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La inmunidad para los fiscales crea el clásico “problema de los cacharros”

La inmunidad para los fiscales crea el clásico “problema de los cacharros”

Los cargos públicos argumentan que, para ser capaces de llevar a cabo sus tareas, las leyes deben protegerles frente a demandas de personas descontentas o de los dañados por acciones erróneas de agentes públicos. El Tribunal Supremo de EEUU ha protegido especialmente a los fiscales, concediéndoles inmunidad absoluta si cometen actos erróneos dentro del ámbito de sus tareas legales.

Los defensores argumentan que si los fiscales no recibieran una protección tan drástica, aquellos acusados y a veces condenados (culpables o no) abrumarían a los fiscales bajo una tempestad de demandas por mala praxis. Aun así, como vimos en el tristemente famoso Pottawattamie County vs. McGhee, también puede argumentarse que la inmunidad fiscal crea asimismo condiciones para una versión legal de un “problema de los cacharros”, por el que los fiscales se ven implicados a presentar información falsa como verdadera y engañar así a los jurados y el público.

En 1977, policías y fiscales en Council Bluffs, Iowa, querían desesperadamente resolver el asesinato allí de un exoficial de policía. El fiscal del distrito, David Richter, se presentaba las elecciones del año siguiente y quería mantener su puesto.

A pesar de tener buenas evidencias que llevaban a pistas sobre el potencial asesino, Richter y la policía acusaron a dos jóvenes negros, Terry Harrington y Curtis McGhee, que vivían en la vecina Nebraska y les juzgaron por asesinato. Lo que siguió fue una pesadilla para los dos jóvenes, uno de los cuales era el capitán del equipo de futbol de su instituto. Richter, su ayudante, Joseph Hrvol, y la policía se centraron en los dos jóvenes, hasta el punto de ignorar evidencias que les habrían llevado a otra parte.

Lo que siguió fue un montaje el estado convencido a un jurado compuesto solo por blancos en 1978 que Harrington y McGhee eran culpables. El testigo principal del estado era un chico de dieciséis años que, siendo benévolos, era bastante poco creíble:

Harrington (después de ser condenado a cadena perpetua) se hizo amigo del peluquero de la prisión, que solicitó los archivos policiales de su caso. De acuerdo con los abogados de la defensa, esos archivos no solo mostraban cómo la policía y los fiscales habían adiestrado a Hughes hasta que su historia se ajustara a los hechos y como otros testigos fueron coaccionados para que mintiera, sino que esos archivos también demostraban que policías y fiscales habían ocultado evidencias que señalaban a otro sospechoso.

Habían identificado un hombre blanco llamado Charles Gates, al que se había visto con un arma cerca de la escena del crimen. Gates, cuñado de un capitán del departamento de bomberos de Council Bluffs, fue interrogado y no pasó la prueba del polígrafo. Pero los fiscales y la policía habían abandonado su interés por él en favor de Harrington, a quien ni siquiera se le ofreció un polígrafo.

Harrington apeló su condena y, después de 25 años en prisión, finalmente consiguió que su caso se juzgara en el Tribunal Supremo de Iowa, que anuló el veredicto, declarando el tribunal que el principal testigo del estado era un “mentiroso y perjuro”. Harrington y McGhee demandaron a los fiscales y ganaron en los niveles del distrito y la apelación, en parte porque Richter y Hrvol habían desempeñado un papel activo de investigación real, trabajando junto a la policía de Council Bluffs.

De forma poco sorprendente, aunque el estado admitiera que había usado un testimonio perjuro y que la policía y los fiscales se habían inventado pruebas, los fiscales a través de sus abogados argumentaron que no podía ser demandados por mala praxis porque el Tribunal Supremo de Estados Unidos en su sentencia Imbler vs. Pachtman de 1976 decidió que los fiscales que actúan dentro del ámbito de sus tareas disfrutan de absoluta inmunidad frente a demandas civiles. Los abogados de Richter y Hrvol argumentaron ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 2009 que los fiscales estaban protegidos incluso si vulneraban la ley y buscaban deliberadamente acusaciones falsas:

La acusación contestó que no hay “un derecho constitucional independiente a no ser incriminado”. Stephen Sanders, el abogado de los fiscales, dirá al Tribunal Supremo el miércoles que no hay manera de separar la evidencia recogida antes del juicio del juicio mismo. Incluso si un fiscal presenta acusaciones contra una persona sabiendo que no hay evidencias de su culpabilidad, dice Sanders, “esa es una actividad absolutamente inmune”. (Cursivas añadidas).

Las autoridades de Iowa llegaron un acuerdo con Harrington y McGhee por una gran cantidad de dinero antes de que el tribunal pudiera sin embargo tomar una decisión, dejando a un tribunal futuro la revisión de la inmunidad de los fiscales.

Más allá de la defensa evidentemente absurda de la inmunidad (la afirmación de que la gente no tiene derecho a no ser incriminado por las autoridades), echemos un vistazo a la estructura de incentivos a la que se enfrentan los fiscales. En un artículo reciente en el Instituto Mises, Chris Calton argumenta que el sistema actual de justicia crea unos “comunes” en los que los beneficios de una condena van a los participantes individuales en el sistema (jueces, fiscales y policía) pero los costes de la encarcelación recaen sobre los contribuyentes. Aunque pueda argumentarse que la “sociedad” obtiene algunos beneficios no medibles de la condena de criminales violentos y peligrosos, los beneficiarios reales son los cargos oficiales que viven de ese sistema.

El problema de los cacharros

En su famoso trabajo sobre la chatarra de 1970, George Akerlof escribía que los mercados podrían venirse abajo si las partes implicadas en las transacciones de mercado se enfrentarán a asimetrías de información. Usaba el ejemplo de los coches usados, señalando que los compradores a menudo no pueden de la diferencia entre un “buen” coche usado y uno que es “chatarra” y tiene una alta probabilidad de averiarse poco después de la compra.

A pesar de la afirmación de Akerlof de que las asimetrías de información constituyen un “fallo del mercado” que debería rectificarse mediante intervención pública, hemos visto (especialmente con el desarrollo de internet) a participantes del mercado creando diversos mecanismos de información que permiten a compradores y vendedores tomar decisiones informadas.

Los juicios penales no son acontecimientos basados en el mercado, pero, sin embargo, culpabilidad o inocencia dependen de que todos los participantes (especialmente los jurados) tengan información correcta que se les presente dentro de las reglas del proceso debido. La gente naturalmente se ve perturbada por las condenas injustas.

Los fiscales tienen enormes incentivos para condenar y los beneficios de la obtención de condenas probablemente compensen cualquier coste potencial. Más condenas significa más victorias electorales (muchos miembros del Congreso son exfiscales), aumentos para los abogados del personal y prestigio.

El coste principal es la imposición de sanciones legales por mala praxis. Sin embargo, al contrario que la mayoría los profesionales que tienen que sopesar los costes potenciales de las demandas si no consiguen satisfacer a un cliente, los fiscales no tienen que preocuparse por las demandas y es extremadamente raro que afronten alguna vez alguna sanción legal incluso para el comportamiento más atroz.

No es solo Pottawattamie. La lista es interminable. Desde el tristemente famoso caso del equipo de lacrosse de Duke en el que el fiscal Michael Nifong vulneró leyes penales estatales y federales pero solo perdió su licencia legal, a los escándalos de los “testigos expertos” de Mississippi en los que el Dr. Steven Hayne dio testimonio (para la fiscalía) en cientos de casos criminales que muchos fiscales sabían que eran falsos, a los escándalos fiscales en el condado de Orange, California, vemos un patrón recurrente: fiscales sobornan a perjuros, mienten a jueces y jurados e inventan evidencias favorables para sus casos, con muy raros casos de fiscales castigados alguna vez por conducta poco honrada.

Con las posibilidades siempre a su favor, fiscales sin escrúpulos son recompensados por mentir y presentar información falsa. Igual que el típico vendedor de coches usados que endosa chatarra a clientes desvalidos, la ley incentiva a los fiscales a ganar a toda costa y lo hacen con terrible regularidad.

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