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Cómo los 1960 empeoraron todo

Mises Wire Richard M. Ebeling

Cincuenta años nos separan ahora de 1968 y de dos legados trascendentales de la fracasada presidencia a punto de fenecer de Lyndon Johnson: La declaración de guerra contra los supuestos males nacionales de Estados Unidos en la forma de los programas de la “Gran Sociedad” y la intervención militar agresiva en una guerra real en Vietnam. Estas dos “guerras” reflejan la arrogancia y la soberbia del ingeniero social que cree que tiene el poder y la capacidad de rehacer una sociedad a su imagen preferida y dirigirla.

La Guerra de Vietnam sigue dejando un doloroso recuerdo de un conflicto militar a diez mil millas de distancia de Estados Unidos, que duró más de una década, con el coste de 55.000 vidas americanas y al menos un millón de bajas en el pueblo vietnamita. Fue una guerra que desgarró Estados Unidos como ningún otro conflicto armado en la historia americana, sin contar la Guerra de Secesión de los 1860.

Cientos de miles de jóvenes, sin la fortuna suficiente para obtener una prórroga universitaria, fueron reclutados obligatoriamente en las Fuerzas Armadas de EEUU y enviados a luchar en una guerra que al menos la mitad del pueblo americano no apoyaba o no entendía y que acabó con una de las derrotas más humillantes de la historia militar de este país.

Vietnam: la arrogancia de la planificación bélica y el ajuste fino del conflicto

Una parte de la tragedia de la Guerra de Vietnam se debió al hecho de que fue gestiona por “los mejores y más brillantes”, como los llamó David Halberstam en su famoso libro con ese título. Eran las personas dentro de las administraciones Kennedy y Johnson que orquestaron e incrementaron la guerra al ir progresando el conflicto a lo largo de la década de 1960.

Halberstam se refería a estos gestores de la guerra como los “niños prodigio”. Creían que tenían el conocimiento y las capacidades teóricas y cuantitativas para ajustar un conflicto militar. Mediante una “escalada” incremental, podrían ejercer justo la presión suficiente en puntos vitales considerados cruciales para el enemigo en Vietnam del Norte. Esto forzaría la respuesta apropiada del régimen comunista de Hanoi para asegurar que el conflicto terminara con un resultado “aceptable”.

El desastre y la destrucción que produjeron tanto sobre el pueblo americano como sobre el vietnamita derivaron de su arrogante pretensión de poseer todo lo necesario y tener todo el conocimiento relevante para diseñar y dirigir una guerra en el otro lado del mundo y, aparentemente, todo de acuerdo con un plan centralizado creado en Washington DC.

Lo que aprendieron (o deberían haber aprendido) fueron los límites inevitables de la capacidad del hombre para tratar de dirigir conscientemente el curso futuro de los eventos humanos y la siempre presente aparición de “consecuencias no pretendidas”. Fue una lección costosa de la necesidad de humildad y precaución a la hora de creer que se puede hacer ingeniería social en asuntos globales a tu gusto.

La Gran Sociedad: diseñando una «guerra» contra los males de Estados Unidos

Lo mismo pasó con las políticas internas de la administración de Lyndon Johnson, que se conocieron como el programa de la Gran Sociedad. Mientras la Guerra de Vietnam se convirtió en inextricablemente inseparable del nombre de Johnson y fue una marca característica de su presidencia, este realmente veía su programa de la Gran Sociedad como el legado por el que quería ser recordado. En su cabeza, estaba tratando de rellenar y completar los programas del New Deal iniciados por el su mentor, FDR, en la década de 1930.

Lo que guiaba el programa de la Gran Sociedad era una pretensión arrogante de conocimiento. Había una idea general entre muchos economistas y un gran número de autoproclamados críticos sociales de que la mayoría de los “males” del mundo (pobreza, analfabetismo, falta de una vivienda o sanidad decentes y degradación medioambiental) se debían todos a la falta de fuerza de voluntad y de políticas bienintencionadas e implantadas. La premisa esencial era que el sector privado había fracasado a la hora de enfrentarse a esos problemas y, en realidad, podría haber contribuido a ellos, debido a su olvido de las “necesidades nacionales” al perseguir sus fines privados.

En un discurso de mayo de 1964, el presidente Johnson proponía una serie de políticas “activistas” del gobierno que crearían una “Gran Sociedad” para Estados Unidos. Decía a su audiencia que estaba decidido a “reunir a las mejores mentes y el máximo conocimiento de todo el mundo para encontrar [las] respuestas” a estos males sociales. En 1965, tras la reelección de Johnson a la presidencia, impulsó una amplia variedad de normas legislativas para luchar en sus “guerras” declaradas sobre estos males sociales. Programas y gasto públicos fueron introducidos o expandidos en casi todas las direcciones nacionales.

Entre los principales programas de la Gran Sociedad estaban:

  • Medicare y Medicaid (como enmiendas a la Ley de Seguridad Social)
  • Ley de Oportunidad Económica
  • Oficina de Oportunidad Económica
  • Agencias de Acción de la Comunidad
  • Ley de Educación Elemental y Secundaria
  • Ley de Educación Superior
  • Programa de Ciudades Modelo
  • Ley de Desarrollo Urbano y de la Vivienda
  • Ley de Tránsito Urbano de Masas
  • Programa de Ayuda a la Nutrición Suplementaria (cupones de comida)
  • Ayudas Nacionales a las Artes
  • Ayudas Nacionales a las Humanidades
  • Leyes de Naturaleza Salvaje, Especies en Peligro de Extinción y Federal de Control de la Contaminación del Agua

Paternalismo político y reducción de la libertad

La premisa fundamental en la que se basaba la visión de la Gran Sociedad para Estados Unidos era la idea del paternalismo político. Hombres buenos, con poder político, autoridad y recursos financieros suficientes, pueden resolver con éxito los problemas de la sociedad. Sin embargo, el problema es que para que el gobierno haga algo por nosotros debe al mismo tiempo tener poder de policía para hacernos algo.

Si el gobierno va a planificar nuestra jubilación, proveer nuestra educación, supervisar y garantizar nuestra sanidad, suministrar nuestra vivienda y darnos diversas cantidades de dinero y otras prestaciones similares en especie, ese mismo gobierno debe invariablemente determinar y dictar la forma, calidad, cantidad y condiciones bajo las que podemos ser y seguiremos siendo elegibles para esas prestaciones sociales redistributivas.

Así, en muchos de los programas sociales especificaban, por ejemplo, la composición y los miembros de una familia para recibir vivienda pública, prestaciones infantiles y pagos en efectivo. El dinero federal para la educación acababa invariablemente llegando con patrones, requisitos y restricciones sobre el contenido de lo que se había enseñado y las pruebas para medir el éxito de los estudiantes para seguir siendo becados. La financiación pública de la atención sanitaria incorporaba necesariamente regulaciones, controles y normas acerca de los precios de los servicios sanitarios, los tipos de tratamiento y cobertura permitidos o restringidos y el acceso al tipo de atención de acuerdo con la edad y el género.

Las opciones y alternativas de la persona se fueron estrechando cada vez más y limitándose a lo que el gobierno suministraba u ordenaba a través de su órdenes y regulaciones. Esto, evidentemente, afectaba más a los que estaban en las categorías más bajas de renta.

Una vez esas personas y grupos eran completa o enormemente dependientes de estos programas públicos, escapar de ellos era difícil debido a la importante pérdida de beneficios si ese receptor quería encontrar un empleo en el sector privado con un salario que redujera enormemente o acabara con su elegibilidad para estos programas. Así que se creó una clase inferior de pupilos más o menos permanentes del estado, con una dependencia intergeneracional en transferencias públicas que crecían en frecuencia.

Este paternalismo político, evidentemente, también implicaba que las personas en el gobierno que creaban estos patrones y valores para la elegibilidad social presumían saber lo que “realmente” necesitaban todos los que recibían estas prestaciones y servicios. Es decir, qué tipo de vivienda, qué tipo de atención médica, qué contenido en la educación, qué tipo de requisitos nutricionales deberían recibir los receptores de estos programas.

Arrogancia política y consecuencias no pretendidas

No fue menos arrogante y soberbio por parte de los proveedores públicos de bienestar pensar que estaba claro que los pobres y desgraciados receptores de la generosidad pública no tenían el conocimiento, la experiencia o la previsión para tomar esas decisiones por sí mismos. Como el Estado estaba proporcionando estas prestaciones, estaba claro que el Estado sabía mejor lo que “estas” personas necesitaban realmente para tener alguna forma mínima de “vida decente”. Los “pobres” eran clasificados y homogeneizados en un pequeño puñado de tallas que “valían para todos”, con poca consideración a la diversidad entre individuos y a sus necesidades y valores personales y familiares.

Esencialmente, este fue el mismo defecto esencial en el programa de la Gran Sociedad que iba a encontrarse en el desarrollo de la Guerra de Vietnam: la confianza y creencia por parte de los implantadores de estos programas en que podían rediseñar el orden social en el interior igual que los creadores de la política exterior creían que podían rehacer sociedades enteras en el exterior.

Y aquí hubo igualmente una serie de consecuencias no pretendidas. Estas incluían el debilitamiento y ruptura de grupos y familias debido a la dependencia intergeneracional de los programas públicos; la aparición de la “mentalidad de los derechos” por la que las transferencias financiadas por los contribuyentes desde el gobierno eran una fuente tan legítima de ingresos como vivir del sector privado; el aprisionamiento de los beneficiarios sociales en proyectos de viviendas públicas aislados, mal gestionados y cada vez más infestados de delincuencia y el deterioro de los estándares educativos en las escuelas públicas, especialmente en los centros de la ciudades en todo el país.

Para el crítico del libre mercado, toda la dirección del programa de la Gran Sociedad iba en dirección incorrecta. Precisamente porque era deseable ver una mejora en las condiciones de los menos agraciados en la sociedad, el papel del gobierno tendría que ser menor en lugar de mayor. Como iba a decir un presidente posterior: “El gobierno era el problema, no la solución”.

El programa de libre mercado para una verdadera gran sociedad

El programa de libre mercado para una verdadera gran sociedad hace que la gente tenga la libertad para tomar sus propias decisiones, encuentre y aproveche sus oportunidades y tenga la libertad y los incentivos para organizar sus vidas de acuerdo con su propia concepción de lo bueno, deseable y que merece la pena. Los controles, regulaciones, redistribuciones y desembolsos públicos son todo lo contrario de lo que necesita Estados Unidos.

Las regulaciones públicas y los requisitos de licencia tendrían que abolirse para facilitar que los más desafortunados empiecen sus propios negocios o expandir sus negocios existentes para mejorar sus vidas y crear oportunidades de empleo para otros.

Los impuestos tendrían que rebajarse notablemente en todos los tramos de sociedad y renta personal para dejar rentas, riqueza y ahorro en manos de la propia gente para generar a lo largo del tiempo la inversión y formación de capital que crearían empleos, aumentar la productividad y el valor de aquellos en la fuerza laboral e incrementar los niveles de vida para todos a lo largo del tiempo a través de más y mejores bienes y servicios de todos los tipos ofrecidos en el mercado.

El poder sindical tendría que reducirse, ya que se ha usado históricamente para limitar la entrada a muchos sectores “cerrados” de la economía para mantener artificialmente altos los salarios y prestaciones de los que han tenido la suerte de pertenecer a un monopolio sindical concreto, a costa de otros privados de oportunidades de empleo.

La libertad individual, la decisión y la responsabilidad personales y los mercados abiertos y competitivos en una situación de impuestos públicos limitados, gasto público limitado y regulación pública limitada o inexistente han sido las circunstancias sociales e institucionales que más han permitido luchar realmente en guerras contra la pobreza y el analfabetismo y la falta de oportunidades económica, con una justicia igual para todos ante la ley.

Eliminar los desincentivos para la construcción por el sector privado de viviendas más baratas sería mejor para proporcionar más viviendas para grupos de rentas bajas. Esto incluiría acabar o reducir diversos códigos urbanísticos y de construcción que limitan las ubicaciones de las viviendas de rentas bajas y aumentan los costes de construcción; también requeriría reducir los impuestos a la propiedad y similares sobre el mercado inmobiliario residencial.

Pasar a una educación basada en el mercado en lugar del sistema de escuelas monopolísticas públicas introduciría la competencia necesaria en el mercado educativo para mejorar la calidad, variedad y disponibilidad de la educación para todos, incluyendo y especialmente las rentas bajas.

Y pasar a un sistema médico basado verdaderamente en el libre mercado proporcionaría la competencia requerida para mantener bajos los costes, al tiempo que se proveen los incentivos para mejorar los servicios y tratamientos hospitalarios.

Beneficiando a todos mediante la libertad de cada uno

Los economistas del libre mercado, como Friedrich A. Hayek, explicaban que hay más conocimiento y sabiduría dispersos y descentralizados en las mentes de todos los miembros de la sociedad de los que se puedan conocer, integrar o dominar incluso por “los mejores y más brillantes” que afirman su capacidad de gestionar, dirigir y rediseñar la sociedad compleja en la que vivimos.

Esas son las ventajas y beneficios del orden del mercado competitivo: Aplica todo lo que hay que conocer y puede usarse para mejorar la condición de la sociedad a través del mecanismo informativo del sistema de precios y las interacciones sin obstáculos de la oferta y la demanda. ¿Confiaremos y nos limitaremos a lo que son capaces de conocer y entender los reguladores, planificadores y redistribuidores públicos o seremos libres para utilizar y beneficiarnos de todo lo que podamos contribuir a través de las instituciones y el funcionamiento de la economía de libre mercado?

Liberalismo: el verdadero y el falso

Eso nos lleva a una pregunta extremadamente importante: ¿Qué es una sociedad justa, buena y grande? Los defensores de la Gran Sociedad de la década de 1960 argumentaban que la suya era una visión liberal para unos Estados Unidos mejores. ¿Pero lo era?

Opino que la suya era una concepción falsa del liberalismo y por tanto una idea equivocada de una sociedad libre y grande. El liberalismo real o verdadero, que toma forma en el siglo XIX como un ideal político y económico y un programa para la reforma social, destacaba la libertad y los derechos del individuo a su vida, libertad y propiedad honradamente adquirida. El ser humano individual era un fin en sí mismo, no la herramienta o el medio para coaccionar la voluntad de otros poseyendo poder político.

Estos liberales tempranos (o clásico) se opusieron y ayudaron a acabar con la monarquía absoluta y a remplazarla por un gobierno representativo. Lideraron y acabaron triunfando en la causa de la eliminación de la esclavitud. Insistieron en las libertades civiles y la justicia por igual ante la ley para aquellos a quienes el antiguo orden político había discriminado, incluyendo judíos, disidentes religiosos, diversos grupos étnicos y nacionales y mujeres.

También consideraban que la libertad económica (la libertad de poseer y usar propiedad privada para fines de consumo y producción, de competir pacíficamente en cualquier comercio, profesión u ocupación que el individuo encuentre atractiva y ventajosa y de realizar libremente cualquier asociación voluntaria e intercambio del mercado que se considere conveniente mutuamente, incluyendo los términos de la transacción considerados aceptables por los comerciantes) era inseparable de cualquier comprensión y existencia práctica de la libertad humana.

Los liberales clásicos consideraban que esto era ser una sociedad “moralmente” mejor. ¿Por qué? Porque se basaba en la idea de respetar la dignidad del individuo, al no ser visito o tratado como un “peón” (un medio coaccionado) a manipular, controlar o restringir por el poder de policía, para atender los fines preferidos por otros, incluso cuando los “otros” sean una gran mayoría de sus compañeros de sociedad.

El individuo autogobernado y la sociedad libre

Para estos liberales, el “autogobierno” no solo significaba el derecho de la ciudadanía a participar en el proceso político para seleccionar los cargos políticos y aplicar las leyes del lugar. También significaba esencialmente el individuo “autogobernado”. El individuo era “soberano” para vivir su vida en paz, decidiendo qué valores y objetivos darían significado y sentido a su propia estancia en la Tierra. La persona tiene el indisputable derecho a la propiedad privada que haya honradamente producido o adquirido en el comercio, como medio para perseguir y tal vez cumplir sus sueños y concepciones de una vida buena y feliz para sí misma y para aquellos otros que le importen.

Consideraban que esa sociedad verdaderamente liberal también proporcionaría los incentivos y estructuras de oportunidad del mercado libre, que tendrían el efecto positivo de dirigir a los hombres (sin fuerza y a través del motivo de la mejora en su propio interés) a aplicar su conocimiento, habilidad y experiencia de formas (como si lo hiciera una “mano invisible”) que ayudaran a mejorar recíprocamente la condiciones de los demás, mientras avanzarían en sus fines deseados en la interacción de la competencia del mercado.

También argumentaban que esa sociedad libre es más probable que lleve no solo a sacar a la gente de la pobreza y a hacer posible que mucha más gente sea autónoma, sino que también estimula un sentido apropiado de la benevolencia y la compasión hacia otros que puedan haber tenido mala suerte o en “malos tiempos” que no han creado ellos mismos. La historia de la caridad y la benevolencia voluntarias en la era del liberalismo clásico del siglo XIX (antes de la llegada del moderno estado del bienestar y su supresión de parte de este espíritu filantrópico) atestigua la magnitud de esta generosidad privada y de su éxito.

El individuo gobernado por el gobierno

Lo que he llamado el falso liberalismo de la Gran Sociedad dio la espalda a esta previa tradición liberal. De hecho, dio la vuelta al liberalismo. Liberalismo hoy significa en Estados Unidos un mayor gobierno mayor, un gobierno más intrusivo, un gobierno más regulador y controlador, con la mano bien visible del gobierno aumentando en cada rincón y aspecto de la vida americana.

En lugar de autogobernarse, el individuo en esta nueva Gran Sociedad iba a ser gobernado. ¿Gobernado por quién? Por aquellos que se arrogaron la idea de que eran “los mejores y más brillantes”, los “niños prodigio” de la ingeniería social, que afirmaban saber cómo debería y habría que hacer vivir los diversos segmentos y grupos de la sociedad.

El legado paternalista de la era de la Gran Sociedad permanece hoy entre nosotros. De hecho, está en el centro de las polémicas políticas y sociales que rodean el debate americano y el conflicto acerca de la dirección futura del país. Muchos, si no la mayoría, de los supuestamente “intocables” programas sociales que están en el núcleo de la actual crisis presupuestaria y de deuda a la que se enfrentan tanto el gobierno federal como los estatales son los retoños de los programas redistributivos introducidos o enormemente extendidos durante la presidencia de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson.

LBJ quería ser recordado por su legado de la Gran Sociedad. Y lo ha conseguido. Su programa paternalista y de Estado benefactor es el albatros que tiene el control absoluto sobre el lazo fiscal del pueblo americano y continúa amenazando la libertad de todas las personas del país.

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