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Las guerras de América son mucho más costosas de lo que admite el Pentágono

La decisión de América de retirar las tropas de Afganistán fue recibida con desdén en algunos sectores. Pero hasta ahora, la mayoría de los expertos han analizado esta debacle desde el punto de vista de los asuntos exteriores, lamentando el declive de la influencia americana o alabando la medida como una contención justificada de una política exterior agresiva. Ambos puntos de vista son dignos de reflexión. Sin embargo, Afganistán y otros fracasos de la política exterior deberían suscitar un debate más amplio sobre la economía de la guerra.

El compromiso de América en la guerra ha demostrado ser bastante costoso. Según un importante estudio de 2019, desde 2001 hasta 2019, los contribuyentes incurrieron en un coste de 6,4 billones de dólares por las guerras de Estados Unidos en Afganistán, Irak, Siria y Pakistán. Una conclusión clave del informe es que la carga presupuestaria total de las guerras posteriores al 11-S seguirá disparándose, ya que el gobierno americano sigue comprometido con el pago de intereses y la financiación de los crecientes gastos de atención a los veteranos.

Además, las estimaciones compiladas por el Pentágono sugieren que las escapadas militares de Estados Unidos han costado a cada contribuyente 7.623 dólares. Invariablemente, los banqueros internacionales y los contratistas de defensa se benefician de las guerras, aunque a largo plazo, la guerra repercute en toda la economía. Sin embargo, a pesar de los costes de la guerra, se sigue promulgando ampliamente la idea de que las guerras impulsan la innovación. Este argumento tiene cierto mérito porque la historia demuestra que las exigencias de los tiempos de guerra han estimulado innovaciones como la penicilina, los ordenadores electrónicos y el radar.

Las innovaciones nacidas de los dolores de la guerra pueden tener una función comercial útil; sin embargo, en el lado opuesto, la guerra desvía la atención de las mentes más agudas de la resolución de problemas científicos y comerciales a la elaboración de soluciones destinadas a destruir la vida. Según Nathan Rosenberg, durante la Revolución Industrial, la búsqueda de soluciones a los problemas comerciales condujo a la aparición de productos novedosos, por lo que, en ausencia de guerra, el potencial de los científicos se despliega para un uso más productivo.

Aunque la guerra ha dado lugar a inventos notables, nunca conoceremos las innovaciones industriales que nunca se conceptualizaron porque los ingenieros y científicos estaban ocupados ayudando al complejo militar-industrial. Partiendo de la base de que la participación en la Segunda Guerra Mundial estimuló la investigación científica, los economistas Daniel Gross y Bhaven Sampat concluyen en un informe reciente que los esfuerzos relacionados con la guerra propiciaron la aparición de grupos tecnológicos. Algunos podrían confundir esta deducción con una prueba de los efectos inductores de la innovación de la guerra.

Sin embargo, hacerlo es prematuro, ya que no hay garantía de que las aplicaciones diseñadas para llevar a cabo la guerra sean útiles para la industria. La construcción de tecnología militar no está motivada por el deseo de mejorar la utilidad de los consumidores ni de crear avances científicos. Por lo tanto, estos desarrollos son casuales. De hecho, hay que celebrar las invenciones comercialmente viables que se producen en la guerra, pero existe la posibilidad de que estas innovaciones sean sustitutos mediocres de los productos reales que se habrían creado si los inventores hubieran estado trabajando para crear valor comercial o científico.

Además, el efecto innovador de las guerras mundiales podría depender del tiempo. Las guerras del siglo XX produjeron inventos superiores debido a la calidad institucional y al acceso a un sofisticado cuerpo de investigación científica. Del mismo modo, como los vínculos sectoriales eran más sólidos, reconocer las conexiones entre industrias se convirtió en una estrategia empresarial sensata. Los lectores pueden alegar que esta tesis está viciada por el audaz texto de Geoffrey Packer The Military Revolution: Military Innovation and the Rise of the West, pero ambas tesis se complementan.

El histórico estudio de Packer es sólo uno de los textos de una corriente de estudios que pretenden dar una respuesta al surgimiento de la civilización occidental. Para llegar a su conclusión, Packer tuvo que interrogar múltiples facetas de la historia y la cultura europeas. Otras regiones libraron debidamente feroces batallas, pero sus conflictos no condujeron a una profunda transformación en el arte de la guerra y la tecnología militar. Los europeos construyeron un proyecto dedicado a maximizar la eficacia de la guerra mediante la actualización de la tecnología, mientras que en otros lugares no existían instituciones de un calibre similar. Las innovaciones inducidas por la guerra están determinadas por la experiencia y el programa de quienes la libran. Recordemos siempre que la pólvora se inventó en China, pero todo su potencial se actualizó en Occidente.

Asimismo, el análisis económico refuta la idea de que la participación de América en la Segunda Guerra Mundial sentó las bases del crecimiento económico de la posguerra. Por el contrario, la evidencia muestra que la inserción de América en la guerra paralizó la productividad en el sector manufacturero. Alexander J. Field explica: «Entre 1941 y 1948, la productividad total de los factores en el sector manufacturero disminuyó.... Teniendo en cuenta los efectos sobre la PTF, la mano de obra y el stock de capital físico, el impacto de la Segunda Guerra Mundial sobre el nivel y la trayectoria de la producción potencial de Estados Unidos tras la guerra fue, en conjunto, casi ciertamente negativo».

Además, la guerra conlleva la disminución del bienestar de los consumidores. Los impuestos extraídos de los desventurados ciudadanos para financiar los gastos militares podrían haberse invertido, ahorrado o gastado en productos básicos para aumentar la utilidad de los consumidores. Una economía se juzga en función de su capacidad para aumentar la utilidad de los consumidores, y la economía de guerra fracasa en este sentido cuando los impuestos disminuyen la utilidad al reducir los recursos disponibles para los ciudadanos. Mientras tanto, aplicando la ley de los costes invisibles al gobierno, resulta obvio que el gasto en la guerra limita la disponibilidad de recursos para sectores críticos como la sanidad y la educación. Al gastar recursos en guerras infructuosas, los políticos indican que su retórica a favor de los pobres es palabrería vacía.

Sin embargo, al documentar los efectos de la guerra debemos recordar a los lectores que los traumas infligidos en el campo de batalla afectan negativamente al bienestar de los combatientes. Después de regresar a casa, muchos ex soldados sufren un trastorno de estrés postraumático. Las víctimas del trastorno de estrés postraumático tienen dificultades para reintegrarse en la sociedad y luchan por mantener sus vínculos sociales. Su incapacidad para adaptarse a la vida de posguerra afecta a la productividad y la empleabilidad. Por desgracia, los daños sufridos por algunos veteranos les impiden trabajar.

La carga del trastorno de estrés postraumático agravado por las dolencias físicas supone un entorno estresante para las familias. De ahí que los efectos de la guerra se extiendan a toda la sociedad, ya que el estado depresivo de los veteranos puede afectar negativamente al bienestar de sus familiares. El cuidado de los veteranos enfermos es costoso, incluso cuando reciben apoyo filantrópico y gubernamental. Por ello, es probable que al hacerlo se agoten los escasos recursos. Estas circunstancias merman la productividad de las personas asociadas a los veteranos y restringen la oferta de trabajo cuando los empleados salen del mercado laboral para atender a sus familiares. Por último, al contabilizar los efectos de la guerra, hay que tener en cuenta que los veteranos afectados ejercen una presión adicional sobre el sector sanitario, minimizando la calidad de la atención que podría prestarse a otros pacientes en su ausencia.

Los políticos e intelectuales pueden proyectar la retórica de que las guerras son en nuestro interés a largo plazo, pero los hechos revelan que en promedio sus resultados son perjudiciales para la utilidad y el bienestar de los ciudadanos.

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