Mises Wire

Movilidad y nobleza

[Este artículo apreció originalmente en el número de Primavera de 2017 de Claremont Review of Books]

Hace unos años, algunos hombres muy ricos me llevaron a comer un gran club de Nueva York. Me permitieron conocer su opinión sobre el rígido sistema británico de clases. Parecían no advertir que, en ese mismo momento, estaban siendo servidos por un frenesí de hombres obsequiosos, cuya humillación era ciertamente la misma que yo habría visto un cualquier otro lugar del mundo.

Como mis anfitriones eran evidentemente muy inteligentes y cultivados, deduje que debían haberse sentido incómodos con la noción de clase, tal vez incluso culpables de ser ellos mismos miembros tan evidentes de una clase alta y bastante exclusiva. He tenido experiencias similares en Australia, otra sociedad supuestamente sin clases.

Me parecía que el embarazo de mis interlocutores neoyorquinos derivaba de una confusión común entre una sociedad de clases y una sociedad cerrada. No son en absoluto la misma cosa. De hecho, una sociedad sin clases, si fuera posible, sería en cierto modo la más cerrada de todas, porque en ella no habría movilidad social, ni hacia arriba ni hacia abajo. Todos se mantendrían exactamente donde estuvieran porque no habría ningún otro lugar al que ir.

Esta confusión entre la sociedad de clases y cerrada aparece a lo largo de todo el libro de Nancy Isenberg White Trash, que está lleno de anhelos totalitarios. Según esta, Estados Unidos sigue siendo lo que ha sido desde su mismo inicio: una sociedad de castas en la que la posición social de nacimiento determina toda la biografía de una persona de la misma manera que los hindúes ortodoxos siempre consideran a un intocable como intocable, sin que importe su conducta o logros. Su método e historiografía son los de Michel Foucault: empieza con una conclusión y luego rastrea la historia en busca de evidencias confirmatorias, sin considerar nada de lo demás.

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Las inclinaciones totalitarias de Isenberg pueden verse en el pasaje que se incluye en la conclusión o resumen de su libro:

Pero dediquemos más atención a lo que escribía Henry Wallace en 1936: ¿qué pasaría, planteaba, si a cien mil niños pobres y a cien mil niños ricos se les diera la misma alimentación, ropa, educación, atención y protección? Las clases probablemente desaparecerían. Era la única forma concebible de eliminar las clases, decía; lo que no decía era que esto requeriría sacar a los niños de sus hogares y educarlos en un entorno neutral y equitativo. ¡Una idea de verdad peligrosa!

Y evidentemente también es atractiva, al menos para Isenberg, catedrática de historia estadounidense en la Louisiana State University, pues todo su libro es una protesta contra los efectos de las clases sociales: el peor de los males y la raíz de todas las miserias. Además, el único significado que puede darse a las palabras “neutral” y “equitativo” en relación con el entorno infantil propuesto es “idéntico”. Como nadie admitiría desear algo no equitativo, de esto se deduce que Isenberg está a favor, aunque tal vez no se dé cuenta del todo, de que se siga la línea de Un mundo feliz. La clonación se convierte también en un imperativo, ya que difícilmente puede negarse que los niños difieran en sus características genéticas. (Ningún entorno neutral y equitativo me habría convertido en un Mozart o Einstein, por ejemplo). A lo largo de su historia, o más bien panfleto, de las clases en EEUU, desprecia a los eugenistas (correctamente, en mi opinión). Su pecado, en su opinión, fue demostrar el desdén inmemorial de las clases altas estadounidenses por las bajas. Por adoptar ligeramente el famoso argumento de Shigalyov en Los demonios de Fiodor Dostoievsky, Isenberg no se da cuenta de que empieza desde una oposición absoluta a la eugenesia y acaba con su obligación absoluta.

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La crudeza del pensamiento de la autora es evidente cuando no realiza una distinción entre oportunidad e igualdad de oportunidades. Repito, estas dos cosas no son en absoluto lo mismo e incluso pueden ser completamente opuestas: una sociedad que no ofrezca ninguna oportunidad a nadie tendría una absoluta igualdad de oportunidades. De hecho, la igualdad de oportunidades, un ideal defendido irreflexivamente incluso por gente normalmente sensata, es de por sí totalitario: si se toma en serio (algo que nunca pasa) nada en la herencia genética o crianza de ningún niño debería dejarse al azar, sino que debería igualarse, lo que implica algún igualador, omnisciente y omnipotente. Pero el que prácticamente todos deban tener alguna oportunidad y no deban tener obstáculos legales para su progreso es sin duda un objetivo alcanzable.

Por supuesto, hay desventajas así como ventajas para una sociedad en la que hay oportunidades para todos. Cuantas más oportunidades ofrezca una sociedad, más te enfrentas a tu propia responsabilidad y tu propio destino, que en la gran mayoría de los casos, por definición, te dejará lejos de lo más alto del árbol. Sin un inicio desigual en la vida o la injusticia para explicar el fracaso, te ves obligado al autoexamen, que a veces es más doloroso y menos satisfactorio que el resentimiento ante la injusticia sufrida.

Los Estados Unidos de Isenberg no son fácilmente reconocibles, aunque ella argumentaría que esto pasa porque su historia real (es decir, la historia de White Trash) no se ha contado nunca por razones ideológicas y políticas, oculta de la vista para proteger los intereses de los ahora denigrados del Uno Por Ciento. Sus Estados Unidos son una tierra sin movilidad social en la que una clase alta hereditaria (en realidad una casta) se apropia incesantemente de toda la riqueza del país y una subclase igualmente hereditaria está condenada a la pobreza perpetua, sufriendo en su trato la indignidad de ser despreciados y culpabilizados de sus propios problemas.

Como esquema histórico, parece un esbozo cercano al absurdo. Entre otras cosas, olvida una narración más interesante, importante o conmovedora acerca de la persistencia de la pobreza rural blanca en EEUU. Sucesivas oleadas de inmigrantes a Estados Unidos, que llegaban con nada y no eran capaces de hablar inglés, se han convertido rápidamente en prósperas y en ningún caso han empobrecido. Este fue un fenómeno de masas, no el caso de unos pocos individuos aislados. En la medida en que existiera una pobreza blanca rural hereditaria, por tanto, no puede deberse a la naturaleza propia de una camisa de fuerza de la sociedad estadounidense, como deduce Isenberg. Además, su argumento solo podría ser válido si la sociedad estadounidense y su economía fueran de una naturaleza de suma cero, indudablemente un punto de vista insostenible incluso para ella.

Si existe el fenómeno de la pobreza rural blanca hereditaria, debe por tanto deberse a razones distintas de las que ella da. Incluso en sociedades con sistemas de clase supuestamente más rígidos que el estadounidense, por ejemplo, el británico, sus argumentos no se sostendrían. Una encuesta reciente descubría que las familias más ricas de Gran Bretaña cuando se analizaban por la filiación religiosa eran judías y sij. Estos grupos de inmigrantes no fueran siempre recibidos con alegría por la población nativa, pero no sufrieron impedimentos legales para prosperar. Salvo que la profesora Isenberg aceptara los argumentos de antisemitas y racistas (de que los judíos y los sij de alguna manera ha logrado su riqueza explotando o desplazando a la población previa) tendría que aceptar que la pobreza aparentemente hereditaria de las clases más bajas no podría estar causada solo por la rígida estructura de clase de la sociedad británica.

En resumen, hay algo en la mentalidad o cultura de los hereditariamente empobrecidos que impide, o al menos inhibe, el cambio. Libros como White Trash, que argumentan la necesidad de y parecen ofrecer la esperanza de una salvación política que de alguna manera siempre desaparece como el espejismo de un oasis en el desierto, reforzando lo que William Blake llamaba “las esposas forjadas en la mente” que causan el estancamiento. Encuentro asombroso que una catedrática de historia pueda firmar seriamente (en la última página de su largo libro) que “hemos hecho poco progreso desde que James Agee mostró el mundo de los aparceros pobres en 1941”… pero luego siempre tengas a tu lado a los corruptores de la juventud.

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Una opinión diametralmente opuesta son las memorias de J.D. Vance que se crio en las montañas y escapó de su entorno a las laderas oleadas de Silicon Valley. Isenberg sin duda rechazaría Hillbilly Elegy como una mera anécdota, la historia de cómo un hombre dejó atrás a miles y por tanto sin mayores implicaciones. Pero es mucho más que eso: es la historia de cómo un hombre con un historial en desventaja (excepto en un aspecto muy importante) consiguió ascender en la escalera social sin echar a nadie, aunque manteniendo ciertas cicatrices psicológicas causadas por su entorno infantil.

La familia de los Apalaches de Vance era bastante disfuncional, aunque sus disfunciones indudablemente no eran únicas en esa zona, pues eran precisamente del tipo que he apreciado entre mis pacientes en los bajos fondos de una ciudad antiguamente industrial de Inglaterra. Hay claramente una relación dialéctica entre los rasgos de conducta y el estancamiento social de familias como la suya. Dicho esto, está igualmente claro que venga lo que venga primero, los rasgos o el estancamiento, no puede haber progreso sin cambiar de comportamiento: nadie puede aprovechar ninguna oportunidad sin autodisciplina.

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No es que a la familia de Vance se le hubiera negado la posibilidad de mejorar. Por ejemplo, su madre era enfermera, pero siempre prefirió el drama de la disfuncionalidad (drogas y malos amigos) a los requisitos de disciplina para un trabajo de enfermería. Y aunque amaba a su hijo, no parecía tener una idea clara de las tareas de una madre ni la determinación para llevarlas a cabo.

En mi práctica médica he recibido consultas de muchas mujeres como la madre de Vance, pero siempre las ha encontrado muy confusas. Aunque lo intenté, realmente nunca entendí su punto de vista, al menos en el sentido de ser capaz de ponerme en su lugar. No hay nada específicamente montañés en su patología moral. No era falta de inteligencia, al menos en el sentido de la palabra de cociente intelectual, pero eran completamente, y casi debería decir que militantemente, deficientes en las competencias cotidianas que requiere una vida ordenada. Sus decisiones desafiaban el sentido común y era previsible que llevaran al desastre, al que parecían cortejar con avidez, como si un desastre futuro justificara un desastre pasado. El sistema de ayudas sociales les permitía vivir su existencia caótica, pero yo estaba lejos de estar seguro de que si se eliminara su asistencia mejoraría su conducta. Su efecto era más indirecto y estaba más enraizado: habían normalizado ese modo de vida a lo largo de generaciones, haciendo de él casi la elección una carrera. Unido a las circunstancias económicas objetivas más allá del control de cualquier individuo, la ayuda social servía para eliminar la relación en sus mentes entre conducta y resultado. Todo lo que les quedaba era la tragicomedia de sus propias vidas que solo podían hacer interesantes mediante una sucesión de sórdidos incidentes.

El mundo en el que se crió Vance era uno en el que la falta de vergüenza hacía el papel de moralidad, lo que significaba que las relaciones entre las personas eran en buena parte las de lealtad y poder tribal. Consecuentemente, la modestia y la decencia común se consideraban signos de debilidad. Podría haber sido fácilmente absorbido completamente hacia esta sociedad de bandas y, si lo hubiera sido, su inteligencia hubiera hecho de él un hombre peligroso, muy probablemente con una sentencia a cadena perpetua delante de él. El mal hace trabajar a la inteligencia ociosa. Vance se salvó por una abuela a cuyo cuidado, gracias a la indiferencia de su madre, se le había encomendado al principio de su adolescencia. Aunque lejos de ser un epítome de respetabilidad o propiedad burguesa, creía que Vance podía hacer todo lo que era capaz, y que de hecho estaba obligado a hacerlo. Así que libre del fatalismo montañés autocomplaciente, esta no toleraba excusas para un mal rendimiento en la escuela que un tutor menos exigente podría haber aceptado. Al rechazar hacerlo, salvo a su nieto. No aceptó la opinión comúnmente extendida en su entorno de que el esfuerzo era inútil porque las cartas del mundo estaban repartidas en contra de personas como Vance.

Después del instituto, Vance se unió a los marines y debido a su inteligencia natural se convirtió en portavoz ante la prensa. Sus cuatro años en los marines ampliaron enormemente sus perspectivas: ya no estaba encerrado en la pequeñez de su entorno montañés. De los marines fue a la Ohio State University y de ahí a la Escuela de Derecho de Yale. En algunas de las páginas más conmovedoras de su libro, describe cómo ha tenido que aprender la etiqueta de las comidas formales para sentirse cómodo con sus nuevos compañeros: una educación que la profesora Isenberg sin duda desdeñaría, en buena parte porque que tener el cuchillo usar es probablemente algo que nunca ha tenido que aprender conscientemente. No hay nadie más snob que un igualitario.

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El significado más general el ascenso de Vance de un estatus social muy bajo a uno alto (en sólo unos pocos años) será durante mucho tiempo un asunto para el debate. ¿Demuestra que son las “esposas forzadas en la mente” las que detienen a las personas y las condenan a una existencia miserable o el caso es tan excepcional que no demuestra nada en absoluto? Fue extremadamente afortunado por el hecho de que su abuela fuera tan distinta de su madre. Pero en principio no hay razón por la que cualquier otro en su entorno juvenil no hubiera podido hacer lo que él hizo.

Por supuesto, podría decirse que no todos pueden ir a la Escuela de Derecho de Yale (gracias a Dios, podría añadir). Pero no se trata de ir a Yale o a la cárcel. La gradación de éxitos es innumerable y cualquier manera de ganarse la vida que sea un servicio para otros es honorable. Sospecho que parte del problema es que nos han infectado con la idea de que solo los logros más altos (ya sea en status académico, recompensas monetarias o fama pública) son dignos de respeto y todo lo demás se considera un fracaso. A partir de esa premisa no tiene sentido realizar ningún gran esfuerzo para ser solo un fracaso tranquilo, respetable, útil y temeroso de Dios. Es precisamente la ausencia de esta actitud impaciente, inmadura, de todo o nada ante la ambición la que explica el éxito de los inmigrantes asiáticos. El que  Hillbilly Elegy refuerce o contrarreste esta actitud está por ver.

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