras huellas, entre las que hay que contar la esclavitud y la aristocracia.

No sólo la marcha del expolio ha seguido el ritmo de la creación de riqueza, sino que los expoliadores se han apoderado de las riquezas acumuladas, del capital en todas sus formas; y, en particular, han fijado su mirada en el capital en forma de propiedad de la tierra. El último paso fue apoderarse del hombre mismo. Porque siendo las facultades y poderes humanos los instrumentos del trabajo, encontraron un método más corto para apoderarse de estos poderes y facultades, que apoderarse de sus productos.

Es imposible calcular hasta qué punto estos grandes acontecimientos han actuado como causas perturbadoras y como trabas al progreso natural del género humano. Si tenemos en cuenta el sacrificio del poder industrial que la guerra ocasiona, y la medida en que los resultados disminuidos de ese poder se concentran en las manos de un número limitado de conquistadores, podemos formarnos una idea de las causas de la indigencia de las masas, una indigencia que en nuestros días es imposible explicar con la hipótesis de la libertad.

Cómo se propaga el espíritu guerrero.

Las naciones agresivas son objeto de represalias. A menudo atacan a otros; a veces se defienden. Cuando actúan a la defensiva, tienen a su favor el sentimiento de justicia y el carácter sagrado de la causa en la que están comprometidos. Pueden entonces exultar de valor, devoción y patriotismo. Pero, ¡ay! llevan estos mismos sentimientos a sus guerras ofensivas, y ¿dónde está entonces su patriotismo?

Cuando dos razas, la una victoriosa y ociosa, la otra vencida y humillada, ocupan el mismo territorio, todo lo que se calcula para despertar el deseo o despertar las simpatías populares cae en la suerte de los conquistadores. De ellos son el ocio, las fiestas, el gusto por las artes, la riqueza, el desfile militar, los torneos, la gracia, la elegancia, la literatura, la poesía. A la raza conquistada no le quedan más que las chozas arruinadas, los trajes miserables, la mano dura del trabajo o la mano fría de la caridad.

La consecuencia es que las ideas y los prejuicios de la raza dominante, siempre asociados a la fuerza militar, llegan a constituir la opinión pública. Hombres, mujeres y niños se unen para ensalzar la vida del soldado con preferencia a la del trabajador, para preferir la guerra a la industria y el expolio a la producción. La raza vencida comparte los mismos sentimientos, y cuando, en los períodos de transición, logra superar a sus opresores, se muestra dispuesta a imitarlos.

¿Qué es esta imitación sino una locura?

Cómo termina la guerra.

La expoliación, como la producción, que tiene su origen en el corazón humano, las leyes del mundo social no serían armoniosas, ni siquiera en la medida limitada que sostengo, si esta última no lograra a la larga superar a la primera.

Extraído de Harmonies of Political Economy, traducido de la tercera edición francesa por P.J. Stirling, 2d ed. (Londres, 1850). (Londres, 1850), pp. 458-64.

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