Mises Wire

Keynes debe morir

En 2012, Barack Obama advertía de que Estados Unidos caería en una depresión si fuera aprobado el plan de Ron Paul para recortar un billón de dólares del presupuesto federal.

Esperen, perdonen. No fue Obama quien advirtió de que los recortes presupuestarios llevarían a una depresión.

Fue Mitt Romney.

Romney iba a convertirse en el nominado del autodescrito como partido del libre mercado.

Una derrota ideológica se completa cuando ambas partes de la opinión respetable dan por sentadas ideas básicas. Así de completa ha sido la victoria keynesiana.

De hecho, el keynesianismo había arrasado con toda una década antes de que Romney siquiera hubiera nacido.

La teoría general del empleó, el interés y el dinero, el tratado seminal de John Maynard Keynes, apareció durante la Gran Depresión, un momento en el que muchísima gente estaba empezando a dudar de los méritos y la resistencia del capitalismo. Era un trabajo de teoría económica, pero sus seguidores insistieron en que también ofrecía respuestas prácticas a cuestiones urgentes contemporáneas como: cómo se había producido la Gran Depresión y por qué estaba durando tanto.

La respuesta a ambas cuestiones, según Keynes y sus seguidores, era la misma: falta de suficiente intervención pública.

Pero como demostró Murray N. Rothbard en su libro de 1963, America’s Great Depression, y como habían escrito Lionel Robbins y otros en ese momento, la Gran Depresión sin duda no se había causado por demasiada poca intervención pública. Fue causada por los bancos centrales con privilegios públicos de todo el mundo y fue prolongada por los diversos falsos remedios a los que los gobiernos iban echando mano.

Pero esa no era una tesis que los gobiernos ansiaran oír. Los cargos públicos estaban más bien más atraídos por el mensaje que les estaba enviando Keynes: el mercado libre puede llevar a depresiones y la prosperidad requiere más gasto e intervención públicos.

Digamos unas pocas palabras acerca del libro que inició esta revolución ideológica: Si puedo decirlo amablemente, la Teoría general no es el tipo de texto que se podría esperar que arrase con todo.

Paul Samuelson, que se convirtió en uno de los más notables popularizadores estadounidenses del keynesianismo, admitió en un momento de candidez que cuando leyó el libro por primera vez, «no entend[ió] en absoluto de qué iba». «Creo que no estoy contando ningún secreto», continuaba, «cuando asevero solemnemente—sobre la base de una vívida experiencia personal—que ningún otro en Cambridge, Massachusetts, sabía realmente de qué iba durante de doce a dieciocho meses después de la publicación».

La Teoría general, decía:

Es un libro mal escrito, mal organizado, cualquier persona corriente que, cautivada por la reputación previa del autor comprara el libro, sería estafada por sus cinco chelines. No es apropiado para usarlo en clase. Es arrogante, malhumorado, polémico y no muy generoso en sus reconocimientos. Abunda en asuntos liosos y confusiones. (…) En resumen, es la obra de un genio.

Murray N. Rothbard, quien después de la muerte de Ludwig von Mises fue considerado el decano de la Escuela Austriaca de economía, escribió varias críticas económicas importantes a Keynes, junto con un largo y revelador artículo acerca del hombre. La primera de esas críticas vino en forma de ensayo escrito cuando Murray tenía solo 21 años: «Spotlight on Keynesian Economics». La segunda apareció en su tratado de 1962, El hombre, la economía y el estado y la tercera en un capítulo de su libro Por una nueva libertad.

Murray no ahorraba palabras, refiriéndose al keynesianismo como «el engaño más exitoso y pernicioso en la historia del pensamiento económico». «Todo el pensamiento keynesiano», añadía, «es un pañuelo desechable de distorsiones, mentiras y suposiciones radicalmente irreales».

Más allá de los problemas con el sistema keynesiano estaban los desgraciados rasgos del propio Keynes. Dejaré que Murray os los describa:

El primero era su arrogante egoísmo, que le aseguraba que podía resolver todos los problemas intelectuales rápida y adecuadamente y le llevó a desdeñar cualquier principio general que pudiera limitar su desbocado ego. El segundo era su fuerte sentimiento de que hacía nacido y estaba destinado a ser un líder de la élite gobernante de Gran Bretaña. (…)

El tercer elemento era su profundo desprecio y desdén por los valores y virtudes de la burguesía, de la moral convencional, del ahorro y la economía y de las instituciones básicas de la vida familiar.

Mientras era estudiante en la Universidad de Cambridge, Keynes perteneció a un grupo exclusivo y secreto llamado los Apóstoles. Ser parte de él alimentó su egoísmo y su desdén por los demás. Escribió en una carta privada: «¿Es monomanía—esta colosal superioridad moral que sentimos? Tengo la sensación de que la mayoría del resto [del mundo fuera de los Apóstoles] nunca ve nada en absoluto—demasiado estúpidos o demasiado retorcido».

De joven, Kynes y sus amigos se convirtieron en lo que él mismo describió como «inmorales». En un artículo de 1938 titulado «Mis primeras creencias», escribía:

Repudiábamos completamente una responsabilidad personal de obedecer las reglas generales. Afirmábamos el derecho a juzgar cada caso individual por sí mismo y la sabiduría de hacerlo con éxito. Era una parte importante de nuestra fe, sostenida violenta y agresivamente y para el mundo exterior era nuestra característica más evidente y peligrosa. Repudiábamos completamente la moralidad habitual, las convenciones y la sabiduría tradicional. Esto equivale a decir que éramos, en el sentido estricto del término, inmorales.

Keynes tenía 55 años cuando publicó ese artículo. E incluso en esa etapa avanzada de su vida podía afirmar que la inmoralidad «sigue siendo mi religión bajo la superficie. (…) Sigo siendo y seré siempre un inmoral».

En economía, Keynes mostraba el mismo tipo de aproximación que había adoptado hacia la filosofía y la vida en general. «Tengo miedo a los “principios”», dijo a un comité parlamentario en 1930. Por supuesto, esa es la actitud de quien ansía influencia y el ejerció del poder: el principio no hace sino interponerse en el camino hacia estas cosas.

Así, Keynes apoyó el libre comercio, luego cambió de rumbo en 1931 y se convirtió en proteccionista, luego durante la Segunda Guerra Mundial favoreció de nuevo el libre comercio. Como dijo Rothbard: «Nunca tuvo remordimientos ni siquiera dudas que obstaculizaran sus relampagueantes cambios».

La Teoría general dividía la población mundial en varios grupos, cada uno con sus propias características. Aquí Keynes podía aventar sus odios de toda la vida.

Primero estaba una gran masa de consumidores, tontos y robóticos, cuyas decisiones consumo estaban fijadas y determinadas por fuerzas externas, de forma que Keynes podía reducirlas a una «función de consumo».

Luego estaba un subgrupo de consumidores, los ahorradores burgueses, a quienes Keynes despreciaba especialmente. En el pasado, esa gente había sido alabada por su ahorro, que hacía posible la inversión que aumentaba los niveles de vida. Pero el sistema keynesiano eliminaba la relación entre ahorro e inversión, afirmando que los dos no tenían nada que ver entre sí. Los ahorros eran, en realidad, una rémora sobre el sistema, decía Keynes y podían generar recesiones y depresiones.

Así que Keynes destronaba a la burguesía y su tradicional afirmación de responsabilidad moral. El ahorro era tontería, no sabiduría.

El tercer grupo eran los inversores. Aquí Keynes era algo más favorable. Las actividades de estas personas no podían reducirse a una función matemática. Son dinámicos y libres. Por desgracia, también son dados a cambios salvajes e irracionales en comportamiento y opinión. Estos cambios irracionales ponen a la economía en una montaña rusa.

Y ahora llegamos al cuarto grupo. Este grupo es supremamente racional, doctor en economía e indispensable para la estabilidad económica. Este grupo puede superar las decisiones absurdas de los demás y evitar que la economía caiga en depresiones y excesos inflacionistas.

Probablemente no os sorprenda saber que los magos visionarios que comprenden el cuarto grupo de Keynes son los cargos públicos.

Para entender exactamente qué esperaba Keynes que hicieran los cargos públicos, digamos unas pocas palabras acerca del sistema económico que desarrollaba Keynes en la Teoría general. Su afirmación principal es que en la economía de mercado se da un estado crónico de subutilización de recursos. Para que no descienda y se mantenga condenado a la depresión, hace falta la sabia supervisión e intervenciones de la clase política.

Repito que podemos rechazar con seguridad la posibilidad de que las clases políticas del mundo occidental adoptaran el keynesianismo porque los políticos hubieran realizado un estudio profundo de las obras de Keynes. Por el contrario, el keynesianismo apelaba a los dos motivos primordiales de los cargos públicos: su necesidad de resultar imprescindibles y su ansia de ejercer el poder. El keynesianismo exponía estas ideas ante la clase política, que a su vez respondía como perros salivando. No había nada más romántico o digno que eso, temo informar.

Sin embargo, a finales de la década de los setenta la economía keynesiana había sufrido un golpe devastador. O por adoptar la frase más expresiva de Murray, se había «muerto por encima del cuello».

El keynesianismo no pudo explicar la estanflación o recesión inflacionista que experimentó Estados Unidos en la década de los setenta.

Se suponía que el papel de los planificadores keynesianos era dirigir la economía de tal manera que evitaran la doble amenaza de una economía recalentada e inflacionista y una economía de bajo rendimiento y deprimida. Durante un auge, los planificadores keynesianos iban a «absorber el exceso de poder adquisitivo» aumentando los impuestos y eliminando el gasto de la economía. Durante una depresión, los keynesianos iban a rebajar impuestos y aumentar el gasto público para inyectar gasto en la economía.

Pero en una recesión inflacionista, toda esta aproximación debe descartarse. La parte inflacionista significaba que el gasto tenía que reducirse, pero la parte recesionista significaba que el gasto tenía que aumentarse. ¿Cómo, preguntaba Murray, podrían los planificadores keynesianos hacer ambas cosas a la vez?

Por supuesto, no podrían, y por eso el keynesianismo empezó a desvanecerse en la década de 1970, aunque tuvo un retorno desagradable desde la crisis financiera de 2008.

Murray había desmantelado el sistema keynesiano a un nivel más fundamental en Hombre, economía y Estado. Demostraba que las relaciones entre grandes agregados económicos que proponían los keynesianos y que eran esenciales para su sistema, no se sostenían después de todo. Y reventaba los grandes conceptos empleados en el análisis keynesiano: la función del consumo, el multiplicador y el acelerador, para empezar.

¿Por qué importa eso ahora?

Los errores de Keynes han dado poder a clases políticas sociópatas en todo el mundo y privado a este del progreso económico del que habría disfrutado en caso contrario.

Japón es un buen ejemplo de devastación keynesiana: el Nikkei 225, que llegó a los 38.500 en 1990, nunca ha conseguido llegar ni siquiera a la mitad de ese nivel desde entonces. Hace un cuarto de siglo, el índice de producción industrial en Japón estaba en el 96,8; después de 25 años de política keynesiana agresiva que dio a Japón la mayor relación deuda-PIB del mundo, el índice de producción industrial es… todavía del 96,8.

Entretanto, Estados Unidos ha tenido dieciséis años de estímulo fiscal o tipos de interés absurdamente bajos, todo lo cual ha sido alabado por los keynesianos. ¿El resultado? Dos millones menos de trabajos sustentadores que cuando Bill Clinton dejó el cargo.

Nunca parece haber una cantidad bastante de estímulo. Y cuando fracaso el estímulo, la inflexible clase dirigente keynesiana solo puede pensar en redoblar la política, nunca en cuestionarla.

Pero hay una alternativa y es la que defendieron Murray N. Rothbard y Ludwig von Mises: la Escuela Austriaca de economía y su análisis de la economía del mercado puro.

Contra toda la estructura de la opinión del establishment, el Instituto Mises se mantiene como una reprimenda. Para los disidentes, los curiosos intelectuales, los inclinados a ser escépticos ante los llamados expertos que no nos han traído nada más que ruina, el Instituto Mises ha sido un faro.

Hemos formado toda una generación de investigadores, periodistas y profesionales financieros austriacos. Hicimos el trabajo duro de forma que cuando se produjo una catástrofe como la crisis de 2008, estaba lista una respuesta austriaca.

Pero con tu ayuda podemos hacer mucho más. Los keynesianos pretenden tener todo bajo control, pero sabemos que es una fantasía. Nos espera una oportunidad aún mayor que la de 2008 y queremos ayudar a guiar a la opinión pública y formar un grupo de jóvenes investigadores brillantes para entonces. Con vuestra ayuda podemos, por fin, despertar de la pesadilla keynesiana.

Como decía un traductor coreano de un texto austriaco: «Keynes debe morir para que la economía pueda vivir». Con tu ayuda, podemos apresurar ese día glorioso.

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Image Source: Wikimedia
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